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La sangre huye: Emiliano Monge y No contar todo

Entre la mentira y el silencio no hay mucho espacio, pero detrás, tanto del silencio, como de la mentira, sí se esconden muchísimas cosas. La labor del novelista es justamente la de revelar todos esos claroscuros, mostrarlos, desnudarlos, aun cuando la desnudez terminando siendo, irremediablemente, otra categoría del encubrimiento.

Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), publicó hace pocos meses “No contar todo” (Literatura Random House, 2018), una novela de no ficción que hace el recuento de tres vidas que a nadie le importan y que, por tanto, nadie pidió. Una novela memorística y colectiva en la que una estirpe (Los Monge) intenta reconstruirse a sí misma bajo la insondable tutela de la huida y la desaparición. Un abuelo, un padre y un hijo se van entregando –como desconsolados fugitivos- a sus anímicos sinos, haciendo de sus respectivos enajenamientos, a veces impíos y cobardes, recalcitrantes sumarios de sensibilidad.

En “No contar todo”, Monge logra descubrir diferentes zonas narrativas que, aun estando constituidas por simples palabras, no pertenecen al uniforme reino de la palabra y, por el contrario, se convierten en expresivos símbolos gravitantes de una vía láctea que transita el lioso camino que separa lo privado de lo público.

En esta historia puede que nada sea verdad, así, a secas. Quizás lo único cierto es que cada verdad despuntada tiene una cruenta forma de puñal. Y verdades hay muchas, aunque no una sola. Y con esto no quiero decir que lo narrado no haya sucedido. No. Lo que ocurre es que cada acontecimiento es referido desde la subjetivísima orilla de su protagonista, bien sea a modo de diario, monólogo, conversación o remembranza, agenciando así un filo tan potente que para cortar no necesita tocar nada, porque su brillo se encarga de todo.

Ahora bien, si una historia no se cuenta se pierde en el río del tiempo y, para contarla, nada mejor que escribirla, ya que solo de esta manera es posible encontrar la corriente que, sin dejar de avanzar, lo une todo. Aquel hilo invisible que no explica nada, que no desmenuza nada, pero que sí lo da y lo representa todo, aunque dosificado, fraccionado, como piezas de un mismo rompecabezas que permanecen a la intemperie, sobre una mesa, en medio de una tormenta. Así, la labor del lector de “No contar todo” es la de armar la historia, de sentirla, a su manera, auspiciado por sus experiencias íntimas, vitales y sensibles, hasta encontrar las salidas a los embrollos planteados por un “Monje maldito” que, particularmente, no es ninguno y, a su vez, son todos los Monge.

También es cierto que, para contar una historia, nunca es necesario contarlo todo, es decir, se deben usar el silencio, la pausa, el misterio, la mentira, tal vez no como fórmulas propiamente dichas, sino más bien como escapes –o huidas- de la aburridísima realidad-real que pretende encapsular lo narrado, para así dotar a la historia de un sentido tan concreto como universal. En otras palabras: generar verosimilitud. En esto, Emiliano Monge se perfila como un experto, aunque hay que decir que quizá todo se lo deba a la historia que él mismo va desempolvando, página por página, para su propio asombro o terror. En suma, todo es un espejo que sabe reflejar la profunda humanidad que toda decisión de vida, necesariamente, implica.

En un apartado Monge sentencia que “la historia es aquello que se esconde detrás de las acciones”, advirtiéndonos que todo lo prefigurado en su narración se reduce –después se descubrirá que magistralmente- a una genealogía de cotidianidades, minucias y presentimientos que superan con creces la trama abrazadora y altamente desmesurada de lo que dentro del boom latinoamericano se dio a llamar “novela total”.

En “No contar todo” el drama no existe sino en la medida fija que el lector está dispuesto a concederle a la narración. De esta manera es que “No contar todo” –y la buena literatura en general- sabe decir lo que permanece mudo. Lo evidencia. Lo mansilla. Tal vez por eso, el mejor entrenamiento para la novela es la crónica, ya que esta, en su delicada filigrana, tiene como misión enganchar, sumergir, y para esto cada palabra, cada frase, cada párrafo, tienen que ser contundentes, ir directo a la mandíbula del lector y así promover la aparición de un hematoma, sin caer en el lugar común de la herida, tan típica, abierta y sangrante.

Fácilmente, la autoficción desplegada pudo haberse quedado estacionada en la trivialidad, pero gracias al delicado escrutinio que el autor hace de los hechos, a la manera tan frontal como se atreve a empuñar la linterna y la forma como navega la oscuridad de una herencia –su herencia-, tan vaga y sanguínea y psicológica, Emiliano Monge demuestra que todo mundo es lenguaje, así como también deja absolutamente claro que no todo lenguaje es un mundo.

En esta novela todo es episódico y personal, es una forma de literatura fragmentaria y neurótica, a veces cinematográfica, en donde el infranqueable yo –tan presente, tan ausente- tiene su propio tiempo y espacio y voz. En cada página se puede hallar suficiente lugar para el silencio, tanto que puede llegar a ser violento. Emiliano Monge ajusta sus cuentas familiares, llenas de espesas burbujas de abandono y, contándonos todo, nos deja al borde de un abismo en el que solo se puede divisar la nada “guardando polvo, como hacen los vestigios de otros tiempos”.

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