El Magazín

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Tan frías como Irene

manos

Nelfer Velilla

La calle del Monseñor, que debe ser como la 31, después de cierta hora de la noche se reduce hasta ser reemplazada por la neblina. Cuando ya nadie la habita, cuando la última matrona echa la tranca a su puerta, y el pueblo deja de vivir –para revivir más tarde–, la calle ya no existe, el ruido y la ironía se desnaturalizan en un sórdido reclamo de la niebla que empieza a habitar los espacios, sin colarse dentro de las casas. La noche sólo es noche cuando se la mira o cuando un poeta cree nombrarla (después de haberla visto, claro está, en la comodidad de su escritorio y entre el vituperio constante que le lanza al mundo con la única forma que, por evolución, concibe). Cae esa niebla poco a poco y habita intacta y áspera el pavimento, sin complicidad, sin antagonismo. Lo digo porque ha de ser por eso que Irene tenía la frente tan húmeda y fría cuando ya no nombraba la noche. Dejo aquí constancia de que ella ya tenía la piel así cuando se la besé.

Pero no es ahí donde comienza la historia. Van a hacer ocho meses, creo, de aquellos días en que yo sabía mucho menos de Irene. Lo único que intuía, desde esa ignorancia que me azotaba al verla, que me impedía definirla, era que retaba el incesante calor de Corozal andando el parque con soberbia de falda y parafernalia, evacuando en cada paso cualquier intento mío por persuadirla, para someterla; haciendo incluso que odiara la dulce armonía que me orientaba a perseguirle en una recta inviolable que empezaba en mis ojos y se estiraba, lentamente, con su andar que no respetaba ni solazo, ni codicia.

Corozal para mí no era nada más que una alegoría del olvido, un pueblo en una dimensión no paralela, pero tampoco demasiado distante como para no sentir en él la misma soledad y el mismo calor que le daba ese aspecto húmedo a la espalda de Irene. Corozal era igual, pero habitaba otro plano que nadie quería encontrar. Allí la iglesia también era la casa de Dios, las puertas también se golpeaban y hacían toc toc, los relojes tictaqueaban y los perros eran los mismos perros, y eran callejeros, falderos y los vendían calientes ahí frente al antiguo café La Dolorosa, cerca de donde siempre buitreaban las prostitutas. Por eso, a pesar de su cualidad ignota, Corozal tampoco era divertido, pero tenía a Irene.

En algún momento, uno que no puedo precisar porque soy malo en ese des-arte de recordar fechas, me negué rotundamente a acostumbrarme al anhelo vacío de Irene. Decidí que tenía que reducir esa línea que sólo se rompía cuando Irene desaparecía detrás de la fuente y se metía luego por el pasaje de Corocentro. Decidí sortear un primer diálogo y comprobar lo apenas inferido. Después de seguirla y que me notara, nuestras miradas resultaron en una especie de exhortación a la que obedecimos, yo con un “hola” y ella con esa respuesta que excedía mis ansias. Luego ocupó conmigo una banca y hablamos de nuevo del calor (porque ella ya argumentaba a favor de él cuando caminaba y no me hablaba, cuando sabía que yo la observaba, cuando decidió seguir atravesando a la misma hora la plaza, apostando en contra de mi indeterminación: “Gané”, me dijo). Le hablé, además, sobre la arquitectura renacentista de la Iglesia San José, y sobre cómo el atrio se interponía en la Carrera 26. Se sonrió con la idea de una iglesia obstruyendo el camino; esa fue una ocurrencia suya, por supuesto.

No tengo intenciones de ahondar en la manera como se dieron las cosas. Me resulta inoficioso, además de que sería impreciso sugerir un hilo conector que represente cómo funcionábamos Irene y yo. Sólo diré que, con el tiempo, encontrarnos en el Parque era una costumbre que nos permitíamos asumir, tan inviolable como mi ánimo para besarle la frente al despedirnos, siempre tan cálida y tan sudada, siempre tan quieta a la espera del beso, siempre tan dispuesta sin la necesidad del anuncio.

