En contra

Publicado el Daniel Ferreira

París con hambre

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Hugo le dice que exagera, porque los sonidos no huelen. Pero sí que huelen los sonidos para los músicos que son poetas: un día helado en el desamparo de París, su amigo colombiano le pregunta a qué huele la catedral de Notre Dame y él responde que a bosta de caballo, a zumos sexuales, a cornamentas que se enredan. Un agosto, cerca del Louvre, un anciano tocaba el órgano mientras él le acariciaba las tetas a la patinadora, entre las bancas y el incienso. El museo de Louvre era una juguetería comparado con los objetos de su habitación de estudiante latino: jeringas, colillas, perfumes, cremas para enflacar, fetos enfrascados. Algunas noches se sumaba a las marchas de apoyo a Argel, cruzaba el puente Au Doble sobre el Sena y se ponía a conversar con el próximo suicida sobre herencias dilapidadas. Buscaba a Nerval, que malgastó la fortuna de la vida en frases, esquinas y habitaciones sin ventilación. Iba a visitar el Bolívar de mármol en los alrededores de la plaza Alexandre III para recordar la infancia y afianzar su conciencia de apátrida. Con otro amigo, Alonso, alrededores de la estación Du Nord, fumigó una plaga de pulgas por ganar unos pocos euros hambreados. En el muelle de Chatelet-Les Halles recuerda el obsequio de Hortensia. París, la travesía diurna y noctámbula de un escritor latinoamericano que ha caído en los cantos de sirena de las migraciones educativas, empieza y termina en el cuerpo de una mujer. No es la imagen de la ciudad, sino las sensaciones que provoca en la memoria, lo que parece resistirse al olvido. De modo que la memoria es el segundo viaje. Primero, la vivencia, luego la evocación. París se va convirtiendo así, por sensaciones, en recuerdos recobrados; por esa memoria unipersonal, en un mapa para desarraigados.

Las huellas están atrás, en los trozos dispersos de esa vida ya vivida. Hay dos polos en el desarraigo: la partida y la adaptación a la colonia de llegada. Los dos, si uno se guía por los cuadernos de los escritores que vivieron desarraigos, son proclives al dolor. Los árabes decían del desarraigo: primero llega el cuerpo y luego el alma. En el vagabundeo de Montoya por París está también Colombia. Y ahora, escrito en Colombia en la perspectiva del tiempo, regresa París a la evocación. El desarraigo se convierte en los momentos y las pruebas del desarraigado. Hay un segundo extremo para los que retornaron: la nostalgia del desarraigo. Lo que está ausente, la belleza de la mujer que nunca volvió a ver, el ímpetu del cuerpo que menguó y perdió fuerza y anhela retornar a la emoción, la sucesión de instantes que deciden la vida, es el pasado. Montoya intenta recobrar el pasado mediante asociaciones rápidas, sinestesias, estaciones de tren que huelen a excremento, habitaciones opiáceas, cafés de nicotina, amaneceres de alquitrán, puentes corroídos de orín espumoso y turbio. No hay adjetivos innecesarios o reemplazables en esta memoria de París porque todos obedecen a una rigurosa descripción de los sentidos. La cadena de instantes conforman una suma de recuerdos, como el espejo roto de Ovidio cuando paseaba su delirio de olores por Tomos, un viejo puerto en el mar Muerto, tras ser expulsado de la capital del imperio en otra memoria lírica que Montoya tituló Lejos de Roma. Cuaderno de París es una guía sentimental de instantes, de huellas y espacios, de experiencias recobradas. Pere Lachaise, el Barrio Latino, el Pont Neuf, Baudelaire y el Spleen, el río Sena, acaso Ribeyro y sus prosas apátridas, Nerval a punto de ahorcarse, Víctor Hugo y sus funerales faraónicos, Bolívar ecuestre, el Louvre, Place du Chatelet, los muelles del metro, la torre de hierro, Notre Dame, una habitación húmeda donde una mujer calienta los pies fríos y entibia la vida. Los espacios vacíos se llenan de significado porque has habitado en ellos.

Cuaderno de París, Pablo Montoya, Ediciones B, 2016

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