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“Trashumantes de la guerra perdida”: recuperar la vida para que las criaturas bajen mansamente a la tierra del recuerdo

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 NOVELA: III VOLÚMEN DE EL QUINTETO DE LA FRÁGIL MEMORIA

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento* – Especial para El Magazín de El Espectador

Sonjusha, sientes amargura por mi larga prisión, y preguntas:

‘¿Cómo es que algunos hombres pueden decidir el destino de otros?’

Toda la historia de la civilización está basada en decisiones sobre la vida que otros hombres deben seguir,

y tiene sus raíces en las condiciones materiales de la vida. Sólo un nuevo y doloroso desarrollo puede traer

el cambio. Te preguntas: ‘¿Para qué todo esto?’ ¿Para qué? No se puede cuestionar la vida en todas sus formas. Realmente no sé por qué hay pájaros en el mundo, pero su existencia es una alegría y es un dulce

consuelo oír su canto a poca distancia del muro. Sonitshka, quédate tranquila y no te preocupes por mí.

Ya verás que todo saldrá bien.

ROSA LUXEMBURG, 1986, deMARGARETHE VON TROTTA

 Un país que inevitablemente terminaría convirtiéndose en paracolandia, porque su clase dirigente secuestró la democracia y se negó a evolucionar, sobornada y chantajeada por los poderes económicos,

aculillada ante la perspectiva de ver disminuidos sus privilegios.

RAFAEL BAENA

 Estamos aquí para desaprender las enseñanzas de la iglesia, del estado y de nuestro sistema educativo. Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra. Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida, que la muerte tiemble al recibirnos.

CHARLES BUKOWSKI

Al contrario de los viajeros que no encuentran un lugar ni hallan lo que buscan en él, por eso siguen siendo viajeros, los trashumantes quieren encontrar ese lugar para dejar atrás la trashumancia. Ese sería el derrotero de los personajes que habitan la ficción narrativa de Trashumantes de la guerra perdida, de Jorge E. Pardo, inicialmente titulada como Trashumancia, y que aunque no los persiguen, “huyen de la guerra y sus horrores”. A ellos alguien les dijo que “venía de un lugar donde […] existía un agujero, en el cielo cerúleo, que irradiaba felicidad”, a propósito, leitmotiv de la obra y, en efecto, el objetivo central de sus vidas pues así no hayan creído lo de la felicidad, “buscarían ese sitio para dejar la trashumancia” (p. 17). La presentación de una historia no oficial, sin velos en la memoria, que le da la palabra a los vencidos, a la gente del común, a las víctimas de la guerra, más que de la violencia, para que sean ellos los que, por fin, den su versión del conflicto real, no el manoseado por los manipuladores de la historia, pero antes por los políticos y los medios, que han ajustado siempre tanto el conflicto como la historia a la medida de sus necesidades y, ante todo, de sus intereses. Se dice en la novela: “La historia la escriben los vencedores y la cuentan los vencidos”, y las que en ella la cuentan son tres generaciones de la familia de Benedicto Guzmán y Tulita Mendoza, los hijos y nietos de éstos, incluyendo a los tres hermanos de Benedicto: Camilo, Yesid, Sigifredo y sus herederos. Todos ellos oriundos del Tolima, donde según Pardo, con la muerte de Antonio Almanza, aquel 16 de julio de 1951 “lo identificarían como el inicio de la violencia en El Líbano.” (p. 77)

Son, esta vez, 86 capítulos breves a lo largo de 470 páginas en la Prueba de autor, de la que se cita aquí, y a través de los y las cuales se cuenta una nueva historia, no la de Planeta sino la no oficial del país llamado Colombia entre las décadas de 1920 y 70: desde las luchas de Quintín Lame, Juan de la Cruz Varela, pasando por las de Sangrenegra, Veneno, Desquite, hasta llegar a las de Tirofijo, las FARC, el ELN, el desangre causado por los paracos, el narcotráfico del lado de acá y del lado de allá, como en una esquizofrénica rayuela, en fin, el robo de las elecciones de 1970 que aunque ya tenían un ganador la noche del 19 de abril, al día siguiente no sólo apareció otro en su lugar y en el solio de Bolívar sino que dio origen al surgimiento del grupo guerrillero M-19, el que ya se había presentado a la opinión pública mediante avisos comerciales, publicados en El Tiempo, con base en un remedio para solucionar los males nacionales. Todo ello, a través de una obra narrativa que habla sobre la trashumancia, ese desplazamiento que no siempre obedece a la voluntad; que es útil para voltear a la historia oficial; que desvirtúa las supuestas traiciones de la guerrilla al Gobierno; que permite desmitificar términos como bandoleros, bandidos, sediciosos; que revela la forma secreta como los comandos guerrilleros se sublevaron en respuesta a la represión oficial; que sin querer se opone, con base en sus virtudes literarias, a la tan recurrentemente citada e incierta muerte de la novela.

