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Una voz que no callaron

muertes

Por: Paula Andrea Blandón Arias

Eran aproximadamente las 12 del mediodía. Yo estaba barriendo la cocina que conectaba con la sala y finalizando los quehaceres que me dejaba mi mamá. En la tranquilidad del campo uno no siente que corra el tiempo, las ventanas siempre se mantienen abiertas, sólo se escuchan las gallinas y los cerdos. Uno se mantiene descalzo, por eso los pies cuando uno llega a viejo son gruesos y las uñas también: patas de campesino, como las tengo yo. Las mismas patas que tenía mi mamá. Mi mamá era una mujer blanca, alta, de cabello negro y de contextura gruesa. Vivía con un señor que no era mi papá y con nosotros. Mi verdadero papá me negó, pero le pesó. Un día, de puro rencor bajé hasta el pueblo y le di un garrotazo en la espalda por malnacido.

En la finquita donde vivíamos, en Frontino, éramos seis hasta que mamá murió. Ese día, en la cocina, escuché a mi hermano mayor, Alberto, que venía llamándome a los gritos. “Gilma, a mamá la mató la chusma y regaron los pedazos”. Mamá trabajaba en una tienda en el parque. Según lo que contó mi hermano, cuando él bajó a la tienda no estaba sino el rastro de su sangre y la tienda robada. De inmediato salió corriendo y cuando iba a pasar la quebrada para ir a la casa, vio que un tío de nosotros llevaba una cabeza y era la cabeza de mamá. Los otros que venían con él traían el resto de partes del cuerpo para tirarlos a la quebrada. Mi tío lo vio y le apuntó con su arma, a lo que él le tocó salir corriendo y coger otro camino para llegar a la finca.

Mi hermano parecía un papel y entre lágrimas me dijo que como fuera debíamos ir a dar santa sepultura a mamá. Arranqué con Alberto y los tres hermanos chiquitos pegados del vestido. Bajamos a la quebrada y empezamos a recoger los pedazos. Cuando cogimos la cabeza, se vació en sangre. Los chiquitos lloraban. Alberto hacía el hueco mientras yo rezaba lo único que me sabía, el padrenuestro. Finalizando la tarde, nos devolvimos para la finca, pero yo ya no quería estar ahí. Se regó el chisme de que habían matado a mi mamá y que estaban buscando a mi hermano para matarlo, así que esa noche decidí que me quería ir para Medellín. Al otro día de la muerte de mi mamá me levanté temprano y me fui para el pueblo a pedirle ayuda al párroco, él me dijo que iba a ser todo lo posible por mandarme en las chivas que salían por la noche para Medellín, para que nadie supiera de mí.

A la edad de diez años, en el campo ya se sabe lavar en piedra, sembrar cultivos, montarse a los palos a recoger frutas, se sabe planchar y hacer los deberes de la casa. Me echaron del colegio en cuarto de primaria porque le pegué a la profesora, que le pegaba a mi hermanita. Por eso los quehaceres los aprendí muy bien. Cuando el padre llegó me dijo que todo estaba listo para irme y que además mandaba una carta de recomendación para trabajar en casas de familia haciendo oficios, algo a lo que ya estaba acostumbrada. Salí a las ocho de la noche de Frontino con Dios y María Santísima, pidiéndole a los santos que la chusma no fuera a parar la chiva, no me fueran a reconocer y me mataran.

Llegué a Medellín muy tarde en la noche y derechita, me fui para la agencia a esperar que abrieran. Amanecí sentada en una silla que había afuera pensando que me había salvado, pero que no le había contado a mi hermano lo que iba a hacer y que posiblemente él estuviera pensando que yo ya estaba muerta; pero si no salía de ahí no me salvaría ni de mi propia familia. Cuando llegó el funcionario de la oficina revisó mis papeles y me dijo que me sentara. Después de unas horas me llamó y me dio la buena noticia: había una familia en el barrio el Poblado que estaba buscando una niña para los oficios. Salí con la dirección y cogí bus, llegué y me encontré con una familia conformada por tres niños y sus papás. Empecé el día lavando la ropa, trapeando y cuidando el resto del día los niños y ahí empecé a trabajar en casas de familia, cocinando, cuidando niños, aguantando hombres que trataban de abusar de mí. Pero menos mal yo nunca me dejé. A uno le quemé la cara con la plancha, a otro le voltié las guevas, otro casi lo dejo tuerto y al último del que me acuerdo le arañé la cara y me saqué los pedazos de entre las uñas. En esos tiempos yo tenía las fuerzas que no tengo ahora y hasta machete le sacaba al abuelo cuando me hacía enojar.

Después de haber trabajado varios años en casas de familia, uno de mis patrones se ofreció a ayudarme a entrar en un banco y de allí me pensioné como aseadora. He conocido las injusticias habidas y por haber. No sé cómo, años después mi hermano Alberto me logró contactar y me contó que mi papá había muerto en un asesinato macabro, él se quedó criando a mis hermanos pequeños, Bernardo, Aura y Nazaret, hasta que a la edad de quince y catorce se fueron yendo. Me dijo que la finquita todavía se conserva y que es más fácil llegar allí, pero que por la gente que todavía está no me conviene ir. Yo extraño mi tierrita, no hay nada como el campo, pero la ciudad y la vida me han hecho ser lo que hoy soy.

 

 

 

 

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