Papeles Desordenados

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Las puertas abiertas: conversaciones con Juan Manuel Roca

Una puerta
Abierta a la noche
Y se pueblan los ruidos
Las estancias.
Sus rumorosas bisagras
Anuncian
Alguien llegado de la lluvia
O los pasos de un lento animal
Que invade el sueño.
Una puerta, una grieta
Abierta en el asombro.
Juan Manuel Roca

La noche en que vi a Roca,  él entraba a un pequeño auditorio en compañía de varios poetas más. A pesar de no haber grabado su rostro en mi memoria, pude reconocerlo, y lo seguí. Su aspecto ligero, distinto, coincidía de alguna manera con la textura de algunos poemas suyos que había leído días antes. Me presenté, dije mi nombre y le pedí algún tiempo para conversar. Todavía nos estábamos dando la mano para entonces. Advertí cierta amabilidad en sus ojos. La cita fue dos días después.Consulté, revisé información y llené papeles con fechas, apuntes, nombres, palabras importantes, ideas tachadas, vueltas a escribir. Después salí. Podía recordar algunas frases, algunas preguntas, pero después de recordar la siguiente ya había olvidado la anterior. Recordé lo que solía decir Francisco Umbral: “El que lo piensa todo primero, no escribe nada después”. En medio de esa angustia, me senté por primera vez a hablar con un poeta.

Estábamos bajo una carpa, apoyado en una mesa de vidrio y metal. Varios aspersores de agua hacían un sonido crocante, como un rozar de insectos. Por encima del vidrio de la mesa, unas manos de herrero desde cuyas muñecas subía una camisa azul claro. Bigote y cabello cenizos. Unos labios entrenados en la palabra y el silencio, y los mismos ojos amables de la primera noche.

Frente a mí, Juan Manuel Roca, uno de los poetas más leídos, queridos y galardonados de este país; una de las voces más vibrantes y originales de la poesía colombiana. Una galera de conocimiento, autor de más de veinte libros; coordinador y luego director del desaparecido Magazín Dominical de El Espectador, doctor Honoris Causa en Literatura de la Universidad del Valle, tallerista de la Casa de Poesía Silva. Un hombre con consciencia plena de su tiempo y de la fuerza y el valor de la palabra.

Conversamos un poco, antes de que yo comenzara a equivocarme: malas preguntas, malas fuentes, datos y fechas erradas; una vergüenza: el retrato perfecto de un novato. El aire se llenó de tensión, de posiciones defensivas, de correcciones obvias. Me disculpé con Juan Manuel, sinceramente. Él sonrió. —No te preocupes, —me dijo—. Raro no hubiera sido que se levantara y se fuera. Mencionó haber visto algo en mí que le hizo quedarse. Todavía me pregunto qué fue. Enseguida bajé los ojos, guardé la mayoría de mis apuntes y dejé a la mano un pequeño papel con palabras subrayadas. Recordé otra vez aquella frase de Francisco Umbral. Después volví a mirarlo, ya con calma. Justo en ese momento comenzamos realmente a hablar.

Alguna vez se le escuchó decir “dedicarse a la poesía es como hacer agujeros en el agua”.

Sí, yo creo que a la poesía siempre se le ha asignado un papel inoficioso en nuestra cultura y en nuestras sociedades. Como ya lo dijo Saint John Perse, la poesía es un pensamiento desinteresado; es decir que no busca ni poder ni reconocimiento sino una reflexión sobre uno en el  mundo y el mundo en uno, un dialogo entre el adentro y el afuera de quien escribe. Un poeta es un traductor de sí mismo. Y en la medida en que logre traducirse a sí mismo, quizá logre también traducir a los demás. En ese sentido la poesía pertenece a una forma del pensar que está aislada de intenciones prácticas. No es un pensamiento mesiánico, no está ofreciendo mejores mundos. Por eso mismo, en las vías del pensamiento desinteresado uso aquella imagen de hacer agujeros en el agua: eso no le sirve a nadie.

Entre las líneas de sus poemas trasluce un esfuerzo por el lenguaje metafórico. La mayoría de su obra persigue esos mismos intereses: la metáfora como instrumento, como bastión ¿Cómo avanza esa búsqueda?