Este ensayo se propone abordar ciertos asuntos inusuales en la novela colombiana actual, contemporánea, no la que vuelve sobre el conteo de muertos ni le interesa la sangre o el horror sino la que ha superado la estética de la violencia visceral, para además ocuparse de la reflexión sobre el porqué de dicha violencia y, más allá, sobre los porqués de la guerra, una guerra apoyada y financiada desde el exterior; si bien Trashumantes continúa la saga a manera de crónica histórica, a la vez que cuenta la historia desde los vencidos, aquí lo hace al estilo de la novela polifónica; permite notar que de cara a la historia, de acuerdo con Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”, y que estas últimas las hacen seres independientes del narrador principal para tejer una sola voz, que es lo que configura el coro griego y luego la polifonía; que, en sí misma, la obra de Pardo constituye un desafío franco, desnudo, a la historia oficial, la que por tradición ha ocultado los hechos verdaderos sobre el problema de la tierra, nuez del conflicto, con base en pactos de silencio o secretos o en acuerdos firmados a espaldas del pueblo; que una investigación hecha con rigor posibilita descubrir los hechos ciertos detrás de la farsa histórica que se les ha ocultado a los colombianos; que mientras exista la mirada ética/estética del humanista, del escritor honesto, así sea historiador sin título, es posible confesar lo inconfesable para desenmascarar lo que durante tanto tiempo se ocultó como si se tratara de algo normal, aceptable, irrelevante; que el país/lugar común de la muerte llamado Colombia es resultado fundamentalmente del contubernio iglesia/conservatismo, aunque esto no sea motivo para excusar al liberalismo de sus posibles y/o probables errores o exabruptos; por último, usa la memoria como un insumo imprescindible, dentro de la construcción literaria, para operar en dos sentidos: uno, como materia de recordación; y dos, como “el único tribunal incorruptible”, de que habla Mempo Giardinelli en su novela Santo oficio de la memoria.

Dar vuelta a la historia y desmentir traiciones guerrilleras

Una novela útil, directa e indirectamente, para darle la vuelta a la historia oficial. En fecha reciente, Semana digital, publicó el artículo Conflicto: el 2015 fue el año del perdón, en el que señala: “Fue en retaliación por el ataque a Marquetalia que Tirofijo y sus hombres volvieron a levantarse en armas hace medio siglo” (26/12/2015). No, no es la guerrilla (puesto que no existía en un comienzo) la que atacó o ataca al Estado colombiano, sino el Estado que persiguió, acosó y desplazó de manera forzada al que, primero, era un grupo de simpatizantes de Gaitán, entre ellos Pedro Antonio Marín, más tarde Tirofijo por su infalible puntería (1), y que luego, por obra de la difamación propia de aquél que no puede con su opositor, llamó bandoleros, bandidos, delincuentes y, más recientemente, guerrilleros, sediciosos, narco-terroristas, etc., en una clara postura de soberbia y arrogancia, como queda al desnudo en la obra de Pardo, lo mismo que en el texto de Arturo Alape Tirofijo: los sueños y las montañas 1964-1984 (Planeta, 2007), en el que no sólo esto se evidencia, sino el probable origen del título de la novela: antes Trashumancia, ahora  Trashumantes de la guerra perdida. Como se puede inferir de lo anotado en la novela, y de lo ocurrido en la historia, la guerrilla se ha defendido, ha tenido que huir y desplazarse, mientras el Gobierno es el que, azuzado por la Iglesia y el Partido Conservador, ha tomado retaliaciones, atacado, bombardeado, masacrado a la población civil, a nombre de la defensa de los colombianos, a la postre los mismos que han sido ofendidos y humillados y desplazados a la fuerza de sus tierras, las que han terminado siempre en manos de los ricos, después de una orgía de sangre, como lo dice un cura en la novela: “El sacerdote Baltazar Vélez tenía razón: el contubernio entre clero y conservatismo terminó por convertir al país en un lago de sangre.” (p. 425)

