En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Escritores marginales, uníos

VIII encuentro nacional de escritores Luis Vidales de Calarcá. Crónica.

Terremoto

Lo más impresionante de un terremoto es que suena, como si vivieras debajo de la pista del aeropuerto. Ella estaba en la escuela, cuando el terremoto: la pared junto a la silla donde se sentaba a diario a  enseñar se derrumbó sobre su escritorio. Después de que cesó el ruido, fue a ver lo que había pasado en el salón de clases y descubrió los escombros del desastre. Pensó: me salvé. Ese mismo día, su padre se había ido a Cali, de mal genio, por tener que viajar de modo imprevisto. Mientras volaba sobre el Quindío, la tierra despedía una nube de polvo. En su casa, el techo paisa de guadua y madera se derrumbó en punta y atravesó la cama donde él solía pasar las mañanas. Él también se salvó, dice. Hay cosas malas que acaban siendo buenas.

Y al revés, vistas en perspectiva, pienso.

El terremoto de 1999 en el eje cafetero derrumbó a Calarcá. El pueblo de casas de dos pisos de ladrillo junto a una autopista de camiones de carga que vemos hoy no tiene nada que ver con los pueblos hermosos de tradición de colonizadores paisas. Los pueblos bonitos que aún persisten en zonas que quedaron protegidos como Sorrento y Finlandia. Fored y Fenavid, fueron las dos entidades encargadas de reconstruir esas casas pegando ladrillos rápidos para ubicar a la gente de cualquier modo. Por eso el pueblo no se entiende muy bien. No se sabe por dónde está la puerta del sol ni por dónde se oculta a primera vista. A mi me gusta los pueblos cuyas calles tienden al occidente. Porque el crespúsculo te deslumbra en los andenes. Aquí el sol se cuela por las ventanas laterales y maquilla las nubes. “El Pueblo bonito queda por ese desvío, a media hora”. El pueblo bonito es Sorrento. Pero ya no alcanzamos a ir, porque vamos sin tiempo para el aeropuerto. Observo el relieve por la ventanilla. Las laderas donde se cultiva uno de los mejores cafés de Colombia. Le cuento que tuve una amiga que sobrevivió en Armenia al derrumbe de su casa, pero quedó con esta fobia obsesiva: dejaba objetos, tarjetas, botellas, en equilibrio. Como vivía en Bucaramanga y allí siempre tiembla, entonces su paranoia bíblica se disparaba cuando todo se derrumbaba por un estornudo. Para curarse, tuvo que ir a vivir luego a una ciudad entre dos horizontes, sin montañas, de tierra plana, donde tuviera la impresión de firmeza bajo los pies. Peter, que vive desde hace treinta años en Calarcá, sigue conduciendo el carro en la caravana de camiones a paso de caracol. Hoy se acaba el festival escritores Luis Vidales de 2015.

Marginales

La primera noche nos reunimos de forma casual con Elkin Restrepo y Pablo Montoya. Son las figuras emblemáticas del evento. Lo que sé de Elkin es que dirige la revista literaria de la Universidad de Antioquia y de Pablo Montoya, que acaba de ganar el Premio Rómulo Gallegos. Pero no los he leído. Es en parte la sorpresa de esta versión: un puente generacional. Están David Betancurt, cuentista, y Fernando Cruz Kronfly, novelista y académico. Están John Better, cronista autodefinido en la corriente queer, y Benhur S. Suárez, que ha novelizado episodios históricos como la guerra contra el Perú. Está Juan Cárdenas y Fredy Chicangana, un autor colombiano cuya obra solo se ha editado fuera del país y un poeta que recita versos en un idioma tan sonoro como el idioma de las aves. Al menos en este hotel parecen haber reunido a propósito a dos generaciones distintas, con distintas búsquedas y hallazgos estéticos y formales, con distintas perspectivas sobre la escritura que abren el espectro sobre el tema lanzado por la organización Torre de Palabras que ha convocado al encuentro anual que ya lleva ocho versiones: la marginalidad.