La metáfora siempre ha sido un nutriente vital de la poesía. Hay un cuento muy hermoso de João Guimarães Rosa, el gran escritor brasilero, que se llama ‘La tercera orilla del río’. El hecho de crearle una tercera orilla a algo que habitualmente tiene dos es el verdadero sentido de lo metafórico. La metáfora crea una tercera realidad. Además, todo lo que hablamos, lo que expresamos, todo tiene un nacimiento metafórico.

Los expresionistas alemanes, en un caso más cercano, César Vallejo, el gran poeta peruano, autores como Rulfo, Juan José Arreola, Julio Torri, se encuentra una voluntad hacia un carácter elusivo. Es decir, donde no se dice todo con palabras, sino también con silencios. Todo esto es propio del espectro metafórico. Para mí, es muy importante y ha sido mi bandera. Por supuesto no es la única manera de hacer poesía, no hay una única manera de hacer poesía. Son muchas y todas son válidas. Pero en mi caso, me siento mucho más afincado, más seguro en la poesía de la imagen.

¿Cómo ha recorrido Juan Manuel Roca la distancia entre su primer y su último libro?

Hay una diferencia notable. ‘Memoria del agua’ es mi primer libro y por lo tanto es un balbuceo de lo que después he intentado escribir. Pero a pesar de eso creo que es un libro en donde están nucleados muy buena parte de los temas que permanecen a lo largo de mis intentos de escribir. Como te digo, las obsesiones de un poeta casi siempre son las mismas. Lo que ha cambiado son los usos del lenguaje; pensaría que ahora hay más precisión en la imagen. El recorrido entre libro y libro es un aprendizaje.

‘Las plagas secretas’ es su único libro de cuentos. Hablemos de los géneros. ¿Hay abismo entre el cuento y la poesía? ¿Cómo se atraviesa? ¿Cómo se da un paso entre los dos?

Creo que no es tan abismo. Se ha dicho muchas veces, y tal vez con razón, que la poesía y el cuento son dos hermanos siameses; en el sentido de que tienen modos de proceder muy cercanos. En el lenguaje, la precisión. Es algo que no se ve en la novela, por lo menos, porque la novela puede permitirse tiempos muertos y sin embargo no ser una mala novela. Pero un poema y cuento no.

Así que cuando descubrí el poema en prosa, que dicen inició Baudelaire pero que en realidad inició Aloysius Bertrand con ‘El Gaspar de la noche’, encontré la posibilidad de unir dos extremos: el contar, propio del cuento, y el cantar, propio de la poesía. Cuando se lee a Marcel Schwob, a Juan José Arreola, uno nota que puede leer sus textos como poemas, pero también como cuentos. Es decir, lo maravilloso del cuento y la poesía es que su cercanía desemboca en un lenguaje anfibio.

¿Quiénes y cómo han influenciado a Juan Manuel Roca?

Las influencias son muy importantes. Quien no tiene influencias es un primitivo. La cuestión es que deben ser decantadas y ponerlas al servicio de lo que se quiere expresar. Quien no conoce lo que ha pasado en la lírica o la prosa moderna, repetirá cosas ya dichas, que resultarán tanto aún más inútiles. Pero a quien la conoce le abre un abanico de posibilidades para revisar las vertientes, las cabeceras de lo que se busca en literatura.

Cuando leí por primera vez, siendo adolescente, a César Vallejo, su obra se convirtió para mí en una especie de talismán, en un autor de acompañamiento, como una prótesis para andar por el mundo, porque me deslumbró su lenguaje y ciertos aspectos que no alcanzaba a entender con el intelecto pero sí con el corazón.

Los poetas no funcionamos en un mundo privativamente abstracto. A un poeta le interesa lo que sucede a su alrededor. La influencia de Kafka, Arguedas, Faulkner, Rulfo fue definitiva en mi aprendizaje.

Óscar Collazos dice que su obra atrapa la sensibilidad de una época. Es decir, que sus libros aterrizan en la realidad, de alguna forma. La línea entre la estética y lo cotidiano es muy delgada. ¿Cómo mantener el equilibrio?

Hay verdades que si son mal expresadas se convierten en mentiras. Así como hay ficciones que tienen tal rango estético que se convierten en verdades. Es decir que hay verdades que no sólo son éticas, sino también estéticas. En el terreno que oscila lo social, lo político y la poesía, yo pensaría que es ideal tener un tipo de vigilancia, pero no una ignorancia de eso. En mi caso, la realidad aparece inevitablemente reflejada en mi obra porque la realidad me genera preocupaciones. El equilibrio se mantiene alejándose de los extremos. Hay una altísima poesía política, pero hay también poesía panfletaria, de puño cerrado, poesía radical. La idea es estar en medio de ambas.