A lo anterior, se suma algo que se hace imperioso aclarar en aras de la verdad histórica: tampoco es la guerrilla la que “ha traicionado muchas veces al Gobierno”, como en diciembre de 2015 sostuvo el presidente Santos a través de El Espectador y eso queda en evidencia con la narrativa de Trashumantes mediante múltiples voces que desmienten tan endeble calumnia. Es el Estado el que en las sucesivas guerras, “la de Laureano, la de Rojas Pinilla, la del Frente Nacional”, sin hablar de las del siglo XIX, ha traicionado los acuerdos hechos con los sucesivos cuadros guerrilleros para luego perseguirlos, acosarlos, darles muerte: desde Sangrenegra y Desquite, pasando por Guadalupe Salcedo, los bombardeos a Marquetalia y Casa Verde, hasta llegar a Raúl Reyes, Manuel Marulanda y Alfonso Cano: éste último, asesinado de forma cobarde y alevosa, por orden expresa del presidente Santos, cuando al ser atacado por las primeras bombas perdió sus gafas y tuvo que terminar huyendo a ciegas durante la Operación Odiseo efectuada en el Cauca (4/nov./ 2011): “Cuando comenzaban los diálogos, Juan Manuel Santos dio la orden de dar de baja al máximo general de las Farc, Alfonso Cano, y la guerrilla aceptó dialogar a pesar de ese golpe. El 13 de junio Santos le dijo al hermano de Cano [Carlos Roberto Sáenz]: ‘Yo ordené la muerte de su hermano porque estábamos en guerra, y estamos en guerra.’” (2). Y esa traición oficial se refuerza en la novela con la historia de Guadalupe Salcedo, quien, tal como Juan de la Cruz Varela, se somete y a diferencia de éste acaba asesinado: “Guadalupe Salcedo, El Centauro Mayor, subió al avión y pudo ver su llano mientras los militares brindaban con vasos plásticos. Abajo sus luchas y correrías, sus leyendas, verdades y mentiras. La pacificación, una parte de su deseo porque sus centauros estaban cansados y con ganas de abandonarlo todo. La traición del Directorio Liberal, de Lleras Restrepo, los desmoralizaba. En Bogotá y el país respaldaban a Rojas y la modernización de las armas del ejército los alejaba de la victoria. […] Los aguerridos llaneros recibieron el mensaje que Salcedo mandó el 15 de septiembre de 1953 desde Monterrey, llave de la guerra y sello de la paz, para el sometimiento. […] Era el comienzode la traición y Silvia lo presintió. Cuatro años después, Guadalupe Salcedo […], caería asesinado en Bogotá.” (p. 189).

Calificativos oficiales, estados de sitio y guerras de baja intensidad

Respecto a Marulanda y al calificativo/descalificador, dice Alape: “La imagen pública de Marulanda creada por el ejército, tiene necesariamente una relación directa con las acciones de combate, en los cuales sin importar los resultados de bajas entre ambos bandos, de inmediato se publicita esa imagen. Por principio de institución, nunca podrá dar un valor humano, ni en lo militar ni mucho menos en lo político, al enemigo que persigue. Los calificativos son el comienzo de creación de esa imagen, y el primero de indudable condición connotativa, en los años sesentas [sic], después de que el ejército aniquilara los grupos de bandoleros en el Tolima, es precisamente bandolero: ‘Sobre estas gentes [sic] —de Marquetalia— ejerce influencia el bandolero ‘Tirofijo’, declara el ministro de Guerra general Ruiz Novoa, 1964.” (2007: p. 241). Y a esos bandoleros, primero, luego sediciosos, más tarde terroristas y narcotraficantes, llamados así a causa de la injerencia gringa en los asuntos internos del país, al comienzo; después, a causa del Plan Colombia y de la Doctrina de Seguridad Nacional de George Bush II, tras el auto-tumbe de las Gemelas; por último, a causa de la paranoia anti-comunista de los distintos gobiernos estadounidenses y de la de sus áulicos nacionales, se les va a perseguir con saña mediante diversas “estrategias”: entonces, el país se llena de espías en campos y ciudades; algunos de los guerrilleros sometidos devienen informantes del ejército y, por ende, del gobierno; sólo con la guerra de las dictaduras y de las falsas democracias, los campesinos entienden que los guerrilleros disidentes tienen razón en desconfiar de quienes pretenden derrotar cualquier foco rebelde, como se pone en evidencia con todos y cada uno de los estados de sitio desde Rojas Pinilla: “El Estado de Sitio, o de guerra, no fue levantado por el General Presidente. Las palabras del Dictador: Cristo y Bolívar [sucedáneas de la sangre y la tierra, de Hitler], caían al vacío.[El bandolero, más bien rebelde] Richard decidió viajar al Sumapaz para dialogar con Juan de la Cruz Varela, aún militante del liberalismo. Los campos empezaban a llenarse de espías. Algunos liberales se sumaron al ejército y servían como guías a las tropas; las lejanas guerrillas de paz, entregadas como informantes del gobierno, se revivían a cambio de recompensas y sueldos cobrados con huellas digitales. Rojas no toleraría que los comunistas lo pusieran contra la pared. Ordenó que una gran compañía con armamento pesado, […] se apoderara de la zona teniendo como base la población de Cunday, cerca de Villarrica. Extirparlos, derrotar cualquier rebelión. La guerra de la dictadura empezaba y los campesinos se dieron cuenta de que Richard tenía razón.” (p. 195) En fin, EE.UU no dejará jamás que los comunistas o socialistas lo pongan contra la pared, como queda claro desde los tiempos de Uribe Uribe, quien proclamaba: “Si el liberalismo quiere robustecerse, tendrá que abrevar en las fuentes del socialismo”, hasta los de Gaitán, a quien el embajador gringo de la época, John C. Wiley (1946/47), acusó en un mismo párrafo de fascista y socialista y quien “va a ser una preocupación política de alguna duración…”, por pretender (sin estar aún en el poder) nacionalizar la banca, la cerveza, los servicios públicos y, al filo del tiempo, el petróleo: “… dirigentes como él vienen y van porque esta tierra [Colombia] no es fértil para las ideologías extranjeras. Puede ser que, momentáneamente, sientan atracción por esa agitada mímica fascista”; […] “Gaitán tratará de desplumar nuestra águila y de alzar vuelo en aras de la charlatanería. Por tanto, se requiere una política de paciencia y entendimiento porque el doctor Gaitán va a ser una preocupación política importante de alguna duración”; por último: “Se ha declarado partidario de nacionalizar la banca, las cervecerías y las empresas de servicios públicos, y ha propuesto otras formas de socialismo de Estado que, con el tiempo, podrían abarcar la industria petrolera.” (3); pasando, incluso, por los tiempos de Camilo Torres, a quien le cerraron todos los canales de movilidad social, a quien persiguió con saña no sólo el general Violencia, por Valencia, Tovar, sino la potencia extranjera detrás suyo, y cuyo caso contiene un claro ejemplo de crimen represivo: a quien, por último, no le quedó otra salida que sumarse al ELN y allí, en Patio Cemento, en medio de “una guerra de baja intensidad” desarrollada por los gringos a la usanza de la época, se le asesinó en un combate disparejo contra las fuerzas del ejército oficial.

