Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

Santa Marta, el paraíso desaprovechado

En este momento, algún turista está pagando 40 mil pesos por el uso de las carpas en Playa Blanca, y alguna familia más está pagando hasta 30 mil pesos por un pescado en Playa Grande, servido en una mesa de plástico Rimax, sin un baño con agua para su uso y sin una cocina higiénica donde se lo preparen. Cabe anotar que las carpas valen 10 mil pesos fuera de temporada, precio negociable, y que en una ciudad andina como Bogotá el pescado se consigue en restaurantes por precios que oscilan entre los 10 y los 15 mil pesos.

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Si no fuera porque es bella de por si, si no fuera porque sus playas son de las mejores y más lindas de Colombia, Santa Marta sería señalada por su escandalosa manera de despilfarrar los recursos que la naturaleza le dio.

Sin un control alguno, en estos momentos la ciudad en la que nací vive una impresionante avalancha de turistas, y todas las publicaciones la señalan como uno de los destinos favoritos del país. Sin duda. Pero como todos hablan apenas de las cosas sabidas, es hora de dejar en claro que existe un vacío, una falta de planeación turística, una falta de visión que cambie el panorama de la ciudad y le dé la altura que merece la ciudad más antigua de América.

A nadie se le ha ocurrido contratar a alguien que barra, por un mínimo o a través de una cooperativa, las playas de la ciudad después del paso de los turistas; en las mañanas amanecen con todos los desperdicios de la noche anterior.

Hay avisos para recoger las basuras, pero no hay lugar para depositarlas. Baños tampoco hay, y no hay cambiadores o vestieres para los miles de turistas que llegan a la playa.

La Capitanía de Puerto debería ir más allá de ponerles chalecos salvavidas a los turistas que se embarquen en lanchas rumbo a las playas. Las tarifas no son unificadas, se supera el límite de pasajeros casi siempre (en una embarcación de 24 personas había 33 y ante la denuncia, un encargado dijo: “¡la gente es la que debe bajarse si va muy lleno!”).

La recogida de pasajeros, por otra parte, es caótica: no hay muelles, no hay accesos mínimos para las personas mayores, los pasajeros combaten por subirse a las lanchas de regreso sin que tengan jamás en claro en qué lancha devolverse.

En la playa de Gaira, las escaleras, apenas dos escalones en realidad, no han sido arregladas hace más de 12 años, e impiden el mínimo acceso a las personas discapacitadas. Hay muchas calles sin pavimentar, la construcción es irregular y los locales ofrecen casi todos lo mismo, una oferta irregular en atención, variedad y calidad.

Y los precios: elevados, absurdos, en condiciones mínimas. Desde los taxistas, que cobran lo que quieren y no están obligados a tener taxímetro ni a exhibir el cartón de tarifas, hasta los lancheros, los vendedores de agua y cerveza, y los dueños de los apartamentos –aunque igual así Santa Marta y El Rodadero sigan siendo más económicos que Cartagena–.

Pero carpas a 40 mil pesos, pescados en playas que no usan agua potable para cocinar a precios superiores a los de Bogotá, y una oferta turística que se limita a lo mismo de toda la vida, hace pensar que algo no está avanzando.

La renovación del Centro Histórico es un paso, pero apenas se siente. Llenas de bolardos, las calles son más amables y transitables que antes, pero todavía no son acogedoras, en especial la plaza de Bolívar y la Catedral, que se ven como espacios vacíos, copados por adoquines y nada más. La Plaza de los Novios sí cobró vida propia y es el punto mejor conservado del centro. Y ojalá fuera todo así.

Pero no es. Y hay que decirlo. Da lástima Santa Marta. Porque tiene todo para ser el mejor destino y no lo es. Tiene la naturaleza a su favor pero sus habitantes y dirigentes parecieran hacer todo lo posible por ensuciarla y aprovecharse de ella sin darle nada a cambio.

Es el paraíso desaprovechado.

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