Lloronas de abril

Publicado el Adriana Patricia Giraldo Duarte

Horizontes de la memoria

Adriana Patricia Giraldo Duarte

Piso 16. Alpujarra. Medellín

Si uno sufre de la manía femenina de adelantarse a los acontecimientos, la desconfianza aparece en forma de corrientazos que resbalan por la espalda.

Es un ardor que abre y cierra horizontes, que limita los sueños matutinos hasta acomodarte dos y tres veces. Se disfraza de un equilibrio pasmoso y viene de repente en las tardes de tímidos rayos de sol, tan inconsistente como el pasado, tan brutal como el deseo de futuro que quieres albergar en los siguientes minutos.

Te despierta en el mundo de los vivos obligándote a caminar. Te hace parar de la silla porque buscó turno desde la noche anterior y fue tu racionalidad lo que no la dejó acudir.

Advierte que es mejor devolver el tiempo y aferrarse al miedo de su aliada inconfundible, la incertidumbre. Señala y predice que los pasos que te llevaron al piso número 16 de Alpujarra, traerán un universo de insatisfacciones difíciles de sanar.

Las dos dialogábamos de vez en cuando. Aparecía en forma de miradas intimidantes, me hablaba al oído para no caer del sueño, mientras yo me aferraba al mensaje divino que ardía en los poros de mi espalda.

Hasta ese momento en el que me obligaron a estar en el banquillo, no concebía la vida estática. Mi mente siempre andaba conectada con el mundo real, con el de las noticias que esta esta vez me convertían en protagonista de titulares de diario local, de periodismo acomodado, de letras armadas para dar batallas en una sala de redacción, contra la hora del cierre y en plena quincena.

Pronto dejamos de llamarnos capturados, para ser los imputados de un sistema que admite errores como mecanismo de defensa, pone bárbaros fiscales para dar continuidad al show, se plaga de poderes admirados y limitados, según el caso, según el paciente, según el nivel.

Ahí estábamos los 12, en una sala de audiencias, enfrentándonos a demonios propios, observados por nuestras familias, los únicos apoderados que saben realmente el valor de los pasos caminados.

Los enemigos anónimos nos convirtieron pronto en desafiantes de una realidad que absorbió con rapidez el hedor del sótano donde las ilusiones se convirtieron en rayones negros de pared.

Los ojos de la mayoría captaban los cables del cielo, los pitos afanosos de las ambulancias, los gritos angustiantes de los desconocidos. Mi postura ampliaba el rango visual, hasta permitirme casi tocar el ondear de banderas verdes y blancas de la ciudad que anhelé conocer en otras condiciones, y el estacionamiento de bicicletas azules que solo me daban ganas de pedalear, a pesar de que siendo chica nunca aprendí a montar.

Sabía que era mejor no desconcentrarme. El frío de la espalda volvía y los ojos cómplices de algunos captores no daban tiempo para el pestañeo.

Entendía a sorbos que nada ni nadie puede ahogar tu libertad. Mientras los extraños la discutían, tenía tiempo de revisar el cuadro que a lo lejos cautivaba mi presente.

La pintura se desteñía sobre la pared superior de un viejo edificio. Le faltaba color para dejar ver una pareja de campesinos mirando el punto que los llevaría al nuevo lugar que señalaba él con la mano izquierda.

En el proceso, los abogados sustentaban mi arraigo familiar, social, académico y laboral a la Armenia que siempre ha sido mi refugio. La imagen se confundía con los cables del tren que en Medellín vuela por los aires y la pintura volvía a remitirme a los sueños de los matrimonios que huyen de sus propias insatisfacciones.

El dedo del hombre señalaba el futuro. Aunque no lograba percibirlos con claridad, los ojos de la mujer estaban llenos de duda y de angustia. La mía era tanta que no me preocupé por establecer qué cargaba en sus manos.

Supuse que se llamaba Eloísa.  La nombré cercana, para que me acompañara. Ella en la pared, inconsciente; yo en la vida, viva y adaptándome al golpe de la desilusión, permitía que en la noche nos uniéramos, previa del sueño, en un código femenino difícil de olvidar.

Conversábamos como viejas amigas antes de dormir. A veces necesitas alguien extraño que no juzgue, que evalúe los hechos con un equilibrio diferente.

A los reales, lo único que les pedí fue que me trajeran algo de literatura, para comprobar que los libros llegan a nuestras manos como señales cautivantes que muestran el camino.

Me encantan las columnas semanales de Héctor Abad F. en El Espectador, aunque confieso que nunca he leído uno de sus libros, así que cuando llegó Traiciones de la Memoria, lo sentí como un bálsamo, como un premio a la espera, como una inyección de penicilina para el alma.

Y ahí estaban. Para iniciar, dos hojitas con una gran reflexión sobre el tiempo eterno, sobre cómo recordar es no estar seguros de rememorar o de inventar; sobre el presente como una realidad inmediata, trivial, consistente, dura; sobre el pasado como «un cuchillo sin hoja al que le falta el mango», la imagen de Aforismos, del escritor alemán Georg Lichtenberg;  y sobre el futuro como conjeturas que pasean neciamente por nuestra cabeza.

Mis noches eran más llevaderas con la compañía imaginaria de Eloísa, y el avance de la historia de Héctor Abad. Todo era un asunto de confusiones, de rescate, de desmemorias, de reconstruir la imagen de cielo en la que aparecía la pintura desde el piso 16 del edificio donde pasábamos el día.

En todo momento pensé que la obra había sido pintada por una mujer. Ocho días después, al llegar a casa, el rastreo periodístico me permitió establecer que fue pintada en 1913 por Francisco Antonio Cano. La llamó Horizontes, aunque primero la nombró Familia. Las dos palabras tienen gran valor para mí.

Se la encargó el gobierno de Antioquia para celebrar el primer año de independencia del departamento, y cuando fue rifada, la suerte persiguió dos veces a su amigo, el Presidente Carlos Eugenio Restrepo, quien terminó cediéndola al Museo de Antioquia.

105 años después, ahí estábamos, la mujer y yo, esperando la vista y señal del Horizonte. Ella, cargando el hijo que nunca vi con claridad desde las alturas, y yo, repasando la soledad impuesta a los míos, mientras anhelaban el regreso.

Como la pintura, la obra de Abad también me daba pistas sobre el pasado, el presente, el futuro. Con fotos, recuerdos y documentos, finalmente él estableció que Jorge Luis Borges fue quien compuso el poema que llevaba su padre en el bolsillo el día que lo asesinaron.

Borges, el amigo obsesivo del tiempo, el ambicioso, el imprescindible, el revelador de claves enigmáticas, el hombre que me mantenía viva en la imagen del tiempo como instrumento que le da valor a la existencia.

Un texto, una pintura, un tiempo de preocupación inquietante, donde el flujo del reloj me distraía al pensar en Elegía del Parque…“Si no hubo un principio ni habrá un término, / si nos aguarde una infinita suma / de blancos días y negras noches, / ya somos el pasado que seremos”.

Y de repente, Borges, y Eloísa y Abad me salvaban del tedio del tiempo de los muertos, como el reloj de arena que todo lo arrastra, como la noche cíclica que trae el amor.

Me trajeron la calma, me invitaron a despedirme del anuncio de los minutos, de las imágenes del eterno retorno, hasta entender que no hay retrocesos que sean infinitos, sino esperanzas que siempre nos permitirán volver a creer.

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