Origen de Trashumantes, pena de muerte, denuncia del Imperio y sus agencias

Ahora bien, respecto al probable origen del título de la novela de Pardo, hasta escribir este ensayo Trashumancia, ahora Trashumantes de la guerra perdida, se cita lo que, sobre la trashumancia como acto clandestino en relación con Tirofijo, afirma Alape en la Introducción: “Marulanda establece distancias en la comunicación. Cuando se trata con él de lo cotidiano en lo individual, se encierra en sí mismo, se oculta. Prima en la comunicación, su ser militar. Tanto tiempo en la vida de monte, la clandestinidad de la transhumancia [sic] constante, han hecho de su personalidad, un hombre introvertido. Su intimidad no debe, no puede hacerse pública, entonces crea mecanismos impenetrables, que sólo se abren ante la voz y la confianza que deposita en sus compañeros. Marulanda habla de lo que cree debe hablar. Se silencia en los aspectos frontales de su experiencia militar, que en últimas y desde su punto de vista, es y debe ser, un secreto militar.” (pp. 12-13) Como, igual, va a ser un secreto la forma como se van organizando los comandos sublevados contra el ejército, en respuesta a la represión oficial, recurriendo a toda suerte de estrategias, desde bazares y rifas hasta reinados y pagarés impuestos a los ricos, tal como se puede ver en el filme de Julio Luzardo El río de las tumbas (1964), cuando por los ríos colombianos, en especial el Magdalena y el Cauca, empezaron a bajar cadáveres, o se puede leer en la novela: “Un viejo amigo de los parias del Davis llegó a Villarrica. En reunión secreta, donde asistió Ángel Alberto Guzmán, el comisionado político, Martín Camargo, que exigió desintegrar los comandos, ahora militante de un partido ilegal, les pedía que se alistaran para la guerra. La consigna salió en boca de los nuevos Emisarios: ¡Armarse! ¡Al verde! Las armas empezaron a circular, navegando en pequeñas chalupas por el río grande de La Magdalena hasta Girardot y después a la montaña. Muchos fabricantes las vendían en un comercio clandestino, abierto. Marco Jiménez, el mayor traficante, acaparaba el dinero que los campesinos reunían en bazares, rifas, colectas, loterías, billetes y pagarés, impuestos a los adinerados.” (p. 195)

