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Algunas cosas nunca suben pero siempre caen

La familia, ese espacio social tóxico, conflictivo, resbaladizo, ese atroz universo que se despliega autónomamente sin preguntarle nada a ninguno de sus integrantes, para doblegarlos y someterlos a todos –sin distinción- al viciado imperio de las turbaciones hogareñas. La familia es el tema que merodea y quiebra y reconstruye el cubano Carlos Manuel Álvarez en su novela debut “Los Caídos” (Sexto Piso, 2018).

Todo es un conflicto, parece decirnos el autor. Estar o no estar significa, de muchas maneras, participar de lógicas que lo superan todo por el simple hecho de la sangre. La intimidad es una excusa para la manipulación, para la corrupción y, por tanto, esa es la primera escala de la sociedad. Toda familia no es en sí misma una muestra aislada de la sociedad a la que pertenece, sino que es, puntualmente, el reflejo de la sociedad desde todos sus costados, el nido más fehaciente de la misma, el lugar donde ella se forma y, quizás, el lugar del cual nunca puede salir.

Ahora bien, si la familia es el primer –y el último peldaño- de toda sociedad, hay que establecer un punto de encuentro entre ambas, y esta conjunción puede pasar por los factores ideológicos que las cruzan y determinan sin compasión. Naturalmente, todo lo que tiene que ver con Cuba (desde hace sesenta años) sabe extender un manto de misticismo y contradicción, una seda que muchas veces hay que manejar con pinzas bien sea para no mancharla o simplemente para no caer en los lugares comunes de apoyo, banalización, descrédito o satanización.

La realidad cubana es más compleja que la política de la isla y, en esta medida, el autor sabe sumergirnos ¿anegarnos? en una trama que en todos sus matices refiere directamente a eso que, como ya lo hemos señalado, se esconde delante y detrás de una familia: la sociedad.

Para esto nos presenta una estructura circular, polifónica y compacta, monológica, con pocos personajes que, desde el interior de sus respectivas vidas, forjan un retrato exterior, digamos, nacional: Una madre, un padre, una hija y un hijo.

La primera padece epilepsia y es maestra de escuela. El segundo administra un hotel y cree ciegamente en el proyecto revolucionario. La tercera trabaja en el hotel que administra su padre y se ve inmiscuida en una serie de robos menores que, surrealistamente, adquieren dimensiones hercúleas. El último presta servicio militar y permanece en constante estado de alerta por una invasión que nunca llega. Básicamente todos esperan a que pase algo –aunque nadie sabe muy bien qué- y mientras tanto se sobreviven unos a otros a la par que individualmente van sorteando la generalizada escasez, el creciente aburrimiento y el incalculable tedio.

Carlos Manuel Álvarez lo mira todo desde adentro para acercarse más al afuera y revelar lo que encubre un entorno en decadencia, un contexto que se hunde y, en el cual, adquiere pleno sentido la enfermedad terminal de la madre, la sosa terquedad del padre, la inconmensurable necesidad de la hija y la paranoia y el miedo del hijo.

De esta manera, la novela demuestra, con inmoderada suspicacia y profundidad, algo que parece obvio, pero que nunca antes fue retratado con tanta precisión: las cosas solo se caen hacia abajo y por su propio peso. Además, algunas cosas se caen para siempre y levantarse, además de ser una imposibilidad,  tal vez no es una opción cuando la vida está psicológicamente diseñada por otros, es decir, cuando el destino no se puede trastocar ni modificar y resulta una obligación transitarlo escondiéndonos de nosotros mismos.

En suma, “Los Caídos” pinta el malestar mutuo de una familia recíproca y el desvarío de una isla que, por medio del desespero, se mueve lenta y engañosamente en dirección a la evaporación, una isla en donde nada parece cumplirse, más allá de la aridez de una cotidianidad que va en contravía de todo, resistiéndolo y aguantándolo todo, pero siempre en silencio, como sucede con los desmoronamientos.

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