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El Vuelo de Giuseppe Verdi

Por: Fernando Araújo Vélezotello9

Entonces, mientras algunos viejos amigos de Giuseppe Verdi llevaban sus restos por las calles de Busseto rumbo al cementerio, Arturo Toscanini levantó los brazos, cerró las manos, los ojos, y con un gesto rápido dio una especie de orden que derivó en un profundo murmullo de miles de personas vestidas de negro, que luego comenzaron a cantar una y mil veces “Va pensiero, sull’ali dorate; va, ti posa sui clivi, sui colli, ove olezzano tepide e molli l’aure dolci del suolo natal!” (“¡Vuela, pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas donde exhala su suave fragancia el dulce aire de la tierra natal!”).

Volaba el pensamiento, volaba la música, volaban los silencios, y Verdi era pensamiento, recuerdo, música, silencio, lucha, dolor, tragedia. Era mucho más que un cadáver metido en un ataúd, más que las decenas de noticias que ese día, 28 de enero de 1901, habían publicado los periódicos anunciando su muerte, más que el llanto de quienes iban acompañando el cortejo, y más, infinitamente más que los discursos de los políticos que esa tarde, y al día siguiente y durante semanas hablarían de su vida y su obra, porque Verdi, con su música, había logrado unir a los italianos para luchar por su independencia de Austria. Los soldados cantaban Va pensiero antes de salir a la guerra, y las mujeres cantaban Va pensierocuando se sentían nostálgicas y el miedo de la muerte las invadía, y los niños coreaban Va pensiero en las escuelas en las calles.

Va pensiero, el coro de los esclavos que abría el tercer acto de su ópera Nabucco, fue uno de sus legados a la historia, el himno no oficial de Italia, el canto de los revolucionarios. Por él, su vida comenzó a rodar de boca en boca por Italia, y se empezó a saber de sus comienzos y su pasión por el órgano, y que a los siete años el cura de la iglesia lo había regañado porque no le había pasado la copa de vino para celebrar la sangre de Cristo, pues Verdi se había quedado embelesado con el sonido lejano de un órgano. Se supo que viajó a Milán, que se casó con Margherita Barezzi y tuvo dos hijos, pero los tres fallecieron.

Se supo que no lo habían admitido en el conservatorio de Milán por su manera poco ortodoxa de tocar el órgano, y que había tomado clases con el maestro Vincenzo Lavigna, y que luego de la muerte de su esposa entró en una profunda depresión que lo alejó de todo y de todos por varios meses. Ya había estrenado Oberto. Había leído que Donizzetti decía: “El mundo quiere cosas nuevas. Después de todo, otros nos cedieron el lugar, de manera que nosotros también debemos cederlo… Me complace cederlo a personas tan talentosas como Verdi”, y había firmado algunos contratos con La Scala de Milán.

Pero los contratos eran los contratos. A los empresarios poco les importó el dolor del músico. Necesitaban llenar los teatros, recolectar el dinero de las entradas y gritar siempre “El show debe continuar”. Lo presionaron hasta que Verdi compuso Un Giorno di Regno, pero el público lo silbó. “Parte de la falta de éxito se debió, sin duda, a la música, pero parte se debió también a la interpretación. Con el alma destrozada por las desgracias que me habían abrumado, con el espíritu amargado por el fracaso de mi ópera, me convencí de que ya no debía buscar consuelo en el arte y tomé la decisión de no volver a componer jamás”, dijo por aquellos días.

Luego, algo más amargado aún, escribió: “Nosotros, pobres zíngaros, charlatanes y todo lo que a usted le plazca, estamos obligados a vender nuestras fatigas, nuestros pensamientos y nuestros delirios a cambio de oro: el público por tres liras compra el derecho a silbarnos o a aplaudirnos. Nuestro destino es resignarnos, eso es todo”. Rebelándose contra el sistema y contra los poderosos, se aisló, convencido de que nunca más iba a volver a componer, pero el aislamiento y el dolor y los recuerdos y la angustia se le fueron volviendo música, y cada vez más música, hasta que la música lo desbordó y explotó y él la dejó volar. Verdi regresó con su Va pensiero, que luego de su muerte sería el coro de los inmortales.

Con Nabucco, y por Nabucco, lo que antes había sido indiferencia, e incluso gestos de fastidio, se trocó en ovaciones y reverencias, y los aplausos se le metieron a Verdi en la vida y empezó a hacer música y música, arriesgando cada vez más, indiferente a algunos críticos que lo acusaban de haberle clavado un puñal a la ópera, como el libretista y compositor Arrigo Boito, quien en un poema insultó a Verdi y lo responsabilizó de la crudeza de la música italiana en la segunda mitad del siglo XIX. La respuesta de Verdi fue seguir componiendo. Lanzó las reglas y los códigos a la basura, y estrenó Macbeth, Aída, Don Carlo, Rigoletto. Boito quiso opacarlo con su Mefistófeles. La crítica celebró su audacia. Verdi dijo: “La obra aspira a ser original, pero sólo logra ser extraña”.

Por más de diez años, Verdi y Boito se insultaron, se provocaron y desafiaron, pero ante todo, compusieron, a veces tomando uno del otro, a veces, tomando por medio del ignorarse. Hacer era el nombre de su duelo, y que la posteridad decidiera. En 1879, luego de las decenas de palazos, Giulio Ricordi, el editor de las últimas obras de Verdi, se unió con Boito, quien tenía la lejana idea de trabajar en Otello. Conversaron, discreparon, esbozaron lo que podría ser la obra, y por fin, se reunieron con Verdi, que empezó a trabajar en ella en marzo de 1884, tres años antes de que se estrenara en La Scala de Milán.

Los afiches de promoción eran una síntesis de la vida de Giuseppe Verdi, pues su obra había sido libreteada por Arrigo Boito, su declarado rival desde hacía más de veinte años, y se presentaba en La Scala, el teatro que le había cerrado las puertas luego de su fracaso con Un Giorno di Regno. Su nombre estaba escrito en letras mayúsculas. Ese simple gesto lo decía todo. Verdi volaba.

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