Como en toda novela de y sobre guerra, de y sobre violencia, la muerte es tema central en la de Pardo (cuyo nombre, Jorge Eliécer, a propósito, recibió de sus padres en homenaje al caudillo). En ese sentido, Trashumantes hace pensar sobre la idea de la pena de muerte como acto inútil, ahora que Colombia entra, si la Historia no dice otra cosa, en un doble proceso: de transición hacia una verdadera democracia; y en un difícil y retador posconflicto. En ambos casos, seguro, pero no necesariamente pensando en que haya verdad, justicia y reparación, se invocarán medidas tan extremas e inútiles como la citada, en un país en el que la pena de muerte es un lugar común que por lo común es negada por el Estado y por los sucesivos gobiernos de turno. Esa inutilidad de la pena de muerte ya ha sido tratada en dos textos capitales sobre el tema: 1. Reflexiones sobre la horca, de Arthur Koestler; y 2. Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus, recogidos en un solo volumen titulado La pena de muerte (Emecé, 2003, 222 pp.). Y se cita aquí a Camus porque, justamente, en su obra habla de los eufemismos que el Estado utiliza, instrumentaliza, para intentar legitimar, de manera serena y racional, un asesinato cometido, es decir, cuando aplica, sin decirlo, la pena de muerte. Así, se dice del condenado que “ha pagado su deuda a la sociedad” o “expiado su culpa” o que, en cierto momento, “se hizo justicia”. Pero, a la vez cabría preguntar, ¿qué se entiende por justicia? ¿Qué entiende por justicia un gobierno que recurrentemente ha violado la Ley para aplicársela al pueblo con una desproporción inusitada? ¿Vive la Ley en el mismo piso en el que habita la justicia? ¿Acaso, históricamente, no está demostrado que la Justicia vive en un piso adonde la Ley no llega? ¿No han sido los políticos los que han acomodado la Ley a su arbitrio causándole numerosos remiendos a la Constitución, primero la de 1886, de Caro y Núñez, y luego la de 1991, de Gaviria, Serpa, Navarro Wolf y compañía, en particular Uribe Vélez, quien en sus dos gobiernos (2002-2010) introdujo 28 remiendos a su antojo para ser elegido y más tarde reelegido? ¿No está, acaso, detrás del conflicto socio-político, de la guerra, la sombra seudo-protectora de Estados Unidos, más allá de la (no) simple injerencia extranjera como partícipe directo de las decisiones que se toman para acabar a como dé lugar con la guerrilla, siempre bajo el eufemismo de un inofensivo Plan Colombia “contra el narcotráfico” y a través, como dice el Nobel Harold Pinter, de otro eufemismo, el de “una guerra de baja intensidad”? Así, cuando el autor de Trashumantes habla de la “injerencia norteamericana” (que debería ser “estadounidense”) se remite a lo mismo que en la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas plantearon el periodista y sociólogo Alfredo Molano y el profesor titular de la U. Pedagógica Nacional Renán Vega Cantor: los dos únicos que escaparon al coro/loro del Sistema para revelar lo que ya se sabía pero que, mediante pactos secretos y de silencio, tanto tiempo se les ocultó a los colombianos.

Así como ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo, fue pionera en expresar: “¡¡Abajo la penetración cultural yanqui!!” (Colcultura: p. 100), Trashumantes vendría a ser la primera novela en la historia de la literatura colombiana que menciona (para no decir denuncia) la injerencia del imperialismo estadounidense en los asuntos internos del país y, más allá, en la generación y producción de la guerra, terminando por causar la destrucción de miles de vidas, naturalizando de paso la violencia contra las mujeres, los ancianos y los niños, en fin, violando (niñas) (4) y destruyendo todo lo que hallan a su paso, siempre a través de pretextos como la construcción de escuelas y de hospitales, en el Chocó, o de defensa de la democracia, la justicia y la seguridad, en la sede del Ministerio de Defensa en el CAN o en el búnker de la Embajada en Bogotá. Ahora bien, respecto a Trashumantes como novela polifónica cabría citar lo que se dice en Hábitos nocturnos, novela de Alfonso Carvajal: “Leverkühn recuerda que durante mucho tiempo la música fue cantada —a  una voz primero y a varias voces después—, y el conjunto armónico de estas voces configuró la polifonía. Estas voces independientes del narrador principal, tejen una sola voz, que es en sí misma la polifonía —la novela— y el elemento que la agudiza es la disonancia, o sea, la falta de proporción que la hace parecer extraña y fuera de razón, pero cuyos fragmentos reunidos le dan un sentido coherente y unitario.” (2009: p. 107) La cita anterior se ajusta a lo que Pardo ha logrado, por una parte, gracias a la investigación, al acopio de fuentes y de materiales inéditos sobre la guerra, como los de monseñor Germán Guzmán o los del Comandante Olimpo, Eutiquio Leal, o sea, gracias a material auto-consciente y, por otra, a lo que ha logrado de forma inconsciente/consciente, gracias a sus abismos y demonios y a otras fuentes: a su bagaje de lector, escritor, editor, periodista, fotógrafo, reseñador, al diálogo con sus propios textos, igual que a sus sueños y búsquedas vitales y estéticas.

Todo ello, en medio de una gran libertad de expresión personal, de una honda expresión personal de libertad, que es la que debe tener todo escritor dentro de un estado llamado democrático, un estado de derecho. Para que no se repitan casos como el del escritor Virgilio Piñera (y no es que esto no sea pan corriente en los regímenes de derecha: los más reaccionarios, disfrazados, eso sí, de tolerantes por el mal cinismo de los políticos y la farsa de los medios), quien alguna vez, en el teatro Karl Marx, de La Habana, le dijo a Fidel Castro: “¿Por qué el Estado tiene que tener miedo de sus escritores, por qué los escritores tienen que tener miedo de su Estado?” Lo más grave vino después: a Piñera no se le metió a la cárcel por su desobediencia civil ni por agresión a la autoridad ni por transgresión política, sino por su condición sexual, es decir, homosexual. Triste que para los políticos (y no porque sean de izquierda, como en este caso) siempre esté primero el pretexto, la pantomima, el engaño, antes que los hechos; la estratagema, el utilitarismo, la artimaña antes que la realidad. Menos mal, eso sí, Cuba, a diferencia de Colombia que dice serlo en la Constitución pero en la práctica otra cosa, es un país laico: lo cual ha hecho que las causas y los orígenes de la guerra, como medio de destrucción de seres humanos, sean distintos… Así, como se dice en Trashumantes: “Si la guerra es el arte de destruir hombres, la política es el [arte] de engañarlos.” (p. 425) Y aquí debe refrescarse la memoria: ese arte de destruir hombres fue, primero, desarrollado por la Iglesia Católica, así como el arte de engañarlos fue instaurado, después, por el Partido Conservador, lo que figura en letras de molde en Trashumantes aunque, paradójicamente, haya desaparecido de los libros de historia, empezando por el del padre Justo Ramón, y evaporado de la conciencia colectiva de los colombianos gracias al agua de cobardiana, ya no valeriana, suministrada sin descanso por los medios, siempre con el mandato directo que los EE.UU hacen de la información mundial a través de CNN y de otras agencias… no propiamente de noticias.

