Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Cartas desde ninguna parte (2)

Carta a Mark Zuckerberg

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Pertenezco, como muchos, al único territorio donde al parecer se puede hablar hoy en día de palabras como “interactuar”, “opinar” o “disentir”: la Internet. La primera de ellas –de las otras hablaré más adelante–, pertenece al amplio universo de aquellos sofismas tan usados por la ingenuidad colectiva para sentirse acompañada en su soledad ancestral; solo que ahora se trata de convivir en una suerte de formato etéreo, como si creer en fantasmas tuviera más sentido que creer en los muertos que por aquí, extrañamente, sobreviven a los vivos que aún siguen a la espera de otro sofisma, la justicia. Los otros sofismas, bien se ha de saber, son cosas como la igualdad, la tolerancia, la libertad o la democracia.

Hago parte, así mismo, de la red social de más impacto hasta el momento en lo que a comunidades virtuales se trata. La debe, desde luego, conocer, Facebook. Es algo así como una Caja de Skinner, o más bien como una Caja de Zuckerberg. Condicionado a visitar aquel Matrix cuadrado, a diario visito con obsesión mi perfil y sucumbo al queso como quien camina sereno y convencido hacia el patíbulo, en los ojos llevo la venda azul con letrillas blancas y, claro, el copyright.

Como puede ver, soy de aquellos cuya vida personal pertenece más a la esfera del cristal líquido que a ese otro raro concepto que, en su lugar en Internet, no es otra cosa que una estadística, la humanidad. Respondo pues a la carta que ha alojado recientemente en Facebook, informando a todos nosotros, roedores de cables, sobre las novedades en cuanto a ese otro sofisma, la privacidad. Por un lado, siento algo de extraña claustrofobia al saberme parte de esas 350 millones de persona que, cada uno en lo suyo, a prudente distancia unos de otros y creyéndonos partícipes de una proverbial orgia, seguimos jugando a la comunicación  como si se tratase esta de una red de botellas lanzadas al mar.

En dicha carta, se habla así mismo de la posibilidad de decidir con quién y de qué forma se podrá compartir cierta información, eliminado también las llamadas redes regionales para dar paso a una apocalíptica y monstruosa nueva red global.

Luego, ocurre que aquello a lo que llamamos aquí privacidad no es otra cosa que un “pajazo”. El usuario podrá limitar el acceso a sus links e información, podrá ser selectivo entre sus amigos y conocidos, ratones inofensivos armados con garrotes y resorteras. Detrás de ellos, están los verdaderos espías del Facebook. El ojo vigilante denunciado por George Orwell cuida de las páginas, de la información borrada, de todo un historial en el que el significado de privado no es más que el derecho que tenemos como  supuestos “delincuentes informáticos” a morir en el silencio de la impunidad.

Ahora bien, en Colombia nada tenemos que envidiar a su comunidad. Tenemos nuestras propias cajas de Skinner. Si por un lado Latinoamérica ha demostrado ser una de esas regiones más adeptas a Facebook, bien es cierto que aquí ya es una costumbre soberana el hacer de nuestra privacidad una especie de sacrificio patriótico en pos de la llamada “seguridad democrática”. Aquellos que ingresan a Facebook entienden a qué riesgos se exponen, ellos mismos son (o somos, diría la cartilla) quienes nos encargamos de poner la cabeza en la guillotina. Otra cosa ocurre cuando unos deciden por los otros y, sin haberlo querido, terminamos renunciando a nuestra privacidad en nombre de un montón de preceptos instituidos desde fuera de esa caja, llámese Caja de Zuckerberg, Caja de Estado, llámese Caja de Uribe Vélez.

Algo peor ocurre cuando las cajas se juntan. Así pasa con esa supuesta privacidad de Facebook cuando alguien, en medio de un acto simbólico de protesta, en medio de unos canales comunicativos de por sí rotos y echados a perder desde hace rato, decide usar mal los términos, prestarse a la confusión y hacer uso de su cauchera para “interactuar” con otros ratones. Si por un lado la política de seguridad democrática habla de respetar la opinión –“los que disientan de las ideas del Gobierno o de su partido, serán protegidos con el mismo cuidado que los amigos o partidarios del Gobierno”– por el otro lado, alguien detrás de un ordenador o de un escritorio empieza a hacer uso de esa privacidad condicionada y la caja empieza a dar resultados. Asegura esta política que en caso de significar determinada conducta peligrosa y criminal, dicho derecho empieza a significar menos que nada. “Para que disentir no signifique exponer la seguridad personal”  hay que trazar “una línea entre el derecho a disentir y una conducta criminal”. ¿Qué se entiende pues por conducta criminal? Se sabe que desde el 11/S es casi una locura mencionar ciertas palabras que puedan socavar en la paranoia estatal, acaso servir de excusa para cruzar esa línea de la que habla el documento y por la cual la distancia entre el “terrorismo” y la crítica aireada, es más que paradojal.

Usar Facebook para conformar un grupo que echa mano de palabras como “matar” y aparte de todo usarlas para “agredir” una institución o persona en particular no es desde ningún punto algo apropiado, lo que me recuerda aquella máxima de Oscar Wilde que viene a cuento, a propósito de la desmedida detención del joven Nicolás Castro –otro ratón con cauchera que tuvo la brillante idea de disentir en términos no tan apropiados–. Aunque, como afirma, “no haya peor pecado que la estupidez”, no veo porqué fuerzas como la CIA o el FBI se toman el trabajo –que no les corresponde– de apoyar y dar información a la Fiscalía colombiana para dar «captura»  a un pobre estudiante universitario, mediante todo un operativo digno del más escurridizo de los criminales .

“Sólo cuando el Estado castiga implacablemente el crimen y combate la impunidad –reza la carta introductoria de Álvaro Uribe a su “Política de Defensa y Seguridad Democrática”– hay plenas garantías para ejercer la oposición y la crítica”. Desde luego que no veo por ningún lado el crimen de Nicolás Castro, menos eso de “combatir la impunidad” por razones que el sentido común debe a cada quien explicar al vivir en un país como Colombia. La oposición y la crítica, como sofismas al redil de la seguridad democrática, no son más que el derecho alienable a quedarse callado.

Gracias a la privacidad del Facebook y gracias, de paso, a la paranoia infantil de un hijo notable del Estado –el presunto agredido–, la justicia conveniente del primer mandatario se toma el trabajo de prestar más atención a un sainete escolar que a los miles de casos sin resolver que demandan su atención –o su arrepentimiento–. Detrás de esos pobres ratones que amenazan con palos y resorteras el buen funcionamiento del Facebook y de la seguridad democrática, están esos otros, armados ya se sabrá como, esperando, siempre al asecho, frente a la caja desde la que ahora escribo.

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