¿Y cuando se carece de esa conciencia de la realidad? ¿Cuándo es realmente una decisión aislarse o aislar la realidad?

No hay un deber ser. Por muchos caminos se llega a hacer una obra importante. Hay poetas que son refractarios, remisos a que la realidad aparezca en sus trabajos. Y si construyen una obra importante así, no me parece para nada desdeñable que no se hayan ocupado de lo social, y viceversa. Yo no condeno ni lo uno ni lo otro. Se trata del mismo equilibrio de la pregunta anterior.

Algunos poetas, escritores, como Lucía Estrada, Gonzalo Rojas o Germán Espinosa han elogiado alguna vez su honestidad en el campo de la literatura. ¿Cómo es posible ser honesto cuando se escribe?

Tiene que ver con que la traducción que se hace de uno mismo, que aunque toca el artificio, porque el arte también tiene artificio, no traicione lo que se piensa. Es decir, yo no me atrevo a hacer afirmaciones en mi poesía que no sienta realmente. También tiene que ver con algo muy importante, que olvidamos mucho los intelectuales colombianos, y es decir lo que se piensa y no lo que nos conviene. Es recomendable alejarnos de decir lo que nos conviene, porque nos acerca al arribismo, y se debe saber que un arribista no tiene amigos, sino peldaños. La honestidad no es necesariamente una categoría estética, pero sí es fundamental cuando se trata de crear una obra.

¿A cuál de sus libros le guarda más afecto?

En general, no soy complaciente, ni me siento satisfecho. Lo mío sigue siendo la tarea de un aprendiz, no me creo la de idea de ser un gran maestro. Pero sí hay dos libros a los que le tengo un cariño especial: ‘Las hipótesis de nadie’ y ‘Temporada de estatuas’.

¿Un diagnóstico de la literatura colombiana?

Lo mejor de la literatura colombiana se da en tres géneros que particularmente no publican las editoriales, que son la poesía, el ensayo y el cuento. Pienso que allí es donde está lo mejor de las letras colombianas, muy por encima de lo que sucede con la novela.

Hay una relación suya muy profunda con la cultura Mexicana. En otra entrevista usted decía que Colombia podía identificarse mucho más con México que con sus vecinos venezolanos, peruanos, ecuatorianos. Decía usted  que cuando se viaja a México muchas veces se siente estar regresando a Colombia. ¿Qué encuentra usted?

Lo más interesante de México es la cultura popular. Todo lo que pasa allá por lo popular es de un rango estético muy alto. Uno siempre tiene una visión legendaria, mítica de México, y no sólo del país contemporáneo, sino de la época prehispánica. Aquellos poetas aztecas, náhuatl hicieron unas reflexiones extraordinarias sobre la vida y la muerte.

Yo creo que los mexicanos sienten lo mismo alrededor de la cultura colombiana. Hay un gran parecido en nuestros pueblos. Inclusive ahora que padecen una violencia tan aterradora, se sienten hermanados en la violencia que nosotros hemos padecido. Es como si la hubieran heredado.

Juan Manuel, se ha dicho que usted es un poeta colombiano de Comala ¿Estaría de acuerdo?

Pues qué más me gustaría a mí que pertenecer a un poblado imaginario, frente a estos momentos de mezquindades, de infamias, de insidias… preferiría pertenecer a ese reino un tanto fantasmal. Aún más si ese reino está contado desde su fundación por alguien como Juan Rulfo, porque sí me interesa mucho la manera en que Rulfo escribe, el ascetismo de su lenguaje, la carga poética de su lenguaje.

Ya quisiera ser yo ciudadano de Comala. Inclusive lo preferiría a ser ciudadano de Macondo.

Roca observó su reloj. Era mediodía. Alguien lo esperaba para ir a almorzar. El tiempo de conversación había terminado, y ambos nos levantamos de la mesa. Volví a disculparme, a excusar la falta de rigurosidad, de respeto incluso. Juan Manuel sonrió otra vez, y volvió decirme que no me preocupara. Advertí esa misma amabilidad en sus ojos. Nos despedimos. Recordé otra vez aquella frase de Francisco Umbral: “El que lo piensa todo primero, no escribe nada después”. Por poco no escribí nunca esta entrevista.

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