Al comienzo todo es un confuso acto de familiaridad y maneras y fórmulas de cortesía: pasar el salero, el vaso, ofrecer una cerveza tímida. La comida resulta muy pesada para uno y voraz para otros. El deslave proviene del rompehielos de Elkin Restrepo que deja relucir una hipótesis sobre la presencia del cerdo en la cultura antioqueña: un gusto que proviene de judíos conversos, con devoción por el chicharrón, las sopas de enjundia y los apellidos cambiados. Lo que viene luego de esta broma es una enumeración pormenorizada de las miserias del mundo editorial, de los avatares de la vida del escritor anónimo, donde todos, más o menos han, hemos, tenido la experiencia empírica de la marginalidad, económica, política, cultural, como conocimiento de causa. Esa primera noche cada uno cuenta cómo le fue en el camino para llegar a ese sofá rodeado de cocuyes y polillas, cómo se ha ganado los cobres, dónde le ha sido posible publicar, y los mitos del mundo literario: la relatividad de los premios, las redes de amistad, los amiguismos y traiciones de la canalla literaria. Nos tomamos una foto a la madrugada y bromeamos sobre la etiqueta que debe llevar al subirla a la web. Dudamos entre el término “mafia” o “marginales”. Preferimos marginales por conservar la etiqueta del evento y Elkin Restrepo pone en su perfil esa frase con doble sentido: los marginales de Calarcá. En media hora hay veinte reacciones y dos mensajes, uno desde México y otro desde Medellín. ¿Marginales?

Etiquetas

Borges decía que ubicar un libro en una biblioteca es ejercer la crítica literaria. ¿Dónde sitúo a Dalton Trevisan? ¿A Saúl Álvarez Lara? ¿En ensayo, en cuento, junto a Borges, junto a Vila Matas? Etiquetar lo marginal obedece o a un criterio personal a un decreto impuesto. Creo que antes de catalogar lo marginal con criterios mezclados que urgen conceptos de mercado, obra, artista, el escritor debe pasar primero el filtro por una autodefinición, en principio. Una decisión, un lugar de enunciación. Es uno mismo quien decide situarse en una etiqueta. ¿Eres marginal o te decretan marginal? ¿Tus libros son marginales o tratan sobre asuntos que avergüenzan a la sociedad?

Orillas

Esa primera noche, en la habitación, pensando en buscar salidas a los temas de la charla en que intervendría al día siguiente, en compañía de Juan Cárdenas, imagino una distinción para despejar la aparente oscuridad del tema: La marginalidad como lugar de enunciación o la marginalidad como tema literario. En el primer caso habría que distinguir lo marginal de lo que no lo es. El epicentro cultural en contraposición a la periferia. Y la periferia en relación con lo marginal, lo que se mantiene en las orillas, las marginalias. En un país tan centralista como Colombia, la escena cultural está en Bogotá, lo demás es periferia. Es un sentir que se comparte en todas las artes. Yo fui a Bogotá a estudiar detrás de ese espejismo. Bueno, fui a revolucionarme (quería ser músico, guerrillero o escritor), y se me atravesó William Faulkner. Leer Luz de agosto hizo que me decidiera a ser escritor. Al final, la escena cultural no me aportó nada. Para escribir hay que estar solo. Con el tiempo, con los hallazgos personales sobre la estética, con la búsqueda que emprendí para encontrar mi propio lenguaje, mis temas, descubrí que lo mejor que conocía era mi lugar, donde ocurrió mi infancia. Escribir sobre lo conocido. Y lo que mejor conocía era un pueblo. Sus alrededores. Sus normas de conducta. Su gente. Su pasado. En un ámbito mayor, la circulación de los libros en circuitos que no son comerciales, hacen pensar en literaturas sobre periferias. La literatura cubana ha soportado una marginalidad por las barreras económicas, ideológicas, políticas y de mercado. Tuve la oportunidad de estar dos veces en congresos de escritores jóvenes y lo que más me ha sorprendido son las estrategias de circulación de los textos para romper esas barreras: agremiación, de escritores, de revistas, migraciones culturales, editoriales cooperativas, cartoneras, comunidades de lectores que se comparten un libro, etc.

