El Magazín

Publicado el elmagazin

Salir con un chico que no lee

Dreamin', Flickr, L. Whittaker
Dreamin', Flickr, L. Whittaker

*Esta es mi parte contraria del artículo Salir con chicas que no leen de Charles Warnke publicado en El Malpensante en mayo: http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1904

Daniella Sánchez