Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

Historia de amor con una rusa que nunca existió

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He seguido a una mujer durante seis meses en un idioma que no era el mío, distanciado por miles de kilómetros y dos continentes. Quise conquistarla y terminé en sus redes.

Llené un formulario en inglés con los requisitos básicos de un perfil en la página bride.ru, subí una foto y esperé un encuentro fortuito con alguien procedente de Rusia. La primera semana apenas escribió una mujer curiosa. Hubo varios cruces de guiños virtuales, pero fue poca la química. Un truco fue necesario para reactivar la red cuando me reproché por el tiempo que había gastado tratando de inscribirme y los nulos beneficios: esta vez anoté un salario promedio anual con ingresos ficticios que rebasaban los 60.000 dólares anuales. Radiqué mi residencia en Estados Unidos, en el condado de San Mateo, cerca de San Francisco. Me quité el rótulo de periodista y me puse el oficio de ingeniero electrónico con trabajo en Silicon Valley. Así, disfrazado de alguien que no soy, intenté de nuevo conquistar por la red a una mujer. Y esperé.

A las dos semanas había un correo. Ludmila se llamó la mujer que finalmente escribió y que puso un acento evidente de entusiasmo y de interés por conocerme.

En una carta de cinco párrafos en un inglés con imperfecciones, saludaba y me explicaba que vivía en la ciudad de Tver y que tenía que hacer un recorrido a pie de su apartamento a su trabajo durante 25 minutos para poder ingresar a internet. Mejor dicho: que el hecho de que me hubiera encontrado era un logro mayúsculo.

Me contaba que había querido estudiar leyes y que por la disolución de la Unión Soviética, muchas de sus antiguas amigas habían emigrado a los países occidentales para trabajar en el oficio de la prostitución ante la falta de dinero. Ella, más resistente, había permanecido en casa, acompañando a su madre, una mujer buena, aunque sin la presencia del padre, que tenía problemas de alcohol y las había abandonado. Internet todavía era un privilegio para ella, que se conectaba a través de un puesto de cabinas en un lugar cercano. Desesperada por los hombres rusos, que bebían cerveza en cantidades alarmantes, había decidido buscar por la red un hombre normal, al menos decente, con quien conversar. Y con quien soñar como un amor posible.

Y lo había encontrado en mi perfil: estadounidense, empresario, apuesto, ansioso de amor: lo que yo no era, pero así aparecía escrito ante sus ojos.

Como en la última línea pedía que le contara algo, combiné palabras en inglés y le contesté esa primera vez con desdén un par de mentiras sobre mi casa nueva en California, con un patio abierto y una parrilla para asar carne en los veranos y una chimenea en el estudio para soportar los inviernos, y le aclaré que era un hombre separado, con una mujer a la que había amado apenas durante un año. Ahora estaba solo, en un país que idolatraba el trabajo por encima de las relaciones sociales, y que yo era cariñoso, pero parecía condenado a la soledad. La historia me sonó coherente, trágica y convincente, así que la envié.

•••

A los tres días obtuve una respuesta. Ludmila Aktanaeva ahora ya tenía apellido. Me decía que le alegraba saber de mi vida, pero no comentaba ni una palabra de mi pastoral. Me narró en detalle su trabajo como mesera en un bar al que asistían hombres para tomar cerveza y vodka. Con 23 años, había aprendido inglés en su escuela y seguía por la TV algunas de las ‘maravillosas’ cosas que ofrecía Estados Unidos. Decía ‘¡maravillosas!’ y encerraba la frase con signos de exclamación, ajena a las cosas que decía sobre ese país en mi mensaje. Su carta esta vez era extensa, pero al final, para justificarla, Ludmila Aktanaeva explicaba que había encontrado una biblioteca cercana donde el servicio de internet era gratuito. Y que tener un amigo al otro lado del océano le alegraba la vida, por lo que redactar dos cuartillas de nimiedades le venía bien. Al final, agregaba que soñaba con un hombre ideal y que esperaba que yo fuera ese príncipe nunca hallado. La dulcificación de las frases era evidente, pero era pura en su contenido. Es decir, no sonaban prefabricadas, sino ingenuas. Enamora-doras, a decir verdad.