Me agarro las piernas para que no me duela. Sí, a mí me funciona. Me gusta cómo entras, pero no te salgas para variar porque se enfría un poquito y me entra también el viento. En Corozal hace calor, mucho, pero no te quejes tanto, precioso, que el calor es rico, y más cuando se mezclan dos en forma de sudor, y ya no se sabe si es el de uno u otro, o el de quién. Yo te sostengo el sudor, o te pongo del lado del ventilador para que te pegue directo, porque a mí no me importa la temperatura. Termino el cigarro y me acuesto. No, no, no me recuerdes a Caicedo, yo no quiero matarlo aún. Espérame a que lo acabe de leer. ¿Que a dónde voy? A donde más… a ponerme la ropita para cuando me llegue el frío. Sí, lentamente como te gusta. Claro, así tampoco me sofoco.

Siempre te empeñas en que te hable de eso, sin decirme. Sí, sí, ya me imagino cuál es el lío, pero ellos dos no son nada. Yo creo en mis propias cosas, fíjate… Hazte a un ladito. No, no me voy a arropar, aunque ahora me da frío, yo sé, yo me conozco. ¿Me pasas el celular? Ah, claro, qué tonta. Yo lo cojo, quiero poner un tema. Sí, de Silvio, los que descargué antes de ayer que te conté… tará-turú-tará. Me fascina. Creo que sí, creo que un poquito más que tú. No te vayas a enojar, lindo. Durmamos. No, para nada, el frío llega más luego. Aunque tú estás muy sudado de ti… o de mí… Descansa, cariño.

¿Te dormiste? Shhh. Me encanta cuando duermes; aunque ahora estás dormido casi todo el tiempo. Me agrada porque te hablo y en algún sitio me escuchas, sin darme tus respuestas. A mí me gusta que me hables como a veces lo haces, pero también me gustan los silencios cuando no hay que leerlos, me gusta que sean sólo eso: Sinónimo de la ausencia, dirías tú, parafraseando a tu Neruda. Turú-tarará-rú. Qué genial como acaba esa guitarra. Perdón, debo a pa gar es to. Shhh. Me gusta mi voz cuando es un susurro, puedo decir mi nombre y es como si yo no lo dijera… Irene… Irene. En tu sueño me verás como loca ahora, ¿cierto? No me importa, esto es divertido y sé que no te gusta casi mi voz así que aprovecho… ¿Quieres saber algo? No me arrepiento de estar aquí contigo, aunque no me gusta cómo eres a veces. Cuando una anda y anda con alguien, el amor se desvanece, o creo que se confirma que no era amor lo que una suponía. Pero cómo podría amarte alguien ahora, ¿verdad? Claro que tú me fascinas, por eso estoy ahora aquí y no con Manu, el de la universidad, que quedó de pasar por mí a las siete. Me hiciste cancelarle porque me encantas, pero menos que la música de Silvio, claro, porque esa se puede callar cuando yo lo quiero, no como tu voz… llena de esa voluntad que me asfixia aun cuando duermes, como cuando te me pones encima y no controlas tu peso. Te lo digo diez veces, pero un gritico mío con poco aliento no debe ser suficiente para que me entiendas, y que te apartes un poco. Así como no escuchas ahora este susurro.

González y Martelo, tan imprecisos, no fueron capaces de describir nada de Irene en lo absoluto. Pero fueron bastante útiles invitándola casi todas las tardes, cuando ella no se iba con otros, a departir en ese café ya inexistente de La Figueroa, porque, según ellos, en la universidad no se podían tratar algunos temas (quién sabrá cuáles), pues eran delicados. Ese par de pelagatos ya no tenían derecho a reprocharme que les hubiera robado a su “cuadro político” –y qué manera tan ineficaz para llamarla–, siendo ellos quienes dibujaron para mí el primer boceto de Irene, el que me llevó a tratar de conocer la obra Irene en detalle.

