Tenis al revés

Publicado el @JuanDiegoR

Ronaldinho, no envejezcas más

No puedo ver un juego en vivo de Ronaldinho. Desde que abandonó al Barcelona, lo evito a ultranza. Por miedo a verlo fallar, a verlo abucheado o en el piso. Me conformo con saber de él cuando cada tanto su magia vuelve a ser impecable. Pero prefiero enterarme en el noticiero, por supuesto. No soportaría distorsionar la imagen que creé hace tanto de él con mis ojos de niño.

RONALDINHO

 

En la madrugada del 21 de enero de 2002 (noche en Japón) me acosté en el medio de mis padres a ver Brasil-Inglaterra pero no distinguía –por la desconcentración de la edad– al número 11. Qué paradoja: luego del gol del tiro libre a David Seaman en los cuartos de final no lo olvidaría nunca. Después de ese gol, de esa celebración con irreverencia natural, lo convertí en un mito. En mi mito. Porque a partir de entonces vi cómo en cada partido intentaba demostrar que con las extremidades inferiores podía hacer mucho más de lo que se hace habitualmente con la cabeza. Y sonreía en la demostración. Porque él siempre se rió siendo feo y yo lo entendía como el síntoma fiel de que su fútbol era magia blanca, de que no tenía trucos ni artificios.

Hasta ese entonces no me identificaba con ningún equipo de fútbol en el exterior y nadie comprendía que no me gustara el Real Madrid. Este club se me antojaba ostentoso y prefería seguir buscando un equipo para depositar mi fe en éste. Jamás comulgué con el triunfalismo, por eso quería jugadores que sufrieran porque sus hinchas sufriera por ellos. Entonces cuando me enteré de que un equipo en depresión le había ganado al Manchester en la puja por fichar a Ronaldinho, no dudé en creer en el Barcelona, que se había sumido poco antes en una profunda crisis administrativa y deportiva.

En el derbi de la jornada 34 de la temporada 2003-2004 yo confirmé el fanatismo por Dinho y Barcelona. Incluso, por esa costumbre inexplicable de apoyar siempre al débil, lo decidí una semana antes del partido. Es más fácil confiar en el favorito, diría el ludópata y el práctico. Pero al Madrid lo daban como ganador tres días antes y el argumento de Barcelona no era más que el debutante Ronaldinho y la ilusión poco firme de ganar en el Bernabéu después de seis años, el mismo tiempo en que el equipo no ganaba un título. Por eso me incliné por ellos.

Barcelona terminó remontando con un gol de Xavi. Ronaldinho lo habilitó por encima de todos, con su empeine fino y la sonrisa intacta. Allí empezó todo: Ronaldinho iba a ser mi leyenda y el Barcelona, mi equipo. Me tardé pero gracias a él tomé una decisión ineludible para algunos hinchas del fútbol: Barcelona o Real Madrid. No me uní en la reciente racha victoriosa de Guardiola, como tantos. No. En un panorama insípido, confié en Rijkaard y Ronaldinho.

El fútbol es un acto de fe: se cree o no. Pero Ronaldinho es más que una comparación religiosa, porque nadie dudó de él. Y yo vivía orgulloso de haberlo fichado en mis afectos antes de su cúspide. Nadie podía llamarme triunfalista o cómodo. Me sentía feliz, además, de pertenecer a la minoría de seguidores (no de hinchas) del Barcelona que vivían en Colombia. No predicaba los valores catalanes, como sí los madridistas de entonces, lo cual encontré siempre ridículo. Yo no me sentía culé, sólo vivía feliz de ser contemporáneo del mejor fútbol de Ronaldinho, de su mejor versión. Por eso dibujaba una y otra vez el escudo del club hasta aprendérmelo de memoria, hasta poderlo tallar con bisturí en mi pupitre sin ninguna muestra. También compraba cuadernos con la cara de R10 en la portada, mientras veía a mis amigos con las imágenes de Raúl y Figo. “Qué feo”, me sugerían los de mi clase, los que preferían las siluetas de Ana Sofía Henao y Natalia París. Yo, en cambio, conservaba la lealtad por Ronaldinho. “¿Y qué si es feo?”, les decía. El fútbol sublime que practicaba me bastaba.

Por eso compré una camiseta contrabandeada con el 10. Cuando metía un gol –qué eventualidad– intentaba bailar su samba. Era un fanatismo sincero, no andaba por la calle predicándolo. Lo demostraba en silencio. Punto. Tampoco odiaba al Real Madrid porque entendía que yo no era un catalán. La historia de cada ciudad origina esa rivalidad pero yo no perdía de vista que era colombiano, hincha de un equipo local cuyo máximo rival siempre fue el descenso y de una selección que seguía extrañando la magia de los 90.

Pero las risas, la de Ronaldinho y la mía de fanático se desvanecieron. Las de él dejaron de esbozarse con frecuencia. Lo obsesionó la cima y cuando la alcanzó se sintió extraviado.  Salió de Barcelona y en Milán ya no era igual. “¿Por qué ahora es lento? ¿Por qué el mercadeo lo consumió? ¿Por qué ya lo abuchean? ¿Por qué su cara larga en las portadas?”, me preguntaba. Entonces, muy indispuesto, decidí dejar de ver sus partidos y ahora, tantos años después, entendí el porqué. No quería verlo fallar, no quería desmitificar a mi único ídolo de niño en el fútbol. Quería conservarlo intacto: aplaudido por el Santiago Bernabéu, respetado por sus rivales por más que los burlara con el balón, homenajeado con balones dorados. Si lo veo así o me entero de algún escándalo de díscolo, me decepcionaré; no sólo de él, también de una época, de esos tiempos de idolatría. Me rehúso a juzgarlo hoy con con mis ojos de periodista, me rehúso a defraudar al niño que era.

 

 

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