La marginalidad vista como tema literario es otro asunto, más simple pero que puede hacer caer en confusiones pertinaces. Pienso en Bogotá. Hay una ciudad que ha sido abordada en la literatura que circula abiertamente, pero hay otra ciudad que no figura y no ha sido narrada. Pienso en el sur. Pienso en sectores sociales de los que no hay narrativa, salvo lo que ha escrito Osorio Lizarazo en su época, Arturo Alape, o Larry Mejía en su estupenda novela sobre el sur de Bogotá, El demoledor de Babel, editada en Venezuela y desconocida hasta en su propia ciudad. En una sociedad como la colombiana es curioso ver que hay sectores sociales sobre los que no existe narrativa, como si no merecieran ser narrados, o como si los que han tenido el privilegio de narrar provienen de esas extracciones sociales donde no existe la precariedad, la miseria, lo cual invitaría a indagar sobre quiénes son (somos) los que hacen (hacemos) la literatura.

En cambio el cine sí se ha interesado por estas condiciones de la vida. Curioso.

Generaciones

Alguien le dijo a Benhur Sánchez que estaba escribiendo un libro para una editorial con nombre de dama. “Hola, estoy escribiendo un libro para Norma”. Benhur respondió: “Yo también estoy escribiendo uno para mi mujer, Alicia”. Benhur ríe, como el flaco de Laurel y Hardy, el gordo y el flaco; una sonrisa espléndida, contagiosa, del cine mudo. ¿Y esta novela sobre la guerra del Perú? “Se está regalando muy bien”, dice y vuelve a contagiarnos la risa. Es una novela hecha con la memoria familiar, con las aventuras de un tío abuelo suyo que figura en la portada, entre otros dos uniformados. Dice que esa guerra fue un invento. No hubo combates ni muertos. Fue para tapar los horrores de la Casa Arana y la explotación del caucho y el exterminio de los indígenas. La película que hicieron los Acevedo con Imágenes de la selva en los años treinta escenifica ese conato de nacionalismo: los planos sobre la selva no dicen nada. Las escenas de combate se representan y graban en la que será nuestra primer película de guerra en las montañas nubladas y frías de Chingaza, donde está el embalse y luego pasadas en los teatros de Bogotá con el fervor de las proezas patrióticas. Benhur sigue bromeando sobre libros y preguntas insólitas que hacen los escritores a los propios escritores. Me sorprende de nuevo la distancia generacional del evento y su selección. Es el encuentro entre una generación de mayores y una generación de escritores jóvenes que se aproximan.

