Lloronas de abril

Publicado el Adriana Patricia Giraldo Duarte

Hielo y fuego

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A sus besos les faltaba pasión y a sus caricias fuego. El fuego que a mí me recorría, que me sobraba; el que se desperdiciaba si estaba con él.

Él me llenaba de caricias suaves, dulces, tiernas, de un amor infinito palpable en el aire. Me hacía sentir como lo que no era, comportar como una versión demasiado buena de mí misma, demasiado falsa para ser real.

Yo estaba entre sus brazos, dejando que todo fuera, esperando que algo surgiera, deseando vivir sin saber que esa era una forma calmada de dejarse amar.

Él, intentando deshacerse de mi razón y conciencia, lograba dar un paso adelante ganándome la partida.

Yo, deseando descubrir tantas partes de su geografía de formas distintas a los fríos métodos utilizados que me aburrían y en vano, me desesperaban.

Deseaba incendiar la lluvia, no quería helar el infierno, no tenía prisa pero buscaba ir más rápido, aunque él odiara el fuego, el calor que me faltaba, el ingrediente a su receta, lista con el último desbroche de mi vestuario y unos suaves dedos entre las montañas que no eran mis pechos.

Aun así conservaba mi conciencia, mi voluntad y mi razón.  Mi corazón estaba guardado entre sueños pasados.

Me sentía culpable por sentir y desear lo que no podía esperar.  Culpable por jugar con el deseo de otra persona, cada vez que evitaba temerle, como si se tratase de un monstruo.

Mi cordura me obligaba a apartarme, mientras una parte de mí quería quemarse con el hielo que desprendía su ser, porque sabía que de alguna forma él estaba ardiendo por dentro.

El hielo puede quemar tanto como el fuego.

Lo supe cuando el agua empezó a invadir mi cuerpo para congelarme como si deseara ahogarme en el hielo que raspaba mi cara y bajaba por mi cuello, la espalda a la que le hacía círculos sin fin alguno mientras me apoyaba sobre el cuerpo helado más resistente al calor que ardía en mí, al que ya me había acostumbrado y que por primera vez estaba dispuesta a hacer a un lado para descubrir nuevos caminos helados por los años.

Incesantes, las olas del mar movían el barco de mi vida, excepto por aquel horrible sonido traído del infierno para devolverme a la realidad.

El hielo al que ya me estaba amoldando crujió como crujen los demonios al ser molestados.  Bufé, como la gente consciente que levanta su cordura para que no regrese, dejando un cuerpo pálido al cual regresar, porque después de todo hasta el fuego puede acostumbrarse a las frías, incesantes y suaves caricias del hielo con la esperanza de que algún día experimente una forma más ardiente de amar.

 

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