El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Caminar es ya tener una casa

Robert Walser, poeta y caminante.
Robert Walser, poeta y caminante.

 Caminar es ya tener una casa
Escribir es ya tener una casa.
Robinson Quintero Ossa.

Por la ancha carretera entre los bosques enanos, para recordar a Rimbaud, son muchos los poetas que han discurrido sin un destino y, en ese no saber a dónde ir, han encontrado la verdadera razón, o impulso, de vivir. Tiene mucha congruencia arrojarse a las calles y dejarse llevar por los pies a donde quieran ir cuando no hay en el mundo un solo lugar donde sentirse a gusto. Tal vez  a un cuerpo, que alguna vez fue habitado por la misma angustia de uno, o en un libro imprescindible por un verso que salva una memoria, o en una mesa de un café con vista a las multitudes que nos reclaman. Pero los cuerpos, como los libros y las mesas, se ajan y nos olvidan. Cuando damos vuelta por la soledad de otros, o la nuestra, repleta de plumas negras, de tazas de café agrietadas, ya no nos reconocen, y ahí es donde se agudiza la atracción de los caminos.

Añadido a esto se encuentra el hecho de que habrá pasado mucho tiempo desde la muerte del campo en la poesía, aunque podría pensarse en la obra de Rulfo como una resurrección y, en esta época, en la que tal vez se haya muerto todo, es más notoria esta traslación del poeta a la ciudad. Imaginar a Baudelaire en la ejecución feliz de su botánica del asfalto, como lo calificaría Walter Benjamin, embebido en la contemplación de la vida moderna, en los rostros de las muchachas, en sus colores, en la disposición de las cortinas –que tanto hablan de quienes ocultan–, en las cruces que hace el tiempo en la arquitectura, en la intromisión en la ciudad por parte de los bulevares, cuyo remedo: los centros comerciales, hoy en día son el punto de encuentro de la nada. Imaginarlo después, frente al papel haciendo sus anotaciones, componiendo su música celeste, es otra manera de entender lo que Sabines dijo para salirle al paso, por pudor, al hecho de sentirse poeta en comparación con espíritus como los de Hölderlin, Trakl, en cuyas orillas uno puede sentir soplar los fríos vientos de lo eterno: No soy un poeta: soy un peatón.

Asimismo confirma esto la inagotable cantera que es la ciudad para la poesía, en la que las voces antiguas se mezclan con las nuevas para quedarse en la palabra de quienes la transitan. Caminar por Bogotá es sentirse de ninguna parte. Es reconocer que el fragmento de tierra donde se nace, por mucho que hable por nosotros, es ninguna parte. Nadie ya parece venir del viejo pueblo donde, en 1896, José Asunción Silva le abrió vuelo al pájaro azul. Ese pequeño pueblo que intenta sobrevivir incrustado en una ladera de la indolente capital, que perdió su color por adoptar el de la tristeza y que ahora está habitado por los turistas, esos deprimentes peatones, ruidos lamentables del paisaje. Caminar por La Candelaria, con todo, es un consuelo por haber perdido la tierra de la infancia.

Como Robert Walser, exaltador de la luz y del camino, hermano de los abetos, pájaro del día, quien en la mañana del 25 de diciembre de 1956 salió a pasear a un ritmo muy acelerado para sus 78 años y, al ascender por un costado del monte Schochenberg, siente que los latidos del corazón se apagan y cae muerto sobre la nieve, pareciéndose sin confusión a Sebastian, joven poeta, a quien encuentran congelado los hermanos Tanner en su novela de 1907; habrá que volver al campo, empezar a caminar lejos de la fiesta del mundo. No tenemos una casa, nuestras pertenencias caben en unas cuantas páginas, ¿qué puede reivindicar mejor nuestra existencia que morir caminando?

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