En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Viajes espaciales, viajes temporales

La mirada del viajero
mazamorral batalla

Me dice que su bisabuelo fue enterrado en un ataúd con forma de caracol. Me dice que el ebanista que lo hizo, realizó varios muebles de la casa y una cruz que le envío de Colombia a Roma al papa y de cuya constancia de recibido tenía una carta firmada por un cardenal. Me dice que a un tío suyo lo mataron en un pueblo de Boyacá por gritar vivas al partido liberal. En el entierro atacaron a los hermanos del muerto y una bala le dio a uno. Se tiró al suelo y se revolcaba gritando “Me hirieron, me hirieron”, en la angustia extrema. Pero no lo hirieron: la bala le dio en una medalla de la virgen de hierro que llevaba al pecho. Me dice que en un viaje de etnografía con la Universidad Nacional escapó y fue solo al Pueblo Blanco en el Tolima para ver la hacienda de su bisabuelo. Cuando llegó al pueblo de sus antepasados, todos lo miraban como forastero. Quiso quedarse en la estación de policía, pero no lo alojaron porque era estudiante de la Universidad Nacional; entonces le dio un puño al comandante para que lo metieran preso. La hacienda se llamaba Berlín y ocupaba tres montañas y había que ir cuatro días a caballo para atravesarla. Su bisabuelo se dedicaba a arriar cerdos, 400, del río a la cordillera, y al café. De la hacienda, que atravesaba El cañón de las hermosas, solo queda una vereda, llamada Berlín. No hay rastros del primer apellido del ancestro. Solo del segundo. Parientes tan lejanos como si fueran titanes. Su bisabuelo se llamaba Severo. El que fue enterrado en forma de caracol por el tiro en el estómago. Su abuela Pilar era como una estatua de piedra, siempre contemplativa como si la invadiera la beatitud. Volvió a Bogotá en autoestop y esa fue la gran aventura de su vida.

Seguimos haciendo el camino real hacia el alto del Mazamorral, escenario de una de las batallas más sangrientas de la guerra de los mil días. El camino borrado por los tractores. El camino de los abuelos, de los conquistadores, de los indios, del gobierno, de los guerrilleros del novecientos, y ahora de nadie porque no quedan caminantes. Fragmentos de cerca de piedras orientadas una vez por los galeotes, ahora desordenadas. Trabajos de romanos, trabajos que ya nadie sabe quién realizó, como los millones de ladrillos de Bogotá hechos por niños que trabajaron como burros en los Chircales.

Vi árboles barbados por un musgo de la sabiduría que crece un centímetro al año, y los medí y debía tener casi un siglo de estar creciendo. Saludamos a un niño de nueve que era feliz porque no tenía nociones del tiempo: anunció con una risotada que  Guateque, un pueblo desaparecido, estaba a un minuto de camino. Me paré en la piedra donde descansó el libertador. Vi el toro manso y los ángeles que guían a los muertos y el de la trompeta que anuncia la resurrección el día del juicio. Vi un león, todo cabeza, como una esfinge en la plaza (¿una insignia de logia?), y vi la iglesia que ocupa la mitad del pueblo. Vi una mujer que debí conocer en otra vida porque reconocí su cabellera y ella también me reconoció. Vi a una familia confundir a su bebé entre otros niños. Un perro nos persiguió ladrando trescientos metros. Un burro espantó su soledad caminando con nosotros. Recuerdo los pozos de pescado excavados sobre el camino del gobierno; y el anciano con la cantina a la espalda que se detuvo a vernos cuando yo me detuve a verlo, me hizo pensar en la desconfianza proverbial de los vecinos ante el forastero. ¿Qué era ese portón de tapia y esa casa desmoronándose y resistiendo las retro-excavadoras y ese halcón suspendido entre los pinos como mirándonos, como si la fuerza de gravedad fuera solo un invento?

En Santa Sofía, mientras tomamos una cerveza y recuperamos el aliento, Iván me cuenta la historia de la tumba de su bisabuelo: una cripta con una pesada losa donde está sentado el último descendiente que será fin de estirpe. Hablamos de las herencias de los antepasados, de lo que nos dejan, de lo que nos roban, de cómo nos manipulan desde la tumba, de lo que pesa esa losa. Me dice que el mejor cementerio del mundo es el de Subachoque. Le digo que le cementerio donde quiero que me entierren es el de Guasca, porque quien me visite tendrá un gran paseo. Además es un lugar sagrado. El sitio de El Dorado.

Pienso en ese viaje. Un viaje sencillo por un antiguo camino de piedra. Vi tantas cosas en el camino de Puente Nacional a Santa Sofía que lo recordé todo mientras en un salón de la Feria del libro de Bogotá estaba escuchando a Sergio Chejfec hablando de los viajes temporales y espaciales: “lo importante es que la mirada del viajero se identifique con el tiempo en que vive; porque si ve el medioevo, es que en su pensamiento todo es medieval”. El moderador cerró la noche de viajeros con una conclusión cantinflesca: “Espero que su respuesta haya quedado preguntada”.

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