Entre pase y pase

Publicado el Diego Alarcón Rozo

Volver a Colombia

Antes de irme no la soportaba más. Colombia, ese nombre pronunciado de mala gana, de a poco me había ido pegando la fatiga y el malhumor al alma. Su intolerancia, su injusticia, sus rufianes de siempre en la televisión y ese terrible conformismo del “todo va mal” pero hay que poner la cara amable.

Recuerdo ese último recorrido hacia el aeropuerto: por fin me libraría de esa ordalía extraña que comienza cuando la gente de acá se sienta en el puesto del conductor de un carro. Nunca estuve de acuerdo con la conveniente afirmación de que lo mejor de Colombia es su gente, pero si en algún momento de falta de lucidez colectiva dicha frase fácil se convertía en verdad, bastaba con pisar una avenida y ver a la violencia –acaso natural en nosotros- andando en cuatro ruedas, con sus pitos estridentes y ese afán que no distingue entre peatón, moto, taxi o bus, porque aquí nadie se deja de nadie.

Y me fui y me desconecté y me desintoxiqué. Colombia estaba todos los días en mí y no entendía por qué no podía dejar de pensar en ella, poner la mente en blanco: algo complejísimamente simple. Y me perseguía y terminé por aceptarla, como cuando los niños pequeños dejan de sorprenderse de que una sombra sobre el piso y los muros se desprenda de ellos y que además sea ellos a la vez, pero en claroscuro. La realidad en Colombia seguía siendo la misma, pero me sentía al margen, tomando un respiro para volver a sumergirme en sus abismos.

Día a día dejé de odiarla y tarde a tarde comencé a recordarla con una añoranza que me carcomía la coherencia. Entonces pensaba en la vida fácil que nunca podría encontrar en ningún otro lugar, así hubiese tranquilidad y el miedo fuera recuerdo. A Colombia regresé en paz y a la vez con un temor de volver a empantanarme. A Colombia volví recordando Martí: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”.

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Volver a Colombia y encontrarse con este exceso de autenticidad en un restaurante.

Un buen tiempo por fuera y de golpe la realidad de Bogotá. Temí encontrarla como me la relataban las noticias y algunas opiniones que me llegaban en la lejanía, como la criticaban los amigos de las redes sociales: una ciudad en ruinas, una tierra de nadie que se tragaba de noche y en silencio a sus habitantes. Una hidra que vaciaba las emociones y las cuentas bancarias de quienes osaban a recorrerla. Una ciudad-escombro sangrante que casi todos escupían y que maldecían con ponzoña. Allí estaba yo en el camino a casa nuevamente, desde el aeropuerto, esperando ver en alguna esquina el brillo dorado de las trompetas del Apocalipsis, aguardando alerta con los puños cerrados que alguien viniera a matarme, a juzgarme, a robarme. En mi cabeza la sensación de estar regresando a la jaula luego de haber experimentado la libertad.

Un viaje de regreso a casa, por las calles de siempre, tranquilo, natural. Nada había cambiado y aparecía la sensación inevitable de que el tiempo solo pasa en una estática que todo lo devora, todo lo aplasta, para conservar su quietud. Y no. La ciudad no era mejor ni peor, solo era ella y estaba tan bien y tan mal como siempre. Las noticias chorrean espanto.

Empecé a caminar entre los lugares a los que debía ir y aún hoy no me encuentro frente a frente con los fantasmas del transporte público que me revolucionaban los órganos más profundos y me conducían con sus juegos, su incultura, al desesperado pensamiento de agarrar todo a patadas y a gritar que ojalá todos muriéramos pronto y sufriendo, porque no merecíamos mejor suerte.

Yo no escogí nacer aquí, ni quise a voluntad que me pidieran visa para ir a medio mundo. Tampoco quise que cuando estaba afuera, la gente de afuera, me diera palmadas en el hombro y me hablara de cocaína y mucho menos quise desperdiciar mi tiempo elaborando argumentos que al final, inevitablemente, serían aplastados por la contundencia de las cifras de producción. Un detalle: si me hablaban de cocaína no era para decirme que mi país se estaba cargando al mundo, ni que estaba arruinando miles de vidas en esa otra parte del negocio que tanto ríe y tanto esnifa. Era para felicitarme, para reconocerme el haber venido de esa tierra lejana que tanta gloria les había regalado en sus bacanales y en sus ratos de esparcimiento, de trabajo también. Afuera, la cocaína no huele a sangre como en Colombia.

Recordaba el país a diario, decía. Y veía su rígida armadura cuando ese amigo escribía en Facebook que estaba buscando trabajo, un mensaje que con los días dejó de variar para seguir apareciendo siempre. Hoy, varios meses después, lo sigo leyendo y veo con claridad el cortar/pegar de un archivo de texto fortalecido por la costumbre y el ahorro de esfuerzo. No deja de ser triste ver a una conciencia adormecida por el desempleo.

Volver a Colombia es encontrarse con los seres queridos, es calmarse con el bálsamo aguardentero, es extrañar que no exista el buen humor. Volver a Colombia es temer intoxicarse nuevamente con su frenesí, es saber que nos rodean los buenos climas, que hay que caminar rápido si la calle está sola y que por bajos precios se pueden tener instantes de dicha efímera. Volver a Colombia, ¡hombre¡, es darse cuenta que uno es de acá.

Nota al margen: Amable lector, le pido perdón si estaba usted con ganas de leer un ‘post’ sobre fútbol, si de casualidad estaba esperando una diatriba sobre el uniforme, por ejemplo, del Deportes Tolima (nunca antes tan feo). A partir de hoy este blog dará cabida a temas deportivos, por supuesto, pero también a otros que entren en mi consideración. Gracias por la atención.

 

 

En Twitter: @Motamotta

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