El último pasillo

Publicado el laurgar

Gajes del inmigrante: La navidad

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Me atrevo a decir que el momento más difícil del año para un colombiano inmigrante es Diciembre y la consabida navidad. La alegría, el bullicio, las natillas, buñuelos, novenas, panderetas y villancicos suelen escasear en algunas partes del mundo. Muchos se las arreglan acudiendo a la terapia de la cofradía: se juntan varios colombianos por ejemplo en España, Francia, Argentina, el país que sea, y juntos recrean una celebración a escala de la navidad a la colombiana, tratando de emular todo lo que sea posible, aunque al final lo único que está a la mano son los villancicos y la pandereta.

Hablo desde donde estoy, es decir, hablo según como me van en el baile y yo bailo en el último pasillo del mundo: Chile. Aquí el “Niño Dios” no reina, lo reemplaza un viejito de mejillas enrojecidas al que llaman “Viejito Pascuero” que se transporta en un carro tirado por renos -¿?-.

Pero regresando al inmigrante colombiano, debo decir que este sufre como condenado en este Cono Sur. Amigo que me lee en este instante: si usted tiene planes de vivir en Chile, le advierto: la navidad es muy tranquila (eufemismo de aburrida). Si usted piensa venirse solo, sin familia o amigos, conocerá sus más recónditos impulsos suicidas, así que evítelo.

Debo ser honesta, a mí la navidad chilena, silenciosa y destemplada, me viene bien. Nunca me gustaron estas fechas. Ese ímpetu decembrino que parece inflar los pechos como por arte de magia se me hace ficticio, impostado y no es sólo una cuestión de mercado o de comercio.

He escuchado desde siempre que la navidad es para los niños, que ellos son quienes verdaderamente la disfrutan. Es una especie de excusa que los adultos esgrimen para no decir a viva voz que la navidad les apesta, sobre todo en los bolsillos. Yo creo que no es tan cierto eso de que sean los niños quienes más disfruten la navidad, no todos los niños por lo menos.

La experiencia navideña más triste la tuve el año pasado en Argentina. Tal vez suene ridículamente sensiblera esta historia, pero a mí no se me sale de la cabeza. Fue el día de vísperas de navidad; iba en el subte (metro) de Buenos Aires, camino al centro comercial del Abasto para  comprarle a mi mamá un regalo sorpresa. Uno de los hechos particulares que llaman la atención en el subte de Buenos Aires es que se pueden subir toda clase de vendedores ambulantes, limosneros, cantantes y abundan, sobre todo, niños muy chicos, de seis, siete años, no más que eso, circulando entre los viajantes pidiendo una ayuda a cambio de una estampita. Mis amigos bonaerenses me repetían que no debía permitir que me conmovieran, que detrás de ese niño limosnero había una madre bruja o un padre abusador, o un adulto irresponsable lucrando.

Yo no lo podía evitar. Cada viaje en subte era una experiencia desoladora y esa víspera de navidad fue peor: se subió una niña de unos siete años, de carita y manitos mugrosas. Como todos, realizó el mismo periplo silencioso dejando en el regazo de los que viajábamos una estampa navideña y se devolvió para recibir de vuelta sus estampitas, o bien para recibir una moneda. Algunos le daban la moneda y además le devolvían la estampita. El subte no estaba repleto como de costumbre y ella aprovechó un espacio libre para desplomarse con un suspiro de esos de cansancio. Barrió con su mirada medio vagón hasta que la vio allí, justo frente a ella, la portaba otra niña como ella, tal vez un poco mayor, era una enorme muñeca en su caja reluciente de verdes y rojos.  La pequeñita se reconcentró en la muñeca y en la niña que la llevaba. Sus ojitos se fijaron allí con un dolor tenaz, y después de unos minutos ese dolor había cedido a una triste ilusión, una especie de ensoñación. Después esa tristeza se transformó en algo que me pareció resignación. Su mirada, sin embargo, siguió fija en la muñeca por seis estaciones más.

Yo la seguí en su ensoñación durante esas seis estaciones y cuando me di cuenta estaba muy lejos de mi destino. Ella pareció despertar con el ruido del altavoz que anunciaba una estación de combinación. Regresó de golpe de ese lugar en donde había seguramente muchas muñecas gigantes que le sonreían y se bajó para continuar viviendo en ese lugar en donde los gigantes son hombres y mujeres de carne y hueso a los que debía dar suma tristeza a cambio de monedas.

Cuando cuento esta historia me tratan de cursi, de romántica y ridícula. Algunos me han dicho que eso que experimenté, y que todavía siento, se llama remordimiento.  La verdad es que no sé explicar porqué me molesta tanto la navidad. Hasta hace poco pensaba que el silencio con el que celebro estas fechas desde hace tantos años me traía mareas remotas de la bullas alrededor del pesebre, la novena fervorosa y los cantos, mientras me empachaban de regalos, comidas y amor, todo esto rematado con la fiesta de luces en el cielo perfectamente visible desde el patio de mi casa.

Pero luego el otro día vi un pesebre en una vitrina – objeto rareza por estos lados – y entonces caí ante la evidencia de que desde hace muchos años, mucho antes de mi experiencia triste en el subte de Buenos aires, ya no me convence el bulto que se acomoda entre José y María y toda la parafernalia que se arma alrededor de ese bulto por estas fechas, especialmente esa parafernalia en la que se le pide de rodillas al bulto que nos traiga “paz”, “amor”, “alegría”, etc, cuando todos sabemos que esas frioleras inmateriales no nos van a llegar de parte del protagonista de ningún mito, llámese “niño” o “viejito”. Cuando todos sabemos que no importa el lugar del mundo en el que nos encontremos por estas fechas, igual tendremos miedo de mirar a otros niñitos y viejitos que no sean los del pesebre o el aparador del centro comercial.

Serie «Gajes del Inmigrante»

(3) La navidad

(2) El equipaje y la traición

(1) La estampa colombiana

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Una posdata para agradecer a todos la lluvia de correos electrónicos, especialmente de los colombianos desperdigados por el mundo. Gracias por los comentarios generosos y los no tanto. Espero tener tiempo suficiente para responder a cada uno, pero mientras tanto debo agradecer en general el interés que ha suscitado esta serie de los “gajes del inmigrante”.

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