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El plebiscito por la paz de Santos: Más de trece puntos para convencer las mayorías

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Foto: Archivo El Espectador

Por: José Bonifacio Lister

¿Quién no anhela que la guerrilla se acabe? En principio, no tendríamos que votar por eso, pero por primera vez surge la oportunidad de afirmar esa voluntad con el sufragio. La figura del plebiscito ha sido poco usada en la historia colombiana. Las dificultades para poner en práctica este mecanismo de participación directa, que por lo mismo se hace un peligroso instrumento de la democracia, han hecho apenas posible la realización de dos convocatorias de este tipo.

En 1957 se realizó el plebiscito que refrendó el Frente Nacional, una alianza pactada por los dos partidos hegemónicos, Liberal y Conservador, para turnarse el gobierno durante cuatro periodos presidenciales y evitar así un nuevo derramamiento de sangre, pero sin caer de nuevo en la tentación militar que les incitaba el pacto de no agresión. No había pasado un año desde que dos ilustres personajes, los señores Laureano Gómez, vetusto ex presidente conservador, y Alberto Lleras, quien era el último liberal que llegase a la presidencia al perder el mando con Mariano Ospina Pérez en 1946, se sentaron en el exilio.

Uno a otro se contemplaban bajo el cielo azul, en el puerto español de Benidorm, soñando el día próximo que pudieran entenderse en materia grave como el gobierno del Estado, sueño que se firmó un par de meses más tarde en Sitges, otro puerto mediterráneo de los que inspiran el alma. El esclarecido liberal, de la antigua generación de los Nuevos que alumbró De Greiff y otros sabios, supo entenderse con aquel cruzado de la nueva causa compartida, la misión de extirpar para siempre cualquier asomo de populismo en Colombia, fuese una catadura fascista como la de Perón, salvaje como las cachiporras que usó la policía de Rojas para cuidar a su capitana heredera en el ruedo de los toros, o sencillamente caribe, como el que emanaba Marcos Pérez Jiménez en Venezuela.

Estaban allí, tan cerca de Francisco Franco, para darle fe al plebiscito del Frente Nacional y bendecir la extremaunción de los partidos tradicionales. Evitarían en las urnas lo que ya no podían hacer en las calles, una contestación electoral a la dictadura de Rojas Pinilla. Con el argumento de proteger sus adeptos del exterminio, gracias a esta estrategia evitaron el entierro formal de los partidos, pero empezó a desvanecerse su electorado.

El plebiscito a favor de la alternancia del poder fue masivo, contundente, y sobre todo, pacífico. De esta manera se ahogó cualquier alternativa a la dominación impuesta por las banderas desplegadas, que después de Gaitán nadie hubiese defendido con alma, vida y sombrero. Fue una consulta difundida por todos los medios y promovida con todos los recursos que dispuso la élite «reconciliada» consigo misma, después de que la violencia sectaria que condujo el sacrificio de Gaitán en 1948 impusiera la mano militar al poder civil, en pie de lucha en los campos por el lado liberal y desde el púlpito de la Iglesia por el conservador.

El gobierno militar de Rojas permitió acoger los desmovilizados liberales, que tenía un amplio territorio bajo su control en los Llanos Orientales, pudo desmontar la policía chulavita, pero  amparó al tiempo a los pájaros, bandas de asesinos conservadores que dominaban el río Cauca, y finalmente, persiguió a los bandoleros, junto a los comunistas que no se habían entregado.

En 1957 aún quedarían reductos de combatientes liberales y «comunes» en Cundinamarca, Valle, Tolima, Huila, Caldas, Santander y las intendencias Casanare y Meta, además de la comisaría de Arauca. Rojas persiguió estos reductos con tanta determinación como la que demostró en Cali para sofocar el 9 de abril, sin evitar la crueldad con los campesinos de estas regiones, como lo atestigua la ruina de un penal en el páramo de Sumapaz. Pero a pesar de contar con el apoyo de los líderes políticos y todo el aparato de la contra insurgencia que montaba los EEUU en Latinoamérica, su estrategia no fue suficiente para acabar con el movimiento campesino. Como si la guerra no terminara jamás, después de la caída Rojas Pinilla, siguió habiendo guerrillas en Colombia.