Premio

En el corredor del hotel campestre me encontré a Pablo Montoya para registrar las respuestas a unas preguntas improvisadas sobre su obra y el premio que acaba de recibir. Está agotado por una flacura crónica que se le pega a los huesos desde la década que pasó estudiando en París, por los compromisos extraliterarios que aceptó tras el Rómulo Gallegos y que aumentaron de forma exponencial con las llamadas, las conferencias, las entrevistas de prensa y las preguntas capciosas que se repiten a diario sobre si cree que el premio tiene una connotación política para desmarcarlo de anteriores ganadores, si su otorgamiento lo adhiere al ideario chavista que gobierna en Venezuela, país que financia el premio (García Márquez recibió el premio de la transnacional petrolera Esso y nadie lo cuestionó en su momento). Él responde que el premio cambió muchas cosas, pero no la percepción que él mismo tiene sobre su propia obra, y eso es lo importante. El reconocimiento lo alcanza en la madurez, con 20 libros publicados, en la espera de la jubilación asintótica como profesor universitario. Está escribiendo ahora, en los intersticios que le deja la vida de escritor solicitado por la prensa y los estrados, intenta reorganizar en una versión novelada los años de su vida de músico de cobres en Boyacá. Dice que la música transformó su prosa, su forma de redacción, su estética narrativa. Repaso el video cuando ya se ha ido para Cali al siguiente evento al que le han invitado (porque ahora va de evento en evento) y pienso en que a veces entendemos como unívoca una triada de aspectos que no están interconectados. Hay arte, vida de artista y mercado del arte. El arte, del que todos tienen una definición distinta para dar, es el al fin y al cabo la obra de arte, sus experimentos formales, la perfecta armonía de un lenguaje. El arte para un artista no es una competencia, es la lucha personal por dominar un lenguaje, por expresarse. La vida de artista es una experiencia individual, completamente distinta entre pares. Todos empezamos en el anonimato. Todos empezamos con balbuceos. Con papá, mamá, caca, chichí. Debes vivir, elegir una singularidad, dominar sus signos, construir un universo personal propio. Por años debes escribir y a veces madurar y a veces podrirte en el anonimato. Prepararse para la espera y para el anonimato y para el fracaso es parte de la vida del artista, del entrenamiento de la voluntad. A veces el anonimato es la mejor manera de vivir tranquilo. La vida del artista, al menos en Colombia, es una justa medieval contra los fantasmas del éxito social. Aquí donde hay profesiones sublimadas y otras desprestigiadas, ser artista es casi un fracaso a priori. Nadie te apoya. Ni tu familia. Ni el gobierno. La academia pone barreras de acceso. La ciudad es la línea de fuego. Estás solo. El mercado del arte se rige por patrones mercantiles extra literarios y pocas veces esos factores dependen del artista. Dependen más de patrones de mercado, estudios y cifras de ventas. Solo un autor consagrado convertido de forma extraña en esa abstracción “superventas”, dice “no voy a Israel por los bombardeos a Gaza”, o recibe un premio como el Nobel que hace que hasta la vida privada traspase la barrera de lo público, o se endilga el valor moral de expresar sus convixiones y oposiciones sobre temas ajenos al de su arte, posiciones políticas, rechazos, como ocurre con el marqués de Arequipa cuyos devaneos por la Prensa Rosa luego de divorciarse y atacar la Civilización del espectáculo han dado paso a un nuevo verbo: “vargasllosear”. Repaso el video. Lo veo deambular por los pasillos con su flacura y su soledad famosa. Recuerdo que se quejó en el comedor de su delgadez. Le recomendé someterse a dos meses de comida gringa. Está agotado, parece satisfecho, pero no feliz. Tal vez porque el servicio de internet en su casa es defectuoso. Tal vez porque aún no le pagan el premio. Tal vez porque aceptó obligaciones que lo alejan de la escritura.

 

Tertulia

-¿Y por qué si es un encuentro de escritores al margen o marginales no invitaron al más marginal de todos, Harold Alvarado Tenorio?

-Porque en esta región le tienen miedo.

-¿Miedo a qué?

-Harold dice imprudencias y a veces la gente no está en la onda.

Como amigo es el más leal de todos.

-¿Y alguien es amigo de Harold?

-Sí, yo. Me llama El divino. Es un adjetivo tomado de Vargas Vila que usa según lo que quiera conseguir: una reseña de sus libros, una adherencia, una nota de prensa para difundir.

-¿Por qué cree que él lo considera su amigo?

-Soy yo quien lo considero amigo mío. Como Cabrera Infante que declaró a García Márquez su enemigo en una feria de Barcelona y García Márquez reviró: “qué curioso que Guillermo diga eso si a mis enemigos los elijo yo, y yo no lo he elegido a él”. La cosa es que un día me llamó y dijo: “venga a tal cantina, de Medellín, que me van a matar”.

El amigo: ¿Qué está pasando?

Harold: El mesero me quiere matar. Venga y me defiende.

El amigo: Pero yo no soy cinturón negro ni tengo arma. ¿Qué hago?

Harold: Pórtese como un amigo. Venga y me rescata.

El amigo: ¿Dónde está?

Harold: Estoy al frente, logré saltarme la valla.

El amigo: Fui y estaba arrinconado, en una verja. Asustado. Esos meseros de Medellín con primero primaria de escolaridad son capaces de darle un tiro a cualquiera. Mientras servía una mesa salimos corriendo y ya.

(Tiene razón, eso solo lo hace un amigo, pienso.)

-Harold no está, siendo el marginal mayor, porque está enfermo. Lo van a operar. De la próstata. Pero es una operación delicada porque Harold tiene la próstata en la garganta.

-¿Lo llamamos?

-Por favor, no lo invoquen, que llega. Vive en Manizales. Desde que se convirtió a Oscarivanzuluaguismo (la derecha), siempre lo acompaña un guardaespaldas feroz.

-¿Le hablo yo? Está timbrando. Ponga el altavoz.

