En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Parque del agua

Buscaba una ducha porque llevaba quince días sin tocar el agua. Le dijeron que había una casa cercana, donde cobraban solo 200 pesos por bañarse. En la calle le dieron una moneda de ese valor. Fue a ducharse en aquel corredor largo y estrecho con habitaciones sin puerta. Mientras caminaba veía los cuartos de donde salía el olor de la marihuana y otros olores irreconocibles para ella. Había voces de niños, pero en la penumbra era difícil verlos jugar. La ducha tampoco tenía puerta. Era apenas una tela rota corrediza. Del otro lado había el resplandor de una teja refractaria que despedía una luz estrangulada. Se sentía observada. Tenía los pies ampollados de los 800 kilómetros que recorrió caminando en siete semanas. Los zapatos de tela no resistieron  y tenían agujeros en ambos talones. El agua de la ducha estaba fría al menos, para refrescarse de ese calor que parecía estar en todos lados. Adaptarse consiste principalmente en eso: abrigarse cuando hace frío y refrescarse cuando hace calor. Cuando cruzó el primer páramo de su vida nadie la habló antes del frío extremo, de los labios morados, del temblor involuntario, nadie le dijo que la temperatura caía en las noches bajo cero. No había escuchado tampoco esa palabra en su vida: páramo, hasta que vio desmayarse de hipotermia a una que venía embarazada y que poco después perdería el bebe en el camino del páramo. Pero lo más duro fue enterarse de que había otro aun por cruzar en su camino si seguía a Bogotá y dos más si iba por Cali. Esa mañana un hombre se acercó a repartir comida en el Parque del Agua y una familia trajo ropa de segunda para regalar entre los que pasaban la noche a la intemperie. Ella se quedó con una chaqueta de jean que acaso podía servirle para abrigarse en los 3 páramos que debía cruzar antes de llegar a la otra frontera. Otra de las que venía en el grupo aceptó la ropa del donativo, aunque nada de aquello le gustó. Planeaba tirarla a la basura cuando la familia se fuera del parque. “¿Por qué vas a tirar la ropa?” “Porque no me gusta”. Buscó entre las prendas que la otra iba a tirar y rescató un pantalón de hombre para poder cambiarse el que llevaba puesto y poder lavarlo en la ducha. Ya en la ducha lavó el pantalón con el jabón de manos que se deshacía en la lata de sardinas con agujeros que servía de jabonera. Entonces se sintió observada.  Había un punto de luz en el agujero negro de la habitación diagonal al baño. Era la braza de un cigarrillo de marihuana. Cerró los ojos y se enjabonó la cara y el pecho. Era medio día. De algún lugar llegaba el sonido de la radio. A esa hora pasaban aquel programa de confesiones en que la gente llama y cuenta una decepción amorosa y se somete al escrutinio público. Luego nueva gente llama y dictamina lo que la persona anterior debe hacer para solucionar su problema amoroso. Una suerte de justicia popular o de oráculo colectivo, donde gente exhibe su vida privada a gente que la condiciona y se siente juez como si la radio fuese una suerte de oráculo colectivo y como si tuvieran conocimiento suficiente para aconsejar al prójimo. Mientras se bañaba, llamó una mujer. Dijo que su marido la buscaba con violencia. Dijo estar embarazada. Llamaba porque no sabía si acceder a las peticiones, o mantenerse distanciada. Desconocía las razones de la agresividad carnal de su marido. Luego llamó un hombre. Había descubierto que su mujer se acostaba con el vecino. La mujer había huido el día anterior, porque la cuñada le alertó que él ya los había descubierto. Se fugó para refugiarse en casa de su cuñada y protegerse así de la venganza y el vecino tampoco le daba la cara para responder al reclamo. Estaba herido y quería herir. Para dar consejo llamó un hombre. La locutora lo interrogó sobre los dos casos. El hombre le dijo a la mujer del primer caso: “Yo le voy a aconsejar que acepte los deseos de su marido porque ahora hay venezolanas de sobra en la ciudad y están bien bonitas”. Y al hombre cornudo le aconsejó: que deje ir a la traidora, y que le agradezca al vecino por haber puesto en evidencia a esa mujer que no le convenía, y por último, le aconsejó que mejor viva solo y que recurra a las venezolanas que está llegando por doquier a la ciudad. Volvía a aclarar que eran bonitas. Ella se enjabonó las piernas y restregó entre los dedos de los pies, pero el pedazo de jabón se le salió de las manos y al ver el piso manchado pensó que se le prenderían sabañones. A la radió llamó otra mujer para cuestionar el consejo del anterior oyente. Lo llamó «irresponsable”. “Las mujeres hay que cuidarlas y sobre todo hay que respetarlas”. Rechazó el haberle aconsejado recurrir a las venezolanas. Según ella, ese era un error porque estaban “llenas de sida”. Y aconsejó al cornudo que defendiera su matrimonio a toda costa. Luego llamó un tercero: “La culpa es del feminismo que le dice al hombre que acepte que su mujer se acueste con otro porque hay que defender el matrimonio”. Acabó de bañarse, cerró la llave del agua y fue ahí cuando una sombra la abrazó y aprisionó con la cortina de la ducha. Trató de gritar, pero una mano la amordazaba. “No grite que no es pa eso”, dice que le dijeron. Solo querían manosearla. Uno la manoseaba y otro miraba desde el agujero negro de la habitación diagonal. Cuando la soltaron, tomó la ropa y los zapatos y huyó por el zaguán sin puertas de aquella casa con trampa. En la entrada de la madriguera, se puso el pantalón de hombre y la chaqueta de jean. Tenía 19 años y 1500 kilómetros para hacer a pie hasta cruzar la frontera de Ecuador.

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