En este punto quiero agregar que, como ven, me agrada escribir su nombre, desde la i mayúscula e imperfecta casi tirando a jota, hasta la e donde termina mi viaje a través de una placentera y nueva inexactitud cada vez que la escribo. Porque cada Irene era otra y no puedo explicarlo. Escribirla es sólo una aproximación al hecho inconmensurable que era Irene. Cuando miraba por la ventana la niebla (esa que empezó a existir cuando la nombró con un movimiento circular en los labios, uno diferente a ese imperfecto y ensalivado óvalo que se le formó mientras metía mi dedo en su boca), definitivamente era otra Irene. Detrás del marco ya no podía ser la misma, sino la Irene que miraba por la ventana, y yo no podía nombrar eso, ahora menos que apenas la recuerdo, que la desdibujo como una mala traducción al manuscrito original, como un intento de poeta que fracasa porque mira a la manzana y habla de ella pero no la prueba. Yo no puedo aspirar a las Irenes, y ustedes de mi puño y letra no lo sabrán. Me frustra, porque ni siquiera una manzana se parece a las otras aunque también se llamen con eme, y ortográficamente siempre lleven la zeta. Pero yo mordí también la manzana Irene y no era ni aquella de la ventana, ni la que gemía con pudor en el baño, ni la que segundos antes había acariciado mi verga sin cautela, ni siquiera la que quedó recostada, inexistente, sobre aquel pastizal de niebla, porque era otra, una que no se les ocurrió bautizar y volver a bautizar diez mil veces en la misa de la San José.

Así la conocí desconocida, desaprobada implacablemente por su verdadera esencia. El objeto anulaba su símbolo en las voces estúpidas de González y Martelo. Irene me anulaba a mí, puesto que ni siquiera me veo, aunque sea desenfocado, insinuado, en las fotografías mentales que hice de ella.

Cuando te veía en el parque no eras más que el chico extraño del que los muchachos me hablaban, pero que no querían que conociera. Fabricaron ellos por ti un camino directo para que yo te buscara, y eso que trataban de evitarlo. Pero ¿quiénes son ellos para atajarme? No son nadie y siempre te lo digo también. Eres un terco, un hermoso terco al que ahora se me antoja besar… ¿En algún lugar sientes este beso? ¿Lo sentiría otro si se lo diera? Daría igual, siempre lo he dicho. Otro me besaría con esa boquita de pez la frente, que ya me empezó a sudar como siempre.

Pero tú ya comenzaste a enfriarte. Ya no te quejas. Mientras que yo no soy capaz de dormirme, porque en esta sombra prefiero verte, esforzar un poco los ojos para encontrarte así de inexpresivo con la boquita abierta, sin decir nada. Si estuvieras despierto te calentaría de nuevo, o te enojo o te excito, pero te caliento. ¡Shhh! Lástima que no me puedo reír en susurro.

El fracaso, como ven, no fue cosa nueva. Desde el inicio fui sensible a la falsedad con la que creí adentrarme a Irene, a su nación insospechada, a la frontera que recorría con mi lengua y que delimitaba su piel. En otras mujeres no me permitía desvariar, sin embargo no puedo decir que no lo intenté. Estuve incluso con una de sus amigas cuyo nombre ya no recuerdo; sólo se trató, en parte, de un amargo desfogue, en parte de un maltrato a sus caderas, a su vagina, en parte también de taparle la boca para presumir lo más posible que no estaba allí siendo pieza de mi experimento y mi obsesión. Recuerdo que me apartó la mano y me preguntó por Irene, la mencionó para hablarme mal de ella; ¡cierra la jeta!, le dije. Su voz hizo que mi verga perdiera dureza, y sólo me levanté de la cama pasada de límpido y me largué del motel porque no me interesaba conservar nada de aquella mujer. Esa noche regresé a Irene, pero beberme con esmero sus piernas fue suficiente otra vez para convertirme en algo ajeno de mí, pertenecerle a ella, olvidar los orgasmos y las decepciones de las que no era dueña. Se levantó entonces para ir a jugar con el espejo, a planear mi sentencia mirándose desnuda, enajenándose también. En ese momento yo volví a mí para multiplicarla de nuevo, por dos, luego por cuatro –sin resultado correcto–, y la Irene del espejo me sonrió, mientras que otras dos afuera bailaban y se reproducían olvidándome. Luego regresó a la cama con un gesto de cuadro de Modigliani, inexpresivo, con ojos huecos, y mi mano trató de buscarla entre cobijas, a través de la nueva oscuridad del cuarto, de su ser que ahora estaba sin estar y que mi mano atravesaba; porque otra ella, otra Irene real, aún me sonreía desde el espejo.