El plebiscito no resolvió ninguna crisis dictatorial que amenazara estallar un ciclo de violencia renovado. El pacto cívico-militar de 1953 que patrocinaron por los empresarios antioqueños con el beneplácito del embajador, fraguó el convenio de los partidos para controlar la represión gubernamental y conjurar el riesgo de un conflicto político, ya que a partir de ese momento  el monopolio de las armas estaría enfilado, no contra los «ateos», «sacrílegos», y «corruptos» liberales, si no contra toda la disidencia del Olimpo donde moran los colores puros.

El juego de espejos se hizo material en diciembre de 1957, los colombianos creyeron la historia del espíritu cívico de sus instituciones cuando en realidad validaban con su voto el estado de sitio. Ampliamente aceptado, el Frente Nacional incubó todas las formas de lucha política, excepto la democracia electoral plena y con participación abierta de todos los partidos. Era la única vía para salvar el país de de las llamas de aquél azul de metileno que cedió su espacio vital al liberalismo encarnado en Lleras Camargo.

Violencia oficial, sabemos que Rojas Pinilla regresó con intención de gobernar con votos y pronto entendió cómo se superaban a sí mismas las probabilidades estadísticas en una elección. Fue un plebiscito desconocido por el presidente Lleras Restrepo, quien por algo firmaba como su primo.

Maltrecho el sistema, decrépito se arrastró entre las balas, hasta que en 1989, cuando el mundo era nuevo por penúltima vez, algunos chicos universitarios se dedicaron a promover un plebiscito que nos librara de Dios sobre todas las cosas. Los jóvenes progresistas de esos días, identificados con el pensamiento de la nueva generación de políticos neoliberales, mote de una camada disuelta entre los mismos partidos de siempre, compartían de manera curiosa el criterio sobre muchos temas, desde el libre mercado hasta la revolución armada.

La séptima papeleta apareció en las mesas de votación en marzo de 1990, como un tema refundido en la memoria del presidente Barco, y que consultaba al electorado su aprobación para la convocatoria de una asamblea constituyente que retomara el objetivo del anterior plebiscito: la paz política. Con dos millones de votos, la Corte Suprema le dio visto bueno a la iniciativa y fue así como el gobierno aceleró la desmovilización del M-19, la única guerrilla que amenazaba los centros urbanos y el orden jurídico, mientras se abría paso constitucional a la nueva ideología pos soviética, enfocada en la privatización del Estado y los servicios públicos. Veamos entonces que treinta años después del primer plebiscito, los partidos ya estaban en cámara ardiente por sus relaciones con el crimen organizado.

La realidad pluriétnica y multicultural vino a ser el contrapunto para reconocer la doctrina de los derechos humanos y erradicar el régimen de cristiandad, pero fue sobre todo eficaz para someter a toda  la sociedad al inescrutable poder del libre mercado. Con ese fin, los mismos aparatos del poder, los partidos de siempre, pudieron adaptar su juego consabido de compra de votos y cooptación de las necesidades de las minorías discriminadas -afro-descendientes, indígenas, raizales, gitanos-, manteniendo las estructuras al son de este discurso político, pero con la mira puesta en la producción, favorecer el negocio privado y garantizar el derrumbe de la seguridad social del Estado. El plebiscito de la séptima papeleta, figurada con buenos propósitos y un noble fin, terminó empaquetando la Constitución de 1991, una soga cromática que a semejanza del cifrado kipu del Inca, treinta años anudó pacientemente bajo el azul del cielo.

Vuelve y juega la política tradicional, necesita la fuerza histórica para rescatar su propio fin ideológico, el de la guerra, el final de la guerra. Los diálogos de la Habana necesitan al pueblo. La ceremonia comenzó hace tres años con el pleno de embajadores y el máximo líder de la guerrilla, quizás sobre su comandante en jefe. El reto intelectual que soporta Márquez al dirigir el desmonte de un movimiento armado es tan pesado como el que imprime la contraparte. La condiciones que determina el equipo liderado por de La Calle, la voz del establecimiento, es un criterio compacto que se impone al país campesino, a ese mundo pluriétnico y multicultural que tiembla con las bombas arrojadas por los tucanos brasileños.

El plebiscito nos vende la paz, pero ni la delincuencia organizada por los políticos, ni las nóminas de esos empresarios, ni los paramilitares de cualquier sigla, ni los guerrilleros del ELN, ninguna especie diferente de los imputables de la mesa cabe todavía en el tarjetón, por ahora le toca el turno a éste movimiento subversivo que conquistó, como los asaltantes de la gran Colombia, un sueño teñido de rojo, de amarillo y de azul. La consigna de estas palabras, y quizás de la historia profunda del infierno degradado de colores, es votar por esa mezcla delirante.

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