-Vil serpiente, ¿cómo estás? ¿No me reconoces, o estas negando los lazos de familiaridad? Estamos en Calarcá, con Palaú, con Restrepo. Sí, soy un éxito. Una estrella, gracias a ti. Ve tranquilo al pozo del tormento. ¿Ya?  ¿Por qué no vienes? Estamos rodeados de hombres hermosos, frente a la piscina azul. Cavafis ha renacido del mar. Tiene el pelo rojo y calzoncillos negros. ¿Entonces vienes?

-¿Qué dijo?

-Qué sí.

-Harold cuenta cosas increíbles. Una vez, en Granada, Guatemala, lo encontré dando una charla. Entré y estaba hablando de los profesores de Pasto. ¿Qué puede pasar en Pasto de importancia? Que el volcán de vez en cuando se ponga bravo. Pero él se vuelve loco y se entusiasma. La versión de Harold sobre el poema en el bolsillo de Héctor Abad es muy buena. ¿La leyeron? Mejor que la del hijo, a quien llama el huérfano ilustre, y quien es incapaz de aceptar que la verdad del poema es la de Harold. Pero los traumas sexuales de los profesores de la universidad de Pasto son geniales. Además siempre se ha rodeado de gente muy extraña. La novia de Harold, que trajo de china, la trajo de Pekin, era hermosísima, se aburrió de Colombia por los secuestros y se fue a California. Una vez le pregunté por ella y dijo: “es la única mujer que he amado en la vida, ahora solo tengo un gato”.

Y la tertulia continúa así toda la mañana del tercer día, en el comedor del hotel Karlaka. Historias, divertidas, chismes de la escena cultural, parejas que ni sabía que existían, estallidos histéricos, adherencias políticas, rechazos. “La antitaurina fue novia del taurino, pero yo no me imagino esos polvos, porque él casi ni se mueve, y ella tiene un carácter que se parece a sus párrafos: acaba con todo en tres líneas.”

Un hombre ve un rostro entre los relampagueos del Strober de la discoteca. “Oye, ven acá, tu cara me parece conocida”. “Sí, nos acostamos antier. Fuiste a mi casa. ¿No te acuerdas? Algo, sí, pero dime algo ahora, ¿nos protegimos?”.

Los veteranos hablan de internet bajo sospecha. “¿Una conferencia sobre el uso de nuevas tecnologías para edición? Interesante, pero yo no voy, porque uno ya no aprende.”

Pasa Carlos Palau, que ha venido a exhibir su película más reciente dedicada a Carlos Gardel. Pasa vestido con un traje de baño negro, chorreando hilos de agua como un caracol.

“Adiós, zorzal criollo”.

“Palau es increíble, una vez apareció en Madrid en un baile real, danzando con la infanta”.

La tertulia sigue, mientras el mesero va y vuelve con cervezas. Cervezas que pagan los participantes con billetes de su propio bolsillo mojados de sudor, aclaro. Los escritores reunidos hablamos, hablan, de: premios, libros, chismes. Lo que sabíamos que no sabíamos de los otros, lo que no sabíamos que sabían de nosotros. “Los escritores no nos criticamos, nos vigilamos”. Recomendaciones internas que sueltan al aire para que el evento mejore en próximas versiones: preparar a los moderadores de las charlas para que hagan preguntas concretas, si es posible previas, enviadas como cuestionarios a los escritores días antes, para que mediten antes del evento. No hacer la misma pregunta a las tres personas que están en la misma mesa, porque se agotan las posibilidades en lugar de abrir el espectro y al final ya nadie sabe a qué se está respondiendo ni cuál fue la pregunta inicial. Lo mejor es individualizar con preguntas pertinentes a cada miembro de la mesa y respetar la singularidad de sus trabajos sin mezclarlos, para no tener que dar conferencias sobre el efecto del guayabo en la literatura colombiana. Vincular al público que asiste para tratar de aclarar algunas ideas en directo con quienes las promueven. Otra: Los libros de filosofía hay que presentarlos en espacios que no sean sordos, como los cafés. Dejar solo en los cafés, música y recitales. El café es un lugar de tránsito donde la gente no siempre está en disposición de oír profundas disquisiciones. La propuesta más notable: planear una Excursión-Quindío, para integrar a los escritores, dar un día para recorrer la región y aproximarlos entre sí. Pero con esta advertencia: no ponerlos en el mismo bus, para no poner en riesgo la literatura colombiana en caso de accidente. Una excursión al Quindío que es una región tan pequeña que puede recorrerse en un día. “El mundo puede estar muy globalizado con internet, pero no hay como ir a los lugares para ver por sí mismo lo que está pasando”.