¿Te conté alguna vez cómo era yo cuando niña? Es curioso cómo la edad o la ignorancia determinan la línea entre crueldad e inocencia ¿Ves cómo a veces empiezo a sonar como tú? No me gusta. Bueno. El punto es que a mí me gustaba poner la voz como mi tío Guille que tenía ese vozarrón, y yo le decía a mí mamá las cosas que le escuchaba decir a él cuando se encerraban en la pieza. Ya no sé ni qué cosas eran exactamente, pero mi mamá siempre me amenazaba con romperme la boca; se daba cuenta de que me gustaba hacer de hombre y montarla, sin saberlo, entre obscenidades. Ella terminaba diciéndole al cura que cómo vamos a hacer, que a esta niña hay que rezarla con ramita de matarratón para que se sane, ¿lo puedes creer, bebé? ¿Qué diría tu Freud de esto? Después dejé de hacerlo, no por el matarratón, sino porque tío Guille se voló con mi mamá, y hubiese sido feo jugar así con mi papito, ¿no crees? ¡Shhh! Disculpa. Este asunto siempre me da risa… ¿Cómo lo harían mamá y tío Guille? ¿Mejor que tú y yo por aquello de la experiencia? Ah, y si vieras lo que pasó. “Ay, m’hijita, la pobre Irenita ya no habla”, eso fue lo que dijo abue cuando mamá y tío Guille volvieron con el rabo entre las patas, a suplicarnos perdón pregonando vergüenzas. Mamá escuchó a abue y otra vez quería santificarme con la bendita rama, mientras que en mi mente algo me decía que yo tenía que hacer lo mismo con ella. Y yo no tenía nada, bebé, te lo juro; era que yo no le quería hablar a abue. Suficiente tenía con leerle los gloriosos, los gozosos, los dolorosos, y todos los demás de la familia oso todos los días…

Se me está cansando la voz de tanto hablar pendejadas. ¿O será mejor decir que se me está cansando el susurro? Mañana te vas y seguimos igual, ¿te parece? Mañana te vas, aunque no puedas, bebé; quizá un mañanero, pero luego te vas, y regresas cuando me dé la gana.

He torturado un poco esta página. Me excede la imposibilidad de narrar las cosas tal y como sucedieron, empezando con que ni siquiera el signo me basta para esbozar aplicadamente una idea. Quien ha hallado en el espíritu la contradicción de ser un conjunto encerrado tan sólo en una masa, ha de creer cuando sostengo la idea de que necesita ser liberado. Como ven, ya no me puedo jactar de que la palabra se corresponde en términos biunívocos e irreprochables con la materia palabrada. Y sigo pecando en este insensato juego de oscuridades que me enloquece y quizá les estorba, pero no me excuso porque no estoy de ninguna manera compungido. Luego de tantas y tantas preguntas, luego de una fuga todo se vuelve aún más confuso. Todavía me sorprende, de hecho, la manera en la que esos periódicos detallaron la escena, midieron perfectamente los movimientos y dictaminaron con objetividad la culpa de otro Moisés Villalobos que, seguramente, no era yo. Me imagino las tripas de González y Martelo retorciéndose mientras decían con sus voces siempre coléricas: “¡Hijueputa amarillismo!”. Por otro lado, para mí fue otro intento inconcluso de lo que a veces quiero y no puedo decir:

Enfoca primer plano

                          /y las tetitas

asegura que venda

tiene permiso

usa los guantes

insinúa la desnudez

el ultraje viejo

de hace unas horas

la escena entera

                          /en la libretita.

