En contra

Publicado el Daniel Ferreira

La muñeca de los ojos eternos


El niño Rafael (Rafaelito, lo llamaba), nació con cáncer. Era hijo de su mejor trabajador. Rafael pasaba una temporada en casa de su padre y otra, larga, extenuante, en el cuarto piso del hospital infantil, pabellón de oncología. Tenía cuatro años y hablaba pronunciando correctamente todos los sonidos:
¿Cómo estás hoy, Rafaelito?
Quiero ver el sol.
Entonces mi padre empujaba la silla de ruedas y lo llevaba al patio central del hospital. Fue en ese patio donde mi padre conoció a Lorena.
Me llamo Lorena. ¿Tú también tienen un hijo enfermo?
Rafaelito es mi amigo.
Mi papá viene poco. Hay semanas en que no puede. Entonces yo vengo aquí al patio y espero.
¿Qué esperas?
Que pase la otra.
No encontró cómo preguntar qué era la otra. ¿La otra vida? ¿La otra niña del pabellón?
La otra semana, dijo Lorena.
A la siguiente semana llegó mi padre al hospital para visitar a Rafaelito pero esta vez entró primero a la habitación de Lorena. Traía una muñeca de pelo color yodo, con pecas salpicadas en los cachetes y en la nariz, vestida con una falda escocesa y zapatos de cuero.
Lorena se parecía a la muñeca. La recibió con las dos manos. La apretó contra el pecho.
Estaba reclinada sobre una montaña de almohadas, más pálida que la semana anterior, con ojeras de dos anillos alrededor de los ojos.
Me hicieron radiaciones esta semana.
¿Y tu padre?
Vino temprano y se fue, porque tenía que trabajar.
¿Cuántos años tienes, Lorena?
Siete. Pero me encantan las muñecas.
¿Cómo llamarás a esta?
Se va a llamar Rosa.
Hablaron de muñecos y rompecabezas y luego mi padre se fue a buscar a Rafaelito para llevarlo al patio central. Cada sábado, en adelante, y por los dos años que todavía le quedaron por vivir a Lorena mi padre le llevó un muñeco al hospital. Ella los fue distribuyendo por toda la habitación. Le pidió a las enfermeras clavos para poder clavarlas en la pared. Un sábado llegó mi padre con un tiranosaurio y encontró la habitación de Lorena llena de niños que jugaban con los muñecos. Buscó a Lorena con la mirada dirigida a la cama, pero no la vio allí. Sintió frío en el estómago y salió a prisa para preguntar a la enfermera de turno por la niña, pero la voz clara de Lorena lo detuvo al extremo del pasillo.
Hola, Juan. Estoy de cumpleaños. ¿A dónde vas? ¿Te sientes bien? Te veo pálido.
Él se dio vuelta. Se sostuvo con una mano del borde de la ventana y no tuvo el valor de confesar que iba a averiguar si se había muerto.
Volvió sobre sus pasos ocultando con el cuerpo al tiranosaurio. Cuando la vio allí, bajo la luz parpadeante del pasillo, con la piel transparente pero viva, con su bata de niña enferma, pero viva, la alzó, le dio un abrazo y una vuelta completa por el aire como si bailaran el vals. Luego la bajó y entregó el muñeco. Ella tomó al tiranosaurio, dijo que era lindo, pero que ya estaba grande y no iba a jugar más con muñecos pero, le explicó, ahora todos los niños del pasillo iban a venir a jugar con su colección.
Rafaelito murió dos meses después. El cáncer que le inflamaba el estómago le aferró también los pulmones. Fue el único sábado que falló mi padre en sus visitas al hospital.
Supe que Rafaelito se fue. Pensé que nunca más te iba a ver, Juan.
Mi padre había regresado otra vez, como todos los sábados y esta vez había conseguido una muñeca rusa que contenía en su interior cuatro muñecas más pequeñas.
Todos los sábados vendré a visitarte, Lorenita.
¿Hasta cuándo?
Hasta siempre.
¿Por qué no viniste el sábado?
Porque el sábado fue el entierro de Rafaelito.
Le incomodaba hablar de la muerte con una niña amenazada por la leucemia, pero parecía ella ser indiferente a la amenaza.
¿Estás triste, juan?
Mi padre miró la pared llena de muñecos y las lágrimas se le escaparon, pero intentó ocultarlas.
Rafaelito era mi amigo.
¿Y yo soy tu amiga?
Mi mejor amiga.
Entonces no estés tan triste porque aún te queda viva tu mejor amiga.
Lorena sobrevivió seis meses a la muerte de Rafaelito. Murió un martes, pero como papá no era amigo del padre de Lorena, sólo se enteró hasta el sábado. Traía esta vez una muñeca de porcelana italiana, rubia, con los ojos azules pintados. La enfermera de turno lo vio y se acercó por el pasillo. A mi padre se le aflojaron los dedos y la muñeca cayó en las baldosas de ajedrez y se le quebró una pierna. La enfermera alzó la muñeca y el pedazo y se lo devolvió a mi padre. Él se quedó solo, bajo la luz palpitante del hospital con la muñeca averiada entre las manos. Luego encaró el pasillo y caminó hacia la habitación de su amiga Lorena. Constató que los muñecos ya no estaban en la pared. Otra niña cancerosa había ocupado el lugar de Lorena en la cama. Mi padre salió del pabellón y fue a sentarse en el patio central del hospital. Esta vez no habló con ninguno de los niños. Los miró de lejos, sentado en la banca, con la muñeca rota sentada a su lado. Estuvo un rato y luego se levantó de la banca.
Cuando él se fue, la muñeca se quedó mirando a los niños con sus ojos eternos.

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