Por: Laura María Rincón Arteaga
Vivía en paralelo con él, separada por una delgada e infranqueable pared por la cual le veía, le escuchaba, le quería, pero solo recibía el frío amor de un pedazo de vidrio.
Lo veía a través del cristal como se ven las estrellas más bellas.
Anhelaba cruzar el espacio-tiempo que los separaba, llegar a él y derretir cada fibra de su frío corazón.
Ya ella se había derretido ante su presencia como en un sueño, pese a que él vivía en una dimensión donde el amor no finales ni comienzos.
Si pudiera romper el cristal de sus pensamientos, si conociera qué son los sentimientos, si pudiera liberarle de las cadenas que le atan al otro lado de la fría pared de vidrio, lo halaría para que se marchara en la nebulosa de sus pensamientos.
Podría descansar con el color de sus ojos y despertar ante la cercanía de sus labios.
Se perdería en un mundo de sensaciones con la idea paciente de que aquel sueño no terminara jamás, porque a fin de cuentas, eso era lo que hacía: soñar mientras dibujaba formas sin sentido en aquel frío y nublado vidrio.
Sin más remedio, seguía soñando frente al cristal, sonriéndole con diversión y una gota de picardía a él y a la vida que desconocían y jamás podrían llevar.
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