Cuando una se está durmiendo como que empiezan los recuerdos a ir y venir; entonces, igual que sobre la escalera, una empieza a andar y a construir el ascenso hasta quién sabe dónde. No sé, quizá ya estoy aquí, en un peldaño alto, mirando hacia abajo qué tan acabados están los otros después de haberlos pisoteado. No, no sé, es que empiezo a pensar en desorden cuando voy a quedarme dormida. “Mira, Cate, que ya le están saliendo los senos a Irene… ay, pero no te los tapes, boba, estamos entre primas”. “Usted no está haciendo nada de lo que tenga que avergonzarse. Súbase la falda. Luego de esto su nota quedará bien puesta, la materia ganada y todos felices”. “Tres padres nuestros y dos avemarías, doña Magola, todas las noches, y fíjese que los rece antes de dormirse. El peso de la oración es más fuerte que cualquier pencazo, endereza de forma más eficaz el camino para el encuentro con Dios”. “Esto es muy fácil, muchacha. Y más para ti que estás buena; saliste premiada, así que te puedes dar el lujo de cobrar por adelantado”. “Todo en esta vida se valora a través del dinero, incluso la gente, y a eso debemos oponernos, Irene. Nos agrada tenerte en estas reuniones”. “¿Qué te pareció la reunión de hoy? Deberías hacerme un descuento por incluirte. ¿Te duele ahí? Espera y me la unto un poco de saliva. ¿Así está mejor?”.

Desde esta nueva perspectiva que me plantea el papel, puedo pensar en tantas Irenes en un constante azar, porque mi memoria es terca y no precisa todas las noches en que Irene me volvía diferente, desgastada, con la misma piel bronceada y medio áspera, con las mismas greñas desalineadas por el día y otros calores ajenos, con la misma quietud en el rostro de perra maltrecha que ha aullado cariño y lo ha recibido. Irene no fue mía, y yo no podía querer que lo fuera, pero yo me hice dueño de una felicidad que sabía administrar, que procedía de ella y que me hacía tolerar a Corozal, su calor y otros lugares con nombres de rencor y rastros de Irene. Me guardé la felicidad, la embotellé para retenerla y derramarla sobre mí cuando quisiera, como lo hago ahora, ahogándome en el placer que alguna vez me renovaron sus besos. Quién no se ha valido del recurso del recuerdo para engañarse de nuevo los días en que la miseria azota. Porque sí, hoy entre mis miserias soy feliz, y no hay mayor arrepentimiento en mí. Juzgarme no sirve de nada cuando yo sigo aquí sin que la conciencia me abata, aunque el cuerpo se me canse de no tener de nuevo a Irene. No obstante, ya nadie la tiene y la recompensa es inagotable, como si nos lloviera en Corozal, y no nos importara enfermarnos luego, si podemos disfrutar del efímero instante en el que, con viento y gotas, el calor se anula.

