Por: Adriana Patricia Giraldo Duarte
Me dijeron que el tiempo sería implacable con los resultados. Que debía anticiparme, corretearlo y buscar escabullirme para que no acorralara mis sueños diarios.
Me dijeron, como a todas, que primero había que responder a las obligaciones. Que los tiempos para contemplar el paso del reloj tenían que reducirse cada vez más, y que detenerse al calor de tu mirada podía ser penalizado.
Y de repente, cuando tu alma se acercó, me trajo esos segundos tan valiosos, me acompañó al compás de miedos que se evaporaron y que cambiamos de a poco, por besos y caminos para mirar estrellas al lado de una nueva playa.
Cuando los reemplazaste por seguridades, por mensajes que intuía me pertenecían, viniste a destapar detalles magistrales que me fuiste contando al oído, cuando a alguien le dijiste lo que me gustaba.
Me quitaste el peso de ese silencio del tiempo, del afán de la mañana para las exigencias ajenas y me devolviste la fe en las respiraciones pausadas, en las libertades que no pueden contabilizarse.
No tenían razones precisas, pero nos inyectaron en las venas un aire temeroso de soledades.
Y tu llegaste, mi guerrero de abrazos, señalaste un nuevo horizonte, la risa del día después, otros prismas con el único argumento válido: el amor capaz de sentarse a la orilla del mar para respirar en tus ojos el alma limpia que me das, sin razones precisas, para que yo vuele.
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