Conclusión: Que las criaturas bajen mansamente a la tierra del recuerdo, no del olvido…

En conclusión, tras leer Trashumantes de la guerra perdida, de Pardo, lo deseable es que unos pocos no sigan decidiendo el destino de una mayoría. Para eso es imprescindible, por todos los medios que sean necesarios, cambiar las condiciones materiales de vida y eso es únicamente posible a través de un nuevo y doloroso desarrollo, ojalá no violento ni guerrerista como hasta hoy ha sido, sino mediante la aplicación, real, de la justicia social que a su vez posibilite la paz: la paz de la vida, para los vivos, no la de los sepulcros, para los muertos. Los mejores guías, en tal sentido, son los seres comprometidos con la realidad y con la historia de su tiempo, esos pájaros en forma de escritores o de profesores universitarios que son una alegría y un dulce consuelo, aunque no pocas veces sean encerrados en cárceles y su canto resuene con sordina frente al ruido sin freno del mundo y otras muchas veces se mueran antes de que, en efecto, el statu quo cambie: de todas maneras poco importa porque han dejado los mojones necesarios a los lectores para que sepan dónde están parados, sin más trampas ni dobleces ni engaños, como el de hablar de paz y posconflicto (“El conflicto es cosa del pasado”, dijo un emisario del imperio europeo en reciente visita a Colombia: el sociólogo francés Lipovetski) mientras la guerra sigue y ni siquiera se ha firmado un armisticio. Esto lleva a recordar al peruano Ribeyro, en Dichos de Luder: “Un amigo irrumpe en su casa para anunciarle que ya se firmó el armisticio. —Bah, comenta Luder. Ya te darás cuenta que la paz sólo consiste en cambiar la guerra de lugar.”

Si hubiera que ubicar el momento en que se fue a pique el galeón, más que el barco, de la co-existencia pacífica entre los colombianos y fue reemplazado abrupta y violentamente por el que uno de los novelistas más interesados por la historia y sus guerras, Rafael Baena, llamó paracolandia, podría decirse, fue cuando los dineros calientes del narcotráfico se volvieron el pan y el circo cotidianos dentro de las campañas políticas nacionales. Cuando la clase política no precisamente secuestró a la democracia, puesto que nunca la hubo, ni la ha habido ni probablemente nunca la habrá, sino que la usó de pretexto para seguir manipulando la conciencia colectiva a través de la compra de votos, del fusil en la cabeza del votante, de la dádiva lastimera en el bolsillo del que con la venta de su sufragio apenas negocia su dignidad y, con ello, la pérdida de su futuro a cambio de un plato de lentejas. Haciendo, con esto, posible revivir lo que Ítalo Calvino llamó en un texto sobre la Italia de posguerra La conciencia tranquila: apólogo sobre la honradez en el país de los corruptos y que parece, sin exagerar, una radiografía socio-política de la Colombia de los años 1970 en adelante y, ante todo, la que tenemos hoy (5). Y en este punto de la historia, cabe recordar que a raíz del robo o, igual, soborno, de 1970, cuando Pastrana amaneció ganador de las elecciones en las que Rojas Pinilla vencía la noche anterior, tomó fuerza la frase que se cita en la novela de Pardo: “En Colombia no gana las elecciones el que vota, la victoria es de quien escruta”, lo que ya muchos años antes había dicho Camilo Torres, el cura revolucionario asesinado en Santander, el 15 de febrero de 1966: “En Colombia, el que escruta elige”. Que los electores quieran ganar no determina quién gana las elecciones: las compra el mejor postor o, simplemente, se las lleva el que asuste, intimide o aterrorice más.