De nuevo tengo tu libretita en la mano, ¿ves? Me quedé dormida hace rato, pero otra vez la estoy leyendo… “Palabras necias que me engañan. Nombro a esta libreta, a esta mesa, al hambre, por ejemplo, también a otros vacíos y los reconstruyo en mi cabeza, ¡sin voluntad! Nombraba a Irene pero entonces no me volvía, porque lo que figuraba de la evocación era algo incompleto, mi intento fallido. Como he dicho, debía hacerla una y sólo hallé un método”. De nada te sirvió deshacerme a peso de palabras, porque sigo aquí. Porque nunca has querido ver que yo soy yo, siempre la misma, con mi vagina y mis tonterías, con mi lado oculto que tú conoces y mi deseo de que seas un poco más compresivo. Pero eso ya no se puede, ¿cierto? De mi mamá aprendí que, aun con la vergüenza, nos es posible seguir viviendo. Pero tú no podías, no debías. Tú, cabrón de mierda, no necesitabas andar con la culebra suelta ensartando a la que te viniera en gana para resultar yo la envenenada, la de las cicatrices. Eso no lo podía permitir, ¿verdad? Tú dirías, si no estuvieras tan quieto y tan harto de veneno, que la vergüenza no es más que una construcción, y con esas palabras de universitario seguirías con que los actos son actos, que nunca nos correspondió ponerlos en balanzas morales, pero de todos modos lo hicimos. Lo sé porque así me justificas entre estas hojas, pero cómo te justificas tú, malparido. Quizá es inercia y no hay nada que justificar, así como cuando hablamos de iglesias y prefiero luego hacerme la que no entiende, porque me importa más que nos encerremos, para ser la única, la de siempre que tú complicas… “Liberarla, eso me correspondía hacer, unificar las partes de un todo, demostrárselo al mundo que sabía iba a oponerse porque no lo saben, pero por eso se los escribo, por eso trato incluso de ponerles su voz como evidencia, aunque sea sólo una aproximación”. Mira que hablar así de acabar conmigo fue demasiado, me asusté y me tocó pasar días entre la duda y la plena amenaza. ¿En serio pretendías hacerlo? ¿Asumiste tan descaradamente mi sumisión? A veces no soy sólo la que queda debajo mientras la agarras de las manos y crees por eso poseerla. Todavía me aterra hallarme señalada como algo que ya no es, ver cómo te persuades de que es mejor hablar como si yo ya no estuviera, creer que eso es más sano que irte porque no aguantas lo que soy después de tanta mierda. De nada te sirvió el capricho si al final no me hallaste y no viste que importa poco nombrar las cosas. Por otro lado, tú hablas de buscar la palabra perfecta, de que no puedes, pero me encuentro en las páginas con que todo lo adjetivas y lo caracterizas simulando una precisión de la que desconfías. Me imagino que pasabas horas sangrando letras y uniéndolas. Veo los tachones y te recreo haciendo esto mientras yo quién sabe con quién estaba. Y ahora ni te inmutas y siempre te encuentro igual que como te dejé. Ni Corozal ni yo te somos suficientes, o te fuimos, o qué se yo. Y ya no sé ni para que te susurro, pero no me importa, lo hago como resistencia, pues tú me mataste sin hacerlo, y yo te hablo como si no lo hubiese hecho. Entonces seguiré así mientras este olor a podrido le avisa a los vecinos. Esta hediondez que igual y siempre has debido tener y que yo ignoraba hasta ahora, la misma por la que me advertían que te mantuviera lejos. En fin. Seguiré leyendo si me permites, precioso… Esta parte es la mejor. Escucha:

“¿A dónde vamos, bebé? Estás un poco extraño, pero me tienes ansiosa. Lo que ocurrió, para que ya lo sepan, fue que doblamos por la esquina de la Cañabrava y yo no le decía nada, pero ella entendía. Luego subimos por la calle del Monseñor, que creo que es la 31. ¿Estás loco? Yo no puedo treparme por ahí… está bien, está bien, pero ayúdame. ¿Estás seguro de que aquí? En mi rostro ella hallaba el refugio que sólo brinda la confianza y por ello me hacía caso, pues si yo había concebido el amor por encima de su capricho, de su necesidad, ella podía permitirme la locura y la intemperie. Claro que sí, bebé, como sólo tú lo haces. Sí, me gusta mucho, nunca antes sentí así la niebla de la noche… gracias. No la desvestí tanto porque temía que fuéramos sorprendidos, pero en su sexo hallé acomodo y empecé a abandonar mis prevenciones. Espera, bebé, así no. Quita tu brazo, levántate un po… un poquito, déjame respi… bebé… ¡Moisés! “Shhh”, le dije. Suspiré con fuerza, pero sin Irene. Estaba ya demasiado convencido de que no hay articulación posible ni letra inventada que produzca ese sonido perfecto que reemplace a cada Irene, a cada manzana, a cada cosa, una por una, porque nos conformamos casi creando y sin crear por completo. Seguí dentro de ella, como le gustaba, ya con menos prisa. Pronto, con la voz más tranquila que encontré, dije: “de día eres la Irene que odio y sin mayor esfuerzo te nombro, pero de noche eres mi puta”. Liberé a tantas Irenes como quise, como pude, y a una sola le acomodé la ropa antes de plantarle un nuevo beso en la frente, todavía húmeda, pero ahora fría. Y la abandoné ahí, sobre la hierba, siendo la única, la inexistente, mientras saltaba la verja y me percataba de que no hubiese nadie por toda la 31”.

 

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