Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Regina vs. Oscar Wilde

Hace algunas semanas se cumplieron ciento catorce años de la muerte de Oscar Wilde. Al volver sobre su muerte es impensable no detenerse en sus juicios y posterior condena, que precipitaron la salud física y moral  del irlandés.

Wilde murió en París en bancarrota y pobreza absoluta apenas tres años después de haber cumplido su condena de trabajos forzados en la cárcel de Reading por los delitos de sodomía e inmoralidad. Esta condena supuso un doble revés en su vida. Tres semanas antes del comienzo del juicio él mismo había estado en el estrado de los acusadores, defendiendo su honor de las acusaciones de Lord Queensberry quien, en una tarjeta que le había dejado con el portero del club Albermale, había escrito “Oscar Wilde, ostentoso somdomita [sic]”* Fue tal la defensa presentada por Edward Carson, abogado de Lord Queensberry, que se logró establecer no solamente que la acusación de Lord Queensberry era verdadera (es decir, que Wilde alardeaba o se comportaba como un sodomita), sino que le dio suficientes motivos al gobierno inglés para, tres semanas después, acusarlo formalmente de sodomía e inmoralidad.

Las cosas fueron más o menos así: Wilde había conocido al hijo del Marqués de Queensberry, Lord Alfred Douglas, a quien llamaban Bosie, hacia mayo de 1892. Para Wilde, quien era entonces conocido como “el apóstol de lo Bello”, este encuentro resultó fundamental no solo para sus propias convicciones estéticas, sino para sus propias derivaciones artísticas (no se puede componer nada bello si no hay una fuente de amor que lo sostenga). Lord Quensberry, atendiendo a los rumores de que Wilde y Bosie habían sido expulsados del hotel Savoy por conducta “repugnante” (léase sodomítica), tomó el papel del padre que debía hacer hasta lo imposible por alejar a su hijo de estas perversas influencias. La acusación de “alardear de sodomita” le resultó perfecta: obligó a Wilde durante el juicio a no solamente defender su postura estética (que él mismo no diferenciaba de su vida social y cívica) sino a su propio abogado, Edward Carson, a esculcar en el pasado promiscuo del dramaturgo. El alegato de la defensa fue fulminante: no solamente se acusaba a Wilde de haber creado personajes sodomíticos (Lord Henry Wotton, Basil Hallward y Dorian Gray) sino  también de haber mantenido relaciones homosexuales con más de diez hombres. El resultado fue que Carson convenció al jurado de que Wilde había sido el Lord Henry que había seducido a Bosie, una versión real de Dorian Gray. ¿Qué jurado no hubiera exculpado a un padre que estaba al tanto de esto?

Merlin Holland, nieto de Wilde, quien hacia 2003 publicó la versión más completa hasta el momento de estos juicios, dice que si pudiera preguntar una sola cosa a su abuelo, sería una pregunta que bien compartiría cualquier conocedor de la obra y vida de Wilde: ¿por qué? ¿por qué acusar a Lord Quensberry de calumnia y difamación, si los resultados del juicio eran más que evidentes? Wilde ignoró no solamente los consejos de sus amigos de huir a Francia al ver lo que se venía, sino también el mero hecho de haber sido uno de los autores que, a través de su “nuevo hedonismo”, más se jugaban el pellejo si se encontraba acusado de inmoralidad. No me refiero únicamente a los fragmentos omitidos de la primera versión de Dorian Gray, en los que se aprecia un amor abiertamente pasional del artista Basil hacia Dorian Gray (“…te adoré de una manera desmedida, extravagante, absurda. Sentía celos de todos los que hablaban contigo. Quería tenerte sólo para mí. Sólo era feliz cuando estaba contigo.”) También me refiero a las cartas que él le había escrito a Bosie y que fueron leídas y analizadas durante el juicio. La frase epistolar que lo condenó no deja mucho a la imaginación para alguien que defiende el orden moral y social de un país: “…esos labios rojos de pétalo de rosa tuyos sirvan tanto para la música de una canción como para la locura del besar… Tu alma esbelta y dorada se mueve entre la pasión y la poesía.”

¿Por qué prestarse a tal encerrona moralista e hipócrita, si había tanto en juego? Es indudable que hay elementos que fueron inocentemente ignorados, pero también es verdad que puede haber una razón estética de fondo, entendiendo “estética” como la férrea convicción de que en el plano real de la sociedad, aquél sustentado por la observancia legal y jurídica, hay espacio para los ideales y lenguaje artísticos. Esta pudo haber sido su gran apuesta. De pronto Wilde pensó que no habría mejor escenario que el jurídico para defender abiertamente sus posturas estéticas. Y es bajo este lente que sobresalen algunos de los elementos más interesantes del férreo interrogatorio que Carson le hizo a Wilde el 3 y 4 de abril de 1895.

Mientras más intenta Carson de hacer aceptar a Wilde que las cartas a Bosie son inmorales, más se afianza Wilde en la proclama de que son “hermosas”; mientras más le pregunta acerca de la inmoralidad de Dorian Gray, más le responde que los libros no son morales o inmorales, sino que están bien o mal escritos. Todo cuanto ya había argumentado en sus piezas literarias, ahora lo repetía sin arrepentimiento ni vergüenza frente al juez y el jurado. El estrado, ese escenario súbitamente convertido en dramático, fue uno de sus mejores telones para representar aún sin saberlo su propia tragedia.

Cuando Carson le pregunta acerca de haber “adorado” a Bosie, Wilde le contesta que prefiere la palabra “amado”, por ser algo “superior”. “Dejémonos de elevaciones —le contesta en el acto Carson—. Manténgase al nivel de sus propias palabras.” ¿Cuál es este nivel? Aquél que nunca encontrará comprensión o complicidad cuando se utiliza en un espacio en el cual deben prevalecer las conductas honrosas proclamadas por el gobierno victoriano de la época. Los juicios a Wilde ponen en el escenario el choque de dos lenguajes y sus consecuentes planos de realidad: el artístico y el legal, que en momento alguno logran encontrar puentes comunicativos. Wilde y Carson nunca lograron comunicarse. Wilde lo supo, e intentó jugárselo a su favor: en más de una ocasión buscó la complicidad del público haciéndolo romper encarcajadas tras algunas de sus respuestas. Pero no contento con esto, acusó a Carson de leer muy mal en voz alta cualquier pieza poética por no tener carácter de artista. Éste no vaciló en sentenciar —y se trató de una sentencia que hipócritamente muchos presentes corroboraron, y que quedó en la conciencia artística de la época: “A veces, cuando le oigo declarar, me alegro de no serlo.”

En una de sus últimas cartas, Wilde le escribió a un amigo que “a pesar de lo que mi vida haya sido en términos éticos, siempre ha sido novelesca —y Bosie es mi novela. Mi novela es por supuesto una tragedia, pero no por esto deja de ser una novela.” Durante su libertad, su juicio y su prematura muerte, Wilde siempre se encargó de encumbrar esa gran máxima suya de difícil contradicción: “La Vida imita al Arte más que el Arte a la Vida.”

 

(*) El original en inglés reza “Oscar Wilde –posing somdomite [sic]”

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