Hasta ahora, es la guerra la que sigue matando colombianos; hasta ahora, el destino, por la intervención de esos falsos oráculos que son los políticos, sigue riéndose de nosotros; hasta ahora, somos nosotros los que seguimos temblando ante la idea de la muerte. Porque la que nos dan es una muerte violenta y no tranquila, en paz, como la que deseaba para todos los habitantes de este país el médico, educador y defensor de la educación, la salud pública y los derechos humanos, Héctor Abad Gómez. Una de las conclusiones que puede extraerse de Trashumantes, es la relativa al Poder y a quienes lo manejan: si, a su vez, se extrapola la idea postrera del filme El último rey de Escocia (2006), de Kevin Macdonald, que describe cómo el Gobierno de Idi Amin Dada se caracterizó por la violación de los DD.HH, la represión política, el racismo y la persecución étnica, los asesinatos extrajudiciales (llamados en Colombia falsos positivos, los que acaba de destapar el general Carlos Suárez, quien fue dado de baja y vive aislado en una finca a raíz de su investigación sobre este oscuro capítulo de las Fuerzas Militares) (6), el nepotismo y la corrupción y cada quien, cada lector, al mismo tiempo piensa en qué se parece un régimen despótico al de su querida patria, Colombia, es posible, si no probable, que aquella idea última del filme citado no sólo no lo horrorice sino que no lo sorprenda: “Usted es un niño”, le dice el médico Nicholas Garrigan al dictador Idi Amin Dada, para luego agregar “… y eso es lo que lo hace más aterrador”. En efecto, Amin es un niño, pero un niño grande, es decir, alguien que ya perdió la inocencia y, por ende, no podrá recuperarla: un niño grande, como son todos los poderosos, gobernantes, banqueros, funcionarios, políticos, militares, curas. En fin, todos aquéllos que, como en la novela de Pardo, presidentes, gobernadores, generales, alcaldes, curas, policías (y desde luego paracos, sobre todo, así no los cite) y guerrilleros, creen poder decidir el destino de otros, disponer de la vida de los demás, fijar su devenir, sabiendo de antemano que nadie es dueño de nadie ni de la vida de nadie: lo que hace más aterrador el asunto… ya porque sea un acto inconsciente, otro deliberado o uno más preterintencional, como dicen los abogados. Olvidan los intolerantes que en un país en guerra, ninguna posición extrema es útil a los propósitos de la paz; que en una guerra no hay individuos de mejor estrato que otros; que la igualdad no se obtiene sacrificando la diferencia sino aceptándola, incorporándola a la vida real no a los libros de derecho o a la Constitución, para tenerla apenas como certificado legal, sin vigencia ni aplicación práctica.Finalmente, que estamos aquí no para sufrir sino para reírnos del destino y para vivir tan bien nuestra vida, que la muerte no deje de temblar al recibirnos en su indeseable morada.

Si hubiera un texto que ilustrara las buenas intenciones literarias de una novela como Trashumantes, la mejor novela (hasta ahora) de las que componen El quinteto de la frágil memoria, sería sin duda El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes: “Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos y, sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén.” (7) (Texto en el que, a propósito, Che debió beber, como jinete de tantos Rocinantes que fue, para dejar su histórica frase sobre el mismo tema: “Sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda del revolucionario.”) ¿Cómo puede constatarse esto de hacer el bien y combatir la injusticia en Trashumantes? ¿Sólo por las impresiones de un crítico o por sus pasajeras emociones durante la lectura de la obra?

No, no sólo por eso. Aunque cuentan impresiones y emociones, sólo la argumentación en tal sentido arrojaría luces sobre lo que se afirma: la novela de Pardo cuenta la guerra desde la gente del común, no desde los poderosos, y desde diversos ángulos; hace interesantes los hechos pequeños, como pensaba Schopenhauer que debía ser la gran literatura; resalta, descubre o devela una nueva historia mezclando lo particular con lo general y haciendo patente lo que sucede dentro y fuera de los personajes en tanto seres políticos; muestra cómo la historia no es tanto la que se cuenta como la que en realidad viven los hombres, hacen los hombres, no pocas veces en contravía del statu quo; pone de nuevo sobre el tapete la discusión de si ha muerto la novela o no, de si esto es periodismo y aquello literatura o al revés; es una obra sobre la vida misma, sobre cómo se cruzan la experiencia y la realidad objetiva, la subjetividad y los hechos desnudos, la mayoría de las veces determinados por esos seres informes y faltos de vida que son los poderosos, los políticos… aquéllos a los que un mensaje por Internet les recuerda sus esmerados esfuerzos cotidianos por hacer más segura, con base en la vigilancia, la vida de los colombianos: “Señores políticos: si fuera por nuestra seguridad, las cámaras estarían en sus despachos”. O, se añade, en el Congreso o en el Jockey Club o en el Gun Club o, simplemente, en sus casas.

