En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Seis meses más de vida

Cuando se enteró de que tenía cáncer solo quiso saber una cosa sincera en boca del médico: cuánto tiempo le quedaba de vida. El médico le dijo, rotundo, que no más de seis meses. Entonces abandonó su trabajo, tomó un avión y se fue a la isla de San Andrés a tres cosas: beber, bailar y pichar antes del fin inexorable. Un hombre lo reconoció en la isla. «Yo lo he leído a usted. Yo también escribo. Cuente conmigo para lo que sea.»

Entonces solía ir al amanecer a casa del isleño para beber en su compañía el café mañanero que era el que más le gustaba del día. Almorzaban juntos discutiendo de literatura a gritos en el bufette de un hotel que ofrecía un amplio muestrario de toda la mejor comida del Caribe por un precio fijo. Y en las tardes empezaba a beber temprano para estar a gusto en las terrazas observando los últimos atardeceres de su vida.

Las noches las dedicaba a bailar en las terrazas, compensaba el mareo con cocaína y se iba con alguna de las mujeres de pechos prietos y nalgas duras que fue conociendo por mediación del último de los amigos desinteresados que tuvo.

Toda la alegría que derrochó en esos días estaba rodeada del gran misterio por venir y de ese enigma: era lo último que haría, los últimos cafés, las últimas cervezas, el último ron, las últimas mujeres, las últimas conversaciones de libros sobre libros que habría para él.

Se sentía viviendo un cuento de su autor favorito, el joven audaz en el trapecio, donde en lugar de quemar los libros el escritor escribía sobre la alegría de comer y estar abrigado mientras se estaba muriendo de hambre y de frío. De lo que había sido su antigua vida le llegaban noticias. De sus dos mujeres y de sus hijos eran las únicas que le interesaban. Pero ya no quería dar explicaciones, ni hacer más amargo el desenlace para una esposa que se había esmerado en acompañarlo por la vida y que se había convertido en la viuda del celebre escritor desde el mismo momento en que se fijó en él y en el mismo momento en que él tuvo el primer dolor de cabeza y el primer desmayo inexplicable. Solo la llamaba para oír la voz de su hija menor.

El isleño que le enseñó el lugar del mejor café y el mejor bufette y las mejores discotecas, se presentó un día también con otro amigo. Bebieron y cantaron lo mejor del repertorio hasta que el recienvenido ganó la suficiente confianza para decirle que era un enviado especial de su jefe y de su esposa. Lo habían contratado como una especie de detective privado con una única misión: convencerlo de hacerse un tratamiento de última tecnología en un Hospital de Nueva York. Su jefe pagaría el vuelo charter, la estadía y el tratamiento en el Memorial-sloan Kettering cáncer center. La verdad era que sabía, como psicólogo, que aquella misión era un consuelo para condenados y una pendejada, porque nadie cambiaría un hotel en una isla caribeña por un hospital en Manhattan a sabiendas de que está desahuciado. Pero que estaba allí porque su mujer había llamado a su jefe, le había dicho llorando que su marido se le había fugado a la isla de San Andrés y que iba enfermo de muerte. El jefe, además de ser jefe, era el mejor amigo que podían haber tenido los dos compadres en la vida y no se perdonaría el no haber confiado en la ciencia la salud de su mejor amigo. Entonces, sorpresivamente, reventó la copa contra el piso de la terraza, miró la inmensidad del mar y le respondió que sí, que aceptaba ir a Nueva York pero solo pedía a cambio que lo dejara oír completa aquella canción de amor.

De manera que viajó a Nueva York y alcanzó a ver los rascacielos desde el aire y la bahía y la estatua y los puentes de aquella ciudad donde había vivido en 1949 cuando estudiaba periodismo y recordó los bares y las librerías y el lugar de Harlem donde oía tocar el contrabajo y solía ir para ver de lejos a William Saroyan rodeado de celebridad y de mujeres de nacionalidades indescifrables. La primera semana recibió en el hospital la visita de su esposa, dos de sus hijos, de su jefe y de sus amigos más queridos.

A todos los reconoció y les habló de las cosas de siempre y recibió el primer ejemplar de su último libro de cuentos. Pero ellos lo miraban como si no lo reconocieran. El hombre que les hablaba desde la cama había perdido todo el pelo y estaba en la tercera parte de su peso corporal. Murió solo quince días después de haberse internado en el hospital, con el único remordimiento de no haber escrito y vivido toda su vida con el mismo empeño que se impuso en aquellos, los seis meses más fiesteros de su vida.

(Conozco al amigo que lo recibió en la isla de San Andrés, dijo, por si acaso yo quería saber más detalles de cómo habían sido exactamente esos últimos meses secretos. Pero luego me preguntó si yo hubiera hecho lo mismo. Supongo que no hablaba del retiro, sino de la actitud ante la fatalidad. Pensé que el sentido cambiaba si se veían esos seis meses como un don y no como una pérdida. Pero le confesé que yo no era tan valiente ni tan buen escritor como él lo había sido.)

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