Y así siguió. A la séptima carta yo no sabía qué pensar. Ludmila seguía cortés, cada vez con un tono más cariñoso, pidiéndome más datos personales con la lógica de cualquier enamorado que quiere conocer al otro por completo. Sus contestaciones eran unas pastorales densas y por momentos trabajosas por sus dificultades con el idioma.

Yo le respondía con frases veloces en mis momentos de cierre, pero por momentos me acosaba la culpa y le respondía con párrafos más elaborados sobre lo que a Ludmila más la motivaba: la vida gringa. Había llegado al punto de mentirle tan descaradamente que ya hablaba de mi auto; le contaba de mis ídolos deportivos del tenis porque de baloncesto no sabía nada; le decía de las ventajas de la educación allí, aunque sabía que en ese país casi todos ignoran dónde queda Colombia. En esa mentira había ya un deseo de mi parte por complacerla. Igual, en un momento, di mi brazo a torcer y dejé de mentir: revelé mis verdaderos orígenes. En la octava respuesta le dije que vivía en una ciudad fría, que mis padres eran suramericanos y que solo tenía relaciones laborales porque debía cumplir con horarios prolongados. No sentí, por fin en esa carta, que estuviera engañándola.

A la novena carta me confesó su amor. Era sutil, lo suficiente como para creerle. Yo podía, en ese punto, casi recitar de memoria las rutinas de Ludmila, sus gustos y sus disgustos, que iban desde el amor por la música de Sibelius hasta el odio que sentía por los borrachos. Conocía ya la composición de su familia, con un hermano menor que todavía estudiaba y una hermana mayor, de 25 años, que se había casado con un hombre ruso nacido en Moscú que conducía un camión y se gastaba el dinero en cerveza Zolotaia Bochka negra, de alta gradación, por lo que llegaba siempre ebrio a casa. Su madre trabajaba en un restaurante de comida georgiana.

También conocía los lugares a los que iba a descansar, cerca del Volga, el río que prefería por encima del Tvertsa, los libros que leía cuando se acostaba, el último de ellos de Boris Pasternak; lo mucho que le gustaba arreglarse el cabello donde una anciana vecina, y lo orgullosa que se sentía de que su ciudad hubiera sido la primera liberada del avance nazi en Europa, en la más feroz resistencia, que ocasionó la muerte de más de 30.000 soldados alemanes. Tver se llamó Kalinin durante 59 años, en honor a un dirigente soviético, y ella veía con malos ojos esos tiempos de opresión que ahora le cobraban una cuota de capitalismo salvaje.

Lo que me sorprendía de la joven era que nunca comentaba las cartas que yo le escribía y que se guardara todas sus intenciones de verse conmigo en un futuro. Me amaba en la distancia, y eso parecía bastarle, pero aparte de confesarme su amor con un sencillo “Te estoy aprendiendo a querer, me gustaría que fueras mi esposo si las distancias no fueran tan grandes”, no había dicho nada que fuera sinónimo de amor apasionado o de encuentro próximo.

Por otro lado, en sus misivas seguía encontrándole vuelos a su vida sencilla para narrarlos en detalle. La paciencia de la rusa era un augurio de esperanza, aunque yo no dejaba de pensar en lo irracional y vil de mi parte cuando tuviera que confesarle que vivía en un país de Suramérica, que no tenía visa de residente en Estados Unidos, que mis ingresos no me daban para comprarme un auto en mi país, que pagaba alquiler, que era periodista y que ella era el centro de un posible artículo que se me había ocurrido un día: la nota de un amor efímero en la red.