En la novela de Pardo hay una clara demarcación entre Historia, la que cuenta el acontecer histórico, e historia (Story, en inglés, el cuentico), la que cuenta un asunto pequeño, trivial o irrelevante, remarcando, como ya se dijo, lo interesante tanto en lo anecdótico como en lo fundamental, en las luchas cotidianas de la gente, en el dolor padecido por quienes no produjeron la guerra, en la muerte como resultado de causas exógenas. De esta forma, Pardo acerca la historia al lector, desprevenido o avezado, ignorante o curtido, pero no la oficial ni la de los textos con los que infructuosamente pretendieron inocularnos la versión “fiel, objetiva, irrefutable”, y lo hace a veces en forma cronológica, lineal, en otras mediante trastrocamientos de tiempo, flashbacks y elipsis, como quien hace cine pero no guion para cine: no necesariamente en contravía de los historiadores ni de los académicos sino como complemento de lo que falta o cuenta a medias o no cuenta la historia oficial. Trashumantes no transita los viejos caminos de la literatura de y sobre la violencia, de y sobre la guerra, es decir, los del recuento de muertos, los de la exacerbación de lo visceral (aunque no pocas de esas prácticas haya que recordar para hacer visible lo invisible, lo que jamás de forma seria mostrarían los medios), los del impacto con base en la crudeza, la imprecación o la pornografía: quizás sea más eficaz mostrar la aldea (El Líbano), o sea, particularizar la historia para, al convertirla en experiencia visible, palpable, concreta, a través de la palabra, hacerla entrañable, personal, subjetiva/objetiva, en fin, perteneciente a todos, desde la mirada de una sola persona, el autor, que se ha puesto los zapatos del otro o le ha prestado sus zapatos al otro en aras de un mutuo entendimiento. Porque, para terminar, la palabra clave aquí es cooperación en contra de quienes han sumido a Colombia en un pueblo disociado, marginado, alienado a base de desempleo, maltrato, humillación o a base de impuestos y de un salario… ¡mínimo! No deja de ser triste que un país que se jacta de tener “la democracia más antigua de América” señale a sus escritores cuando asumen una postura disidente frente a la historia oficial: “Nos estigmatizaron por escribir sobre la violencia”, se queja Jorge E. Pardo en entrevista con el diario El Espectador (8).

En este país, por el contrario, no se estigmatiza a nadie por escribir sobre la paz; sobre la paz, claro, de una patria boba que aún nos persigue como el paraco al labriego, como el Gobierno al guerrillero, pero no al paraco, en fin, como el amo al esclavo… Pero ya se sabe, y Pardo lo sabe, que no hay que callar ante nada, en un país en el que el silencio ha sido el principal alimento de la impunidad, para que no vuelva a repetirse lo que ya hace décadas recordaba Martin Luther King: “Nuestras vidas empiezan a terminar el día que guardamos silencio sobre las cosas que importan.” Nada más triste que morirse la víspera por no haber hecho nada para conservar la vida. “Ese es el problema de navegar siempre entre la violencia que todo lo destruye, hasta la palabra que la nombra. La ventana cósmica no existía o se cerró para siempre.” (p. 470) Al escribir una novela tan terrible sobre la guerra, Pardo en Trashumantes deja, por contraste, vigente la esperanza de que la palabra que nombra la violencia en su obra sirva a la vez para conjurar la muerte que habita en Colombia, ese lugar común, público, cada vez más privado por la acción sanguijuelesca de los políticos y sus patrones foráneos, para así poder recuperar la vida. “Y que mansamente sigan bajando las criaturas/ a su territorio del recuerdo”, como dijo el poeta, no a la tierra del olvido, como dijo el (mal) cantor. Nada más deseable, justo, necesario: nada más opuesto a la desidia de los políticos en la que se hunde el galeón/sanjosé de la convivencia pacífica entre los colombianos, para que pueda salir a flote el más ansiado de sus sueños…

Bogotá, 21 enero – 5 febrero 2016

NOTAS:

(1)En la plaza de Gaitanía, hay un monumento en memoria del sargento Ismael Montero, muerto en nov/1962 por una bala que disparó Marulanda, escondido en una de las montañas que rodean al pueblo, desde donde veía al sargento. Un guerrillero lo retó a que le diera: Montero cayó al primer disparo y desde ese día Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, también empezó a ser Tirofijo.

http://www.elespectador.com/noticias/politica/historia-de-una-carta-pudo-haber-evitado-el-conflicto-a-articulo-599330 

(2) http://www.elespectador.com/opinion/pa-se-acabe-vaina-columna-530498

(3) “Así veían a Gaitán en Washington”, por Silvia Galvis, en El saqueo de una ilusión – El 9 de abril: 50 años después, Número Ediciones, 2002, 213 pp.: p. 34.

(4)http://anncol.eu/colombia/politica-economia/item/3182-inmunidad-diplomatica-el-plan-colombia-y-los-casos-de-abuso-sexual-que-siguen-impunes      

(5) http://www.ryc.cult.cu/PDFs/2013/4-2013.pdf

(6)http://anncol.eu/colombia/politica-economia/item/2899-terrorismo-de-estado-colombiano-la-soledad-del-general-que-destapo-los-falsos-positivos 

(7) http://www.epdlp.com/texto.php?id2=324 

(8)http://www.elespectador.com/entretenimiento/arteygente/gente/nos-estigmatizaron-escribir-sobre-violencia-articulo-466504

 

*(Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz y colaborador de El Magazín. Traductor y coautor de ensayos para Rebelión. E-mail: [email protected]

 

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