El último pasillo

Publicado el laurgar

Nostalgia gastronómica

mangos_biches_by_david_cz

Cuando mi acento me delata delante de los chilenos (lo que cada vez sucede menos), lo primero que me preguntan es si extraño a Colombia y qué es lo que más extraño. Después de todos estos años uno tiene ya casi aprendido el libreto: la familia, los amigos, la calidez humana y la climática, sobre todo esta última. Sin embargo, el otro día agregué un elemento a todo eso: la comida. En un principio no la echaba tanto de menos, porque lo novedoso siempre llama la atención y en Santiago se pueden comer sobre todo muchos y muy buenos mariscos y fanática como soy de todo bicho de mar, pues me sentía feliz. Pero cuando los mariscos, los asados y el vino dejaron de ser novedad y se transformaron en rutina (especialmente el asado y el vino), empecé a soñar con arepas para desayunar todos los días, buñuelos y un día anduve con unas ganas indecibles de un cholado.

Con la Ale, mi única amiga coterránea por estos lares, iniciamos el otro día una guerra en el twitter para ver quien le provocaba más nostalgia a la otra. Ella atacó con un «avena con pandebono» que me dejó deprimida, pero yo no lo hice mal y la dejé al borde del llanto con un «arepa e’ huevo». Hasta la «colombiana» y el «chocorramo» salieron al baile. Al final declaramos la paz gastronómica por sanidad mental y el bien de nuestros estómagos y nos conformamos con ir al café «Juan Valdez», único repositorio de café verdadero en esta ciudad, porque lo otro, eso que tengo que tomar todos los días como desayuno en mi oficina, no es más que colorante para el agua caliente.

Otra cosa son las frutas: en el supermercado los reponedores de la verdura y la fruta me miran como a una  demente, o lisa y llanamente se burlan, porque soy la única pava que rebusca entre las badejas de mangos uno que no esté tan colorado, porque conseguirlo totalmente biche equivale a soñar con ganarse la lotería.

Ahora bien, la literatura colombiana ha contribuido a exacerbar en el último tiempo mi nostalgia gastronómica. El otro día releí algunos libros y noté con preocupación que me concentraba excesivamente en las descripciones de platos, comidas y bebidas. Ahora ya no solamente extraño el olor de la guayaba, sino la guayaba misma, agria preferiblemente. Tiemblo al escribir la palabra «buñuelo», quiero almorzar empanadas los domingos, juro que me arrepiento cada minuto que pasa por las cientos de veces que le dije «no» al jugo de lulo o de maracuyá. Después de haber probado (por obligación y diplomacia) los «porotos con rienda» chilenos (algo así como blanquillos con tallarines… no me pidan más explicaciones, por favor), cobraron sentido las palabras de mi abuela cuando me decía que algún día me iba a arrepentir de ser tan mala valluna y no comer sancocho.

No piensen que soy desagradecida, menos mañosa, pero los tamales que comí el otro día en el restaurante colombiano que hay en un bonito sector de acá de Santiago no eran precisamente los mejores y, claro, no tenían esa sazón de los que comía en Colombia. Desinflada porque, además, quería una «pony malta» y me anunciaron que llegué tarde porque prohibieron su importación, volví al libro que estaba leyendo y, con un masoquismo que aún me sorprende, paladeé cada sancocho, cada pandebono y cada fríjol que leí.

Intenté exorcizar esta creciente nostalgia gastronómica retirando por un rato de mi escritorio los Gabos, los Vallejos, los Gardeazábal y hasta a mi vecino de blog, a Héctor, lo anduve censurando (perdóname, Héctor) cuando leí que él tan alegremente encontró almojábanas en El Cairo, mientras yo mataría por un buñuelo en Santiago.

Para sopesar, compré una bolsa de café campesino en el Juan Valdez y comencé a darle otro sabor – y otro olor – a mis desayunos tomando café colombiano. A los pocos días, un buen amigo periodista que vive en Estados Unidos llamó mi atención en el chat enviándome un enlace a una página web. Como estaba algo atareada no me fijé qué me enviaba y pinché la dirección. Mi amigo quería recordarme que hace un par de años atrás yo publiqué en mi otro sitio, «ArcoLibris», una crónica del maravilloso Alberto Salcedo Ramos, titulada «La manteca que nos une». Un texto bellísimo que deja impresionados a todos quienes lo leen, pero cuando llegué a esa parte en que Alberto dice: «Entre todas las cosas que nos unen, nada tan sabroso como una fritanga que extiende ante nuestros ojos su variedad de colores y texturas«, no pude evitar cerrar la ventana.

Es posible que resulte más poético decir que me lloró el corazón, pero estaría mintiendo porque el que lloró en ese momento fue mi estómago.

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