El escritor Better desayuna y almuerza cerveza. Y parece más extraño cuando está sobrio que ebrio. Sobrio es divertido, con chistes a manos llenas. Ya borracho se va ensimismado, se van volviendo en turbantes hasta que su gran masa inundada se limpieza salir el agua por un costado, y se va desinflando y queda sobre el pasto tendido como un genio árabe de los que conceden deseos, muy tranquilo.

Otro escritor comenta los maravillosos errores de logística: llega a un colegio y descubre que sus estudiantes lo esperan como un jefe de estado en visita oficial. Calle de honor de estudiantes. Saludo a la bandera y en el fondo del auditorio del colegio un gran cartel con la foto de otro escritor que lleva su nombre. “Ese no soy yo”, dice a la profesora. La profe, abochornada, pide a sus estudiantes que paren todo. Se excusa públicamente con el escritor. Llaman al colegio donde debía estar a esa hora. Allí ha ocurrido lo mismo con el escritor invitado del día como cierre del programa “adopte a un escritor” que consiste en leer y estudiar la obra del invitado para dialogar con él el día del encuentro. El escritor sube al taxi. Va al otro colegio. Encuentra un despliegue similar para el recibimiento, calle de honor, flores; pero ahora, en lugar de su cara, en el pendón que exhibe el nombre del escritor adoptado por el colegio se muestra la foto de su difunto amigo. “¡Ese no soy, yo: es Manuel Mejía Vallejo!”. La maestra permanece hierática. ¿Qué hacemos?, pregunta al invitado. “No se preocupe, Manuel era mi amigo y para mí es un gran homenaje que me confundan con él”. Otro escritor llega a su colegio adoptante y descubre que en la foto del afiche lleva la misma camisa que trae puesta. “No crean que es la única camisa que tengo”, dice apenado y los estudiantes estallan en risas.

Otros siguen hablando. Yo solo tomo notas y escribo en esta tableta electrónica. Libros que recomiendan: Levrero, El discurso vacío. Brothers, You Hua. Salon de belleza, Adiós Mariquita linda, Mario Bellatin Pedro Lemebel (sic). La neblina de ayer, de Leonardo Padura. Libros que recomiendo: La montaña del alma, Donde mueren los payasos, Una singularidad desnuda (este último no les ha gustado). Saco conclusiones, unifico lo que hablan en categorías. El arte marginal, la vida del artista marginal y el mercado de las ediciones marginales. El arte sobre los tabúes, sobre lo que avergüenza a la sociedad, sobre lo que está por fuera de las tendencias y las corrientes de la época, decretadas por patrones de márketing. El mercado de las ediciones marginales. Paradoja: no hay mercado; están (mos), por fuera del mercado, hay que inventarse una forma de circulación alternativa de las obras. Descentralizar los eventos de cultura. Oponerse al canon y los discursos hegemónicos. Tal vez internet sí sirva para hacer alianzas después de todo. Tal vez las revistas sigan siendo una oportunidad para crear vasos comunicantes y hacer visibles los libros y las literaturas aisladas. Tal vez eventos como este. Hechos en la periferia. Formas de combatir la hegemonía y los discursos dominantes y el monopolio mediático. La marginalidad. Tema que nos mantiene a unos nerviosos, a otros escépticos, a otros desconcertados. No entendemos si nos invitan al encuentro por considerarnos marginales, por vivir un anonimato entendido como marginalidad de los cenáculos literarios y de las tiradas masivas, o si se abordará la Marginalidad en el sentido de los asuntos que toman nuestros libros. Es en parte lo que venimos a discernir en este encuentro nacional de escritores que se lleva a cabo en varios escenarios y ciudades. Cafés, colegios, auditorios, bibliotecas, casas de la familia Jaramillo (emparentada con todos los Jaramillo del Quindío). Alguien pregunta si han leído a Baudilio Montoya, el poeta homenajeado. Nadie lo ha leído en esta mesa, pero alguien más dice que fue un poeta y un colono de la región. Donó el terreno para situar un colegio, y de la parcelación de su hacienda en fincas que le correspondieron a cada uno de los hijos se hizo la fundación del territorio. En algunas de esas casas, se dan cita los poetas para hacer recitales. La región es realmente estratégica para un evento de escritores o cualquier otro tipo de enlace cultural, por la cercanía que hay entre pueblos y las tres capitales de departamento: Calarcá, Quimbaya, Armenia, Pereira, Manizales. Ciudades con recorridos terrestres de una a tres horas de duración.

