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Viaje al fondo de lo inútil

Federico

William Martínez

Cuando Federico Falco habla de su pueblo parece andar sobre cáscaras de huevo: cuida cada palabra sobre un lugar que lo abrumaba pero que aprendió a querer. Si habla sobre literatura, en cambio, arriesga más y dice que las historias no tienen por qué enseñar.

Recuperar la eterna inocencia

Hay mentiras blancas. Las que tienen que ver con hazañas personales son mentiras blancas. Los pescadores cuentan hazañas inverosímiles para entretener, y en eso hay un gesto primitivo: está el placer de contar una historia y de reconocer en el otro el placer de escuchar esa historia. Es interesante: te das cuenta de que están mintiendo y seguís escuchando porque te ponés en contacto con el otro. ¿Es real? ¿Es mentira? No importa. Hay en ellos un esfuerzo por compartir y entretener, y compartir y entretener no deja de ser un gesto de cariño. Cuando pongo estos ejemplos de pescadores, imagino una gran mesa de gente y que alguien toma la palabra. No debe ser muy distinto del primer cavernícola que llegó y contó las hazañas que sucedieron del otro lado de las montañas. Esa escena –una apuesta en comunidad alrededor del fuego– se ve fácilmente en la literatura medieval; en cambio la literatura contemporánea se perdió en un rulo de búsqueda experimental o de pensarse a sí misma como arte, cosa que me parece superimportante, pero que no se olvide esa otra parte: dar el texto como regalo, que sea un agasajo.

Me interesa que las historias no enseñen nada. Casi todo el tiempo estamos haciendo cosas útiles: para aprender, para que nos paguen, para ascender. No sé si esto sea importante. Si algo es importante en todo caso, sería recuperar la inutilidad. Si vos lees mi libro 222 patitos para aprender algo, no vas a aprender nada. A mí me interesa leer para pasarla bien, para recuperar el goce estético, el disfrute. Tener la capacidad de disfrutar de la belleza, tener ansia de generar belleza, nos hace humanos. Cada vez que llego a ese lugar de fantasmas –qué van a decir, qué van a opinar– fracaso en el texto. Mi trabajo es recuperar la inocencia, la libertad primera.

¿Cuánto cuesta fijar una imagen de infancia?

Hay algo de abismo en el paisaje de la pampa argentina. Uno viaja desde Cabrera hasta Buenos Aires, siete u ocho horas de camino, y el paisaje –chato, llano– casi nunca cambia. Digamos: uno pasa por ciudades, árboles, pero es una línea recta casi constante. Vos avanzás kilómetros y kilómetros y el horizonte siempre está igual de lejos. Puede ser abrumador. Supongo que buscaba escapar de eso. Buscaba otros paisajes. Ustedes conviven con los cerros, no hay forma de que no se imaginen, aunque sea de manera inconsciente, que del otro lado de los cerros hay algo. Eso hace que tengás tres años y tu curiosidad esté disparada. En Cabrera no hay eso. El lugar más alto es el campanario de la iglesia. La imagen de mi infancia creo que tiene que ver con el horizonte, pensar el horizonte.

Hay una cosa que me impresionó muchísimo cuando era chico. Me contaron que alguien se había suicidado. Hay que entender que el pueblo sobre el que yo escribo cambió: antes vivía mucha gente en el campo, y el campo implica mucha soledad. Escuché una conversación a medias y decían que alguien se había suicidado tirándose al pozo del agua. Si lo pensás, es un lugar en el que ni siquiera hay una altura para tirarse. Ahí hay una imagen de abismo.

No quiero dar la imagen de un lugar terrible. No lo es. Cuando uno aprende a verlo es un paisaje muy bonito. Caminás y sentís que el viento agreste te captura. El viento en la cara. El zumbido en los oídos. En momentos de agobio no pienso en una playa del Caribe sino en Cabrera. Si salgo a la calle ahora y me pisa un auto, el lugar a donde van a tener que llevar el cadáver es Cabrera. Si tuviera que elegir una imagen sería esa: caminar por el campo y el horizonte se va alejando.