Ante su declaración de amor, decidí acelerar el curso de los acontecimientos. Me percaté de que nunca le había confesado mi devoción por sus cartas y que solo le había dicho mentiras. Dispuesto a acabar con ellas, y a comprobar si yo estaba dispuesto algún día a abandonar mi país para cruzar el Atlántico y encontrarla, o a decirle la verdad y esperar una respuesta positiva o un madrazo en ruso de su parte, decidí escribirle que ya la amaba, que estaba prendado de sus cartas, de su sencillez, que me fascinaban sus errores gramaticales, que me sorprendía el grado de detalle con que exponía su vida, que me la imaginaba junto a mí recorriendo el barrio chino de San Francisco y que la invitaría al Golden Gate a su arribo. No pude imaginar nada más típico y cursi, pero estaba dispuesto a saber hasta dónde llegaba ella. Y hasta dónde podía llegar yo. Aunque, en el fondo, sabía que detrás de sus cartas, que jamás respondían las mías, debía de ocultarse una mentira tan grande como la mía.

Sin fundamento alguno todavía, pero con un presentimiento instintivo, le escribí que iría a visitarla a Rusia en el mes de noviembre. Era un 28 de agosto en ese momento, y nuestra correspondencia había arrancado en abril.

Anticipándome a sus peticiones, le ofrecí ayuda para lo que quisiera, y escribí, sin miedo, que la amaba. Luego borré esa parte. Era la primera vez que corregía una mentira dirigida a Ludmila. Redacté entonces que quería amarla y sentí que así era más honesto.

Pregunté en una agencia de viajes qué rutas existían de San Francisco a Moscú, y cómo podría conectar con la ciudad de Tver. Me miraron como a un demente. Le envié un itinerario a la joven, con fecha de noviembre 2, y aguardé. Desde ese momento habían transcurrido siete días, y la joven aún no respondía.

(Vivía en Tver, a orillas del río Volga. Pero ni la ciudad ni sus datos fueron jamás reales).

En realidad, ya no quería una respuesta. Si estaba en lo cierto, la joven me engañaba con mentiras, al igual que yo, y esperaba una oportunidad para sacarme dinero. Si me equivocaba, el fiasco para la joven rusa sería tremendo. Ya no podría sostener la mentira, tendría que confesarle que un tiquete de esos equivalía a medio año de salario y habría matado una ilusión que ya comenzaba a desvelarme.

Las imágenes que Ludmila me había enviado me fustigaban. En la primera, tomada con bajísima resolución, se veía una torre discreta al fondo en un ambiente otoñal, con una calle empedrada a sus pies. La joven lucía un abrigo grueso, se veía discreta, pero en su sonrisa, enmarcada por una mano en la barbilla y unas cejas depiladas, había un rasgo de complicidad con el fotógrafo. En la segunda, también de mala calidad, se le veía con una cola alta que destacaba las formas de su cara y se podía apreciar la longitud de su cabello y la belleza de sus rasgos.

Me gustaba. Claro. Era bellísima, con la frescura de las mejillas claras de las rusas, un cuerpo delgado y el exotismo de vivir en un país al lado opuesto del mundo; me escribía con una frecuencia que lograba sobresaltarme, con detalles precisos como sus recorridos por la calle Trehsvyatskaya y sus caminatas a la plaza Koposhvara, de donde me escribía cuando cerraban la biblioteca.

Cuando por fin respondió, ya en septiembre, por fin hizo alusión a algunos de mis comentarios de cartas anteriores. Me dejó atónito. Me dijo que le encantaba la idea de visitar el muelle 49 en San Francisco y de hacer un recorrido al pueblo de Carmel. Aseguró que disfrutaba el ‘calor’ del invierno y que esperaba no pasar un nuevo invierno crudo en Tver, donde la temperatura en enero rebasaba los 15 grados ‘sobre cero’. Encantadora y equívoca en su inglés macarrónico, Ludmila Aktanaeva había logrado sorprenderme una vez más. No decía, tampoco esta vez, ni una sola frase sobre mi posible viaje de negocios a Moscú. Si ella era una mentira, igual a mí, ya no me importaba: disfrutaba las mieles de ese engaño que me arrancaba de mi soledad, aislado dentro de un cubículo en el que se desarrollaba mi vida.

Confieso ser un tipo cuerdo. Pero yo ya comenzaba a considerar mi vida a su lado en aquel lugar que apenas podía definir en el mapa, pero del que ya sabía que cruzaba el Volga, contenía 1.769 lagos y habitaba medio millón de personas, apenas a 140 kilómetros de Moscú.

De nuevo ataqué. Hice una reserva en línea en el hotel Osnabruck, en la calle Saltyakova Schedrina, y se la envié en un nuevo correo a Ludmila para que viera que era cierta mi ida. Le decía que quería conocer a su lado la Virgen Sagrada, una estatua milagrosa que derramaba lágrimas. Que llegaría al aeropuerto de Sheremetyevo, de Moscú, haría negocios dos días, y que luego llegaría a su ciudad a visitarla. Que con ella recorrería esas calles de 800 años de antigüedad. Que quería recorrer junto a ella el Camino del Palacio hacia el lugar de descanso de los antiguos zares rusos. Que deliraba para que me acompañara a encontrar los lugares donde había vivido Pedro el Grande, Alexander Pushkin, Catalina la Grande y sobre todo, Fyodor Dostoievsky. Sabía tanto de Tver que me dormía pensando en esa ciudad improbable.

El 12 de septiembre recibí su respuesta. En el correo electrónico estaba lo que buscaba. Lo abrí y comprobé que esta vez no venía una carta larga. Que algo había afectado el estilo de mi Ludmila, de mi rusa adorada, porque las palabras estaban mejor organizadas y sus faltas gramaticales no eran obvias. Esta vez me pedía 200 dólares para subsistir y algo adicional
para viajar a Moscú. En esa carta estaba su único error.

Copiaba una cuenta bancaria para hacerle el depósito, y una dirección a la cual, en caso de dificultad para consignarle, podía hacerle llegar por correo certificado el dinero. Hacía rato tenía yo ubicada una página sobre impostores, montada por personas engañadas, e incluí aquellos datos en sus motores de búsqueda. No aparecía Ludmila Aktanaeva como tal, pero sí sus datos, con otros nombres, otras ciudades, otras direcciones, decenas de veces.

Había una Ludmila con foto distinta, en una ciudad aledaña llamada Yaroslavl. Había una Alya Aktanaeva con su misma foto. Había una Elizaveta con su misma dirección. Había una Gulya con su misma cuenta bancaria, pero de apellido Komisarova. Había una Mariya que vivía en Tver y escribía las mismas cartas, en el mismo orden, publicadas en aquella página de scam por un estadounidense engañado. Y había una Tatiana hija de la madre que confesaba su amor igual que mi Ludmila y que tenía el mismo apellido de Aktanaeva, y que mandaba las mismas cartas a otro hombre, y que había estafado ya a un gringo. Todas ellas, distintas y a la vez la misma, desbarataron mis ilusiones. Esfumado el amor quedaba solo hacer un artículo de prensa. Este.

Se trataba de una mafia que enviaba misivas iguales a miles de hombres en el mundo, cambiando apenas las fotos, los nombres propios y alterando datos sobre las ciudades y las direcciones. La rusa insistió en otro correo más, pero esta vez no contesté. Y no lo haría más desde entonces. Y no porque me sintiera engañado, porque también yo había mentido sin pudor. Sino porque ya tenía la nota y no tenía a mi rusa falsa. No tenía a nadie más a quién escribirle al otro lado del mundo, sin importar si alguien me leía o no. Descubrí que esa mafia de estafadores tenía su sede en Estados Unidos y robaba fotos de mujeres de Bulgaria y de otros países bálticos. Los datos los obtenían con agentes en Rusia y manejaban un formato establecido de cartas que se rotaban entre los hombres interesados para evitar que coincidieran por cercanía algunos de ellos.

Ludmila, entonces, era aire. Toda mi ilusión alimentada de mentiras se esfumaba. Su historia debía ser publicada. Y acá está. Es el fin de esta crónica y de mi feroz esperanza. Feroz, engañosa e inútil esperanza de viajar a Rusia, amar a una mujer de inglés difícil, salvarla del tedio de los borrachos que la acosaban en un bar de Tver y besarla a la orilla del Volga.

*Esta historia fue publicada originalmente en la revista Latitud, del diario El Heraldo.

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