-¿Y qué haces?

Una crónica.

-¿Sobre nosotros?

Sobre el encuentro de escritores.

-¿Pero va a escribir sobre nosotros?

Voy a escribir solo lo que ustedes me dijeron.

 

Dejavú

Mujer y blues. Gente en las mesas y escritores jóvenes sentados en el prado. Estoy en el recital de Baudilio Montoya, en La bella, una casa cubierta de hiedra y de máscaras y jirafas talladas en cafeto y de repente siento que tengo un dejavú. Ojalá pueda escribir un cuento que empiece en la bella Sorrento. Te vi entre bonsáis, sería la primera línea. El entierro de una generación, pienso. Ideas sueltas mientras en el kiosko leen poemas. El pasado, todo, está inscrito en cada momento del presente. El presente es esta noche. Estos bonsáis. Estos poemas que dispersa el viento.

 

Perder

Esa noche cometí el error de preguntarle al patriarca si había visto acaso la última película de Luis Ospina. Entonces su cara se volvió de cíclope: se hinchó y empezó a lanzar fuego por ojos y boca. Dijo que las películas de Ospina eran malas, aburridísimas, que Andrés Caicedo era un invento del esos filmes; de Sandro Romero. Intenté decir que no es del todo un invento: ahí estaba el soporte, que era la obra de un escritor joven y prolífico que tuvo el infortunio de morirse demasiado joven, pero que el corpus era toda la prueba para que se demostrara sin ayudantes que había un gran escritor en Caicedo. Contestó airado que los cuentos eran muy malos. Y peor aún su novela Que viva la música. A su juicio, era un invento descarado del mercado, ahora con una película indigesta que la adaptaba, y traducciones al inglés. No suponía ningún aporte a literatura nacional. Me imaginé si el mérito de una obra aparecía al situarla en contraposición a las obras de los demás o si emergía de sus propios valores y hallazgos estéticos y en últimas derivaba del criterio del lector. Volví a aterrizar en la mesa e intenté balbucear que era un canto generacional, Que viva la música, y de ahí su singularidad en un momento en que las obras sobre ciudad, con topónimos y personajes marginales, con costumbres locales, con personajes arquetípicos que enfocan la cara oculta y vergonzosa de la sociedad de su tiempo, no eran una cristalización de la Cali de entonces. Una generación de la que él mismo había sido testigo, de paso. Y aventuré que eran muy pocas las novelas que para la época se situaban en una ciudad propia o la usaban como escenario dramático. Ahora se despachó en contra de su generación, la cual retrató como un cuadro de adictos, locos por las orgías y viviendo en el frenesí de las ideologías prestadas y los consumos de drogas, gente inútil, incapaces de hacer una obra sobre nada. Le dije que justamente eso, el retrato de esa gente inutilizada por la bohemia, la hacía un verdadero relato generacional: era el gran ambiente que había capturado la novela. Además, el libro se seguía leyendo por parte de los más jóvenes, lo que garantizaba al menos su perduración en la generación subsiguiente y en la venidera. Y que probablemente por eso, porque la leían los más jóvenes era que acaso iba ser seguir siendo leída en el futuro. Insistió en un tono cada vez más imperativo, que el libro había tenido éxito por la estrategia de mercado, que por eso la habían traducido al inglés, pero que la tradujeran no significa que el libro fuese valioso. En lo cual hasta razón tenía, pero lo que me emputaba era destruir y desdibujar el sentido de una obra solo porque detestas a su autor o lo que resulta más arbitrario: por lo que éste representa o por el círculo en que se movió y lo promovió en un momento dado. Ahora pasó a desmigajar los cuentos, el patriarca. No podía compararse ningún cuento de Andrés Caicedo siquiera con alguno de los grandes cuentistas de Latinoamérica. La crítica comparativa es un abuso del que quiere imponer su mitología, pensé. Un muchacho, David Betancourt, experto en cuentos, autor de una tesis sobre la novela de la violencia, se atrevió a sugerir que Besacalles era una gran historia, la historia de una pareja que quiere fornicar y no encuentra dónde. El patriarca alzó la voz, apuntó con la punta del bastón y le dijo que enumerara cinco cuentistas que considerara verdaderos maestros del género. Betancourt mencionó a Julio Ramón Ribeyro. En lo que estuvieron parcialmente de acuerdo. Luego mencionó a Felisberto Hernández. El patriarca contestó que cómo era posible que alguien que se jactara de haber leído a Felisberto Hernández siquiera se atreviera a comparar a Caicedo con una de las historias geniales del uruguayo. Le dije que cada obra es independiente y es un universo en sí. Tenorio me dijo que si acaso me atrevería a comparar la crítica cinematográfica de Caicedo con la crítica cinematográfica de GCaín, Cabrera Infante. Le dije que Cabrera Infante era superior, entre otras cosas porque había sido un ejercicio constante durante cincuenta años, mientras Caicedo había visto el cine disponible aquí y se había matado a los 25. Sin embargo, había un corpus crítico sobre las películas que le gustaba y eso ponderaba su vena crítica. Las dos formas de comentar el cine eran solo distintos enfoques sobre distintas películas desde distintos lugares de enunciación debidas a las preferencias, al contexto y a las edades de los dos críticos. Volvió a insistir al cuentista para que siguiera enumerándole autores. Yo me opuse a la inquisición. Me pareció una actitud papal y reverencial y jerárquica inadmisible. Nadie tiene por qué sacar a relucir sus credenciales ni enlistar sus lecturas para emitir lo que es solo una opinión sobre un gusto estético personal y una preferencia por la obra de Caicedo. Era una falta de respeto y a la vez la fisura que no había visto entre generaciones. La grandilocuencia de un discurso hegemónico que pretendía ser superior al de los presentes; o la suspicacia propia de un representante de la generación anterior en prejuicio de las generaciones venideras, o advenidas. Así empieza el cenit de una generación, por la incomprensión mutua entre protagonista, por los fundamentos arbitrarios de la discusión pública de las obras, por confundir a los autores con su creación, pensé. Pero no se puede hablar a gritos y con el viejo método de la mayéutica inquisidora: yo te pregunto y tú me respondes, pero no tienes derecho a replicar ni a controvertir mis preguntas por el modo de estar formuladas. La última forma de defender al muerto fue marcharme de la discusión. Me levanté y salí, con las orejas llenas de sangre caliente. Una sombra pelirroja se me atravesó para decir que me quedara, que el que se emputa ya perdió, pero yo no tenía nada más que defender, “aquí no se puede hablar sin gritos de ninguna chimbada”. Perdí.

 

Región

¿Y el orden público?

¿Qué?

¿Hay guerrilla en el Quindío?

No, aquí pusieron dos batallones de alta montaña en tiempos de Uribe Vélez. Uno en Génova y otro en el Alto de la Línea y así les cerraron los corredores. Además no se hacía propaganda de los atentados o los combates, que fue lo que le dio más eco a la guerrilla. Si había combate o atentados, los soldados hacían lo que debían hacer, pero callados, y no se difundía. De esta región hay muchos cabecillas guerrilleros. Tirofijo era de Génova, por ejemplo y el ELN tiene un frente Cacique Calarcá, que fue un indígena en pie de lucha.

¿Y paramilitares?

Algunos dicen que el Quindío está lleno de Rastrojos. Pero yo no puedo afirmarlo. Dice.

El carro se detiene en el hipódromo donde aterrizan los aviones de Pereira. Alcanzo a ver el ala del avión y la fila india que aborda.

«Adiós mariquita linda», tarareo.

 —–

Fotos

 

Comentarios