Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

Era jueves cuando cayó del cielo (En memoria a Lina Marulanda)

Era lunes cuando cayó del cielo, un libro del escritor antioqueño Juan Diego Mejía, narra la vida y muerte de Lucía, una modelo paisa, una especie de ángel que tras su mirada expresiva disfrazaba el desamparo con la dureza, y que se debatía en silencio entre la media sonrisa y el llanto, entre la furia y la fragilidad. Casi a sus 30 años decide saltar desde un edificio y perder la vida.


Las coincidencias son dolorosas con lo que acaba de ocurrirle a la presentadora Lina Marulanda, también de Medellín, quien estaba a apenas tres semanas de cumplir los 30 años y quien desde los 12 años había iniciado una carrera de modelaje que la había consagrado como uno de los rostros más bellos del país y una de las mujeres más seguidas por las cámaras. Lina, como Lucía, salta cuando la sociedad daba por hecho que la belleza por sí sola y la añadidura de la fama debían bastarle para estar por encima de todo mal y ante todo, de todo deseo de morir.

El paralelo de la novela y de la vida real sorprende. El personaje de la ficción, como la mujer real que dolorosamente ha cobrado hoy 22 de abril su vida, es de la clase media, lucha por salir adelante, tiene como trasfondo el mundo de la publicidad y la televisión, y su belleza emblemática adorna las vallas de la ciudad. Pero Lucía, al igual que Lina, no se siente a gusto con el mundo y una insatisfacción permanente la ronda, con una obsesión por la muerte de la que nadie parece percatarse.

Cuestionada hace un par de años en un avión que la traía de regreso de Cartagena a Bogotá, Lina Marulanda soltó una frase que hoy vuelve con toda su dureza: “Estoy cansada de la fama. Quiero vivir otra vida. No sé cómo”. La pregunta que acababa de cuestionarla era si no se cansaba de las cámaras, de la vida ficticia, de los desfiles, de las alabanzas y de la adoración. Sí, asintió, sin hablar. Movía la cabeza y apretaba la boca estrecha, como tragándose una respuesta entera. En las manos sostenía aquella vez un pie de coco que había comprado para sus padres de emergencia en el aeropuerto, y tenía una bolsa de Fedco en la que cargaba un tratamiento para el cabello y un brillo ligero para sus labios. Por momentos se silenciaba y miraba por la ventana. No estaba a gusto y cargaba una honda tristeza, pero manejaba a la perfección el arte de disimular. Sin embargo, en el avión, mirando al vacío, desde los 10 mil metros de altura, dejaba traslucir su verdadera necesidad: la de soltarse, sin saber cómo; la de dejarse llevar y ser feliz, sin saber la manera.

La oficina desde la que escribo en este momento ve directamente a la ventana interior del edificio de la calle 86 con carrera 19 donde vivía la modelo, y desde donde saltó hace apenas unas horas, en un momento de descuido de todos los que dejamos de observar por las ventanas y nos concentramos en el trabajo. Las sirenas suenan y la gente se agolpa en la calle frente a su apartamento, de corte moderno y amplios ventanales. No sé nada más ni quiero saber más, aparte de esa imagen que me ronda de ella mirando por la ventana en el avión. Pienso que lo describe mejor el párrafo contundente de Juan Diego Mejía, que me hace pensar que todo ocurrió como él mismo lo dijo en el libro publicado por Alfaguara en 2008:

Nadie escucha los ruidos de unas manos delicadas que tratan de abrir la puerta de la terraza contigua que se ve a través de los vidrios. Son movimientos de ladrón tímido que corre el pasador de la cerradura y lo suelta suavemente al comprobar que está asegurada con llave. Nadie oye cuando un cuerpo cansado y triste se recuesta contra el portón. Pero unos minutos después todo el edificio se estremece y los empleados del hotel se preguntan si el estruendo que acaban de sentir será la explosión de otra bomba en los alrededores.

No fue una bomba, fue sólo una pequeña tragedia que llorarán los más cercanos a la víctima y para el resto no pasará de ser una noticia entre muchas”.

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