Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

La vida falsa que confundes con la verdad

Somos bichos curiosos nosotros los humanos: nos parece importantísimo exigir verdad, pero creemos más en lo que vomitan algunos que en lo comprobado. Los medios lo saben, los gobiernos dominan el tema y los publicistas hacen dinero con esa fina línea entre deseo y pasión que nos domina.

No creo que seamos muchos los que nos salvemos de las afrentas de quienes inventan historias en nuestra contra: romances que no han sido, suposiciones sobre nuestra maligna personalidad, actos malvados que no hemos cometido, bajezas que puede que hayamos tenido pero que se vuelven horrorosas en boca de otros. A veces resurgen historias que vivimos años atrás, cuando éramos otros, pero que nos las cobran como si fuera un hierro candente del que no es posible redimirnos.

Los ojos de los demás son implacables. Y lo más curioso, no exigen pruebas cuando se trata de hablar de otros. Y ahí radica la mayor contradicción de esta época: aunque el chisme ha llevado a la horca, la hoguera y los cadalsos a demasiados inocentes en los cinco mil años mal contados de historia humana registrada, la contundencia de las ideas ha dejado de ganar la partida desde que la palabra y la argumentación dejaron de tener peso y comenzaron a primar las ideas prefabricadas y las frases destructoras y concluyentes, casi siempre cargadas de términos despectivos: “Ese es marica”; “A esa seguro se la comen todos”; “A ese lo echaron por plagio”; “Ese tipo es un flojo”.

La suposición es tan violenta que terminamos por creérnosla por la contundencia de su carga destructiva. Y ni siquiera replicamos. ¡Nos lo creemos!

Ahí está nuestra contradicción: pedimos historias veraces, damos credibilidad a las fuentes oficiales (las más sesgadas y menos creíbles, porque son las que más intereses protegen), buscamos películas “basadas en hechos reales”, pero terminamos aplaudiendo fuentes que mienten. Las aceptamos sin pensar mucho porque son “de talante fuerte” y nos recuerdan algo de la autoridad perdida que quisiéramos emular.

Reconozcámoslo: tampoco queremos pensar mucho. Queremos voces incendiarias que echen leña al fuego y quemen a todos. ¿Por qué? Porque sentimos que nos deben un mundo mejor, algo menos mediocre; si los demás están mejor que nosotros, pues entonces que la desgracia los disminuya. El hecho de saber que podemos destruirlos con nuestras suposiciones o nuestras palabras no nos hace más felices, pero a ellos los hace menos maravillosos. Pocos piensan en la vida dura que de seguro los demás también pasan para poder sonreír o sacar su vida adelante.

En época de noticias falsas que corren como pólvora, varios presidentes han sido elegidos gracias a la desinformación: Trump y Bolsonaro disparan mentiras y consignas inflamadas, para hablar de los ajenos, y ganan seguidores, a pesar de que gente muy seria mida la cifra de mentiras que propagan (Trump, por ejemplo, dijo 10.111 falsedades en sus primeros 828 días de gobierno).

El portal Avaaz, generador de justicia muy activo en redes, explica que recordamos con más fuerza lo negativo y que el miedo hace que las noticias negativas se propaguen seis veces más rápido que las positivas. El portal RT, de la propaganda oficial rusa, tiene 2.000 millones de visitas en Youtube; las empresas chinas controlan la información de sus usuarios para que se divulgue lo que interesa; Huawei es acusado de espionaje por Estados Unidos, que a su vez espía a sus usuarios y cuyos gigantes tecnológicos usan los datos de la gente para darles lo que quieren consumir.

¿Y qué quieren consumir? Pues eso que hemos hablado: desinformación, noticias incendiarias, chismes inflamados de veneno, un poco de odio y desgracias ajenas vendidas como fuentes oficiales.

Como si eso fuera poco, aportamos más fuego entrando a opinar babosadas en redes, compartiendo o diciendo barbaridades de quienes apenas conocemos y alimentando estereotipos estúpidos (del tipo: “Esa seguro se acostó con alguien para que le dieran el puesto” o “Con esa pinta seguro es un ladrón: cuídese”).

Así que deje de pedir “la verdad” a otros. La verdad no existe si la busca en redes, en opiniones de otros o en los medios: solo es la suma de sus suposiciones.

 

Obra del pintor colombiano Antonio Hernández



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