No sé qué respuesta darte. Esta es la parte que tenés que cortar porque todavía la estoy pensando. Ahora me hacés acordar de un personaje que realmente adoré toda mi vida. Mi tío Pedrito –en realidad era el tío de mi mamá– casi nunca iba al pueblo porque no le gustaba, sólo iba para cobrar la jubilación. Siempre tuve la percepción de que él disfrutaba de lo que le había tocado en suerte. Era muy silencioso. Era alguien que se llevaba bien con todo mundo. Su relación con los animales era impactante. Se levantaba muy temprano e iba a ordeñar las vacas, era la primera actividad del día. No me dejaba acompañarlo porque las vacas se ponían nerviosas. Lo miraba de lejos y entendía que él percibía de los animales un montón de cosas: sus abismos emocionales, sus cambios de ánimo. Pero nunca me quedó claro si lo que había en él era suma estupidez o suma sabiduría. Esa figura tan extraña que vos no sabés si este tipo la tenía muy clara o si este tipo tenía miedo y por eso no se iba de allá. En todo caso, si tuviera que elegir una imagen sería esa. Uno suele pensar en este tipo de personajes desde la carencia, aunque no me cabe duda de que era feliz. Pero ¿de dónde venía esa plenitud? ¿Lo disfrutaba porque era inocente y estúpido y simple, o aprendió a disfrutar de las pequeñas cosas?

Taras de la creación literaria

No veo de un ojo. Las cosas nunca están donde yo las veo, siempre están un poco corridas. A ver: allá en la terraza, donde cae el sol, veo una gran mancha de luz. Vos sos como una cosa muy borrosa mezclada con una mancha de sol. Nací con una miopía galopante, de esas que no se pueden operar. Eso me hizo reflexionar mucho sobre cómo se ve, qué es ver y, sobre todo, cómo comunicarlo. ¿Cómo puedo hacerle entender a alguien que ve con los dos ojos qué se siente ver con uno solo? Es refácil para ti: te tapas un ojo y ves con uno solo. Ahora: ¿cómo puedo yo saber qué es ver con dos ojos? No va a pasar. Nunca. Eso me llevó a pensar en algún momento de mi vida en cuáles son los límites del lenguaje. Todos vemos esta mesa y por eso nos ponemos de acuerdo con decirle mesa. Pero eso que no está afuera, que es de la piel para adentro, ¿cómo nos ponemos de acuerdo para llamarlo?

Hay gente que se casa por amor, que deja de hacer cosas por amor y, a lo mejor, esas dos personas no entienden exactamente lo mismo por la palabra amor. Son culpables las personas, y un poco el lenguaje. El lenguaje tiene esos límites. Estoy seguro de que, así como yo nunca voy a poder ver el mundo con dos ojos, ninguno de ustedes –nadie– va a leer en mis cuentos lo que yo exactamente quería poner. No va a pasar. Creo que esto está inscrito en la poética que subyace a los temas que me interesan.

Soy muy despistado. Tiendo a escuchar a medias. En este caso te estoy prestando atención porque es una entrevista y es importante. Pero si por ahí fuera que estoy tomando café con unos amigos y escucho que alguien dice algo en la mesa de al lado, me pierdo: ¿por qué habrá dicho eso? ¿Quién será? Una vez un amigo me contó que en su pueblo, una zona casi desértica de Argentina, pasó un circo y dejó al elefante. La conversación dio un giro y no supe más. ¿Por qué un circo abandonaría a un elefante? En mis cuentos invento respuestas a esas imágenes que agarro de pasada y no entiendo. Mi lugar tiene que ver con el mentir, si querés.

La libertad para crear es la principal ventaja de estar al margen. Vengo de un pueblo donde no había escritores, no hay librerías, hay dos o tres videoclubes, el cine lo cerraron hace un tiempo. Borges y Cortázar estaban tan lejos que no sentía la intimidación de los padres. Leerlos era como leer traducciones de Anagrama. Todo el tiempo veo gente en los talleres que dicto, escribiendo para que los publique Alfaguara o una editorial grande, y me parece bien, pero yo nunca lo tomé como un desafío.

Después de la crisis de 2001 en Argentina, publicar era una utopía. Escribía entonces para nada, para compartirlo con unos amigos. En 222 patitos los cuentos están dedicados porque las historias me las contaron ellos. Una parte grande de ese libro la escribí en una casa de veraneo. Me levantaba muy temprano a escribir mientras el resto seguía durmiendo. Quería darles ese regalo, quería que vieran cómo me había apropiado de sus historias. Estaba al margen: me van a leer dos o tres amigos; lo hago porque me gusta, me decía. Y no hubiera podido hacerlo si pensaba que mi libro tenía que estar en la misma estantería de Borges y Cortázar.

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