La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

La ilusión ortográfica

Existe esta opinión, muy difundida, de que hay algo así como un uso correcto del español–de que, por ejemplo, la expresión ‘haiga’, a diferencia de ‘haga’, «no existe» (dicen muchos), o de que ‘enchufle’, y no ‘enchufe’, está mal dicho. Esta concepción del español se suele aderezar, como quizá sea natural, con una alta estimación de lo que pueden, y deben, hacer las diferentes Academias de la Lengua. Pues si bien es conveniente que el español, se admite, posea cierta flexibilidad para asimilar la influencia de las diferentes culturas que terminaron por adoptarlo e imprimir en él su sello propio, este impacto debe ser atemperado por las doctas manos de los gramáticos y filólogos que conforman las distintas Academias y que, con su trabajo, contribuyen a que el orbe hispanohablante no se hunda en el caos que alguna vez reinó en las míticas tierras de Babel.

Esta visión de las cosas, por supuesto, además de romántica, es falsa y, creo, potencialmente nociva para el florecimiento de la lengua española. No que yo piense que el español no esté caracterizado por ciertas regularidades sintácticas, fonológicas, morfológicas, etc., que hacen posible que, en Argentina o en Cuba, logremos entendernos sin la (permanente) necesidad de acudir a un diccionario o de pedir explicaciones. Pero no nos equivoquemos: estas regularidades no son leyes eternas inscritas en el firmamento de los gramáticos, sino simplemente patrones de uso que dependen, para su existencia, de la continua cooperación de los individuos que hemos asimilado la (mal) llamada «lengua de Cervantes». Esta dependencia explica (entre otros factores) el que, a través de los años, el léxico, la ortografía e incluso la sintaxis del castellano hayan cambiado a tal grado que hoy nos sea imposible leer El Cantar del Mío Cid en su versión original. Las necesidades lingüísticas de los usuarios del español, naturalmente, van transformándose con el correr del tiempo. Una lengua que no sea lo suficientemente dúctil como para satisfacer estas cambiantes exigencias–y por tanto para transformarse a sí misma–cae en desuso y, como resultado natural de esto, termina por fenecer.

Por esta razón, creo que se equivocan quienes sostienen que la corrección del español depende de algo diferente de su habilidad para facilitar la interacción entre las personas, así como creo yerran quienes creen que existen parámetros que establecen que decir o escribir ‘haiga’ o ‘enchufle’ está mal en cualquier circunstancia. Estas locuciones, en muchos de los contextos en los que son usadas, permiten que el intercambio de información entre las personas fluya de manera adecuada, pues si no lo hicieran, es muy probable que tales expresiones no serían empleadas. (Casi) nadie dice (en el DF o en Bogotá) «voy a yantar», no porque haya algo intrínsecamente malo o feo en ello, sino porque hacerlo conllevaría el fracaso de ese acto de habla: nadie entendería qué se está queriendo decir. Por tanto, insistir en la incorrección de ‘haiga’ o ‘enchufle’ basándonos en el hecho de que estas expresiones no se encuentran consignadas en el (inevitablemente siempre desactualizado) diccionario de la Real Academia de la Lengua no sólo revela una incomprensión profunda del propósito último de un lenguaje, sino que incluso puede llegar a manifestar (como creo en muchas ocasiones, aunque no en todas, sucede) un esnobismo un tanto ridículo, ligado al muy latino amor por la conservación de las formas y a la fobia de la libertad que con tanta frecuencia se encuentra asociado a este amor.

No obstante, es probable que algunas personas piensen que este criterio de corrección lingüística, netamente pragmático, puede volverse en contra mía. Estas personas, quizá, me dirán: «Pero Javier, hay ocasiones en las que un error ortográfico o gramatical puede conducir a serias incomprensiones, a graves estancamientos del tráfico comunicativo. Qué acaso estas situaciones no justifican la existencia de una autoridad que establezca lineamientos para determinar cómo decir lo que se quiere decir?»

Pues no, no creo que la justifiquen. En realidad, las incomprensiones causadas por una mala ortografía o una mala dicción suelen ser mucho menos serias de lo que mi hipotético objetor quisiera (con malicia?) pensar. En una gran mayoría de casos, cuando nos encontramos ante usos del español que no se adecuan a nuestros parámetros de corrección, es el contexto en el cual se inscribe nuestro intercambio lo único que debemos tomar en cuenta para determinar cuál es el significado que nuestro interlocutor da a sus palabras. Y en la eventualidad de que el contexto no nos proporcione esta ayuda, todavía podemos echar mano de la interpretación que maximice la racionalidad de la persona con la cual interactuamos (esto es, a la más caritativa). No niego que puedan existir situaciones en las que estas maniobras hermenéuticas resulten infructuosas. Pero éstas, me parece, son tan raras (consulte su experiencia personal!), que apelar a ellas para justificar la existencia de una institución como la Real Academia de la Lengua me parece tan ocioso como apelar a la divergencia que podemos llegar a encontrar en la apreciación de ciertas tonalidades cromáticas para justificar la existencia de una Real Academia del Color.

En cierto sentido, se puede comparar una lengua con una especie biológica. La mayoría de los especímenes (hablantes), a vista de pájaro, presenta similitudes que nos pueden hacer pasar por alto las divergencias (idiolectos) que, considerados con mayor atención, cada uno de ellos exhibe. Estas peculiaridades, en los nichos dinámicos en los que los hablantes nos desenvolvemos, tienen a su cargo la importante tarea de promover el éxito adaptativo de nuestra lengua. Este éxito, pues, no consiste en la simple transposición monolítica de un rasgo o conjunto de rasgos del pasado al futuro; para pervivir, es crucial que una lengua, tanto como una especie, se transforme. Por consiguiente, si quienes pretenden ceñir al español el apretado corsé de sus pre-concepciones tuviesen éxito en su empeño, lo único que conseguirían sería, de hecho, asfixiarlo. Por fortuna, éste no es el caso, y el futuro del español no yace en las manos de los doctos gramáticos de Academia alguna, sino en las manos de la gente que está allá afuera y que hace del español algo más que una bonita pieza de museo.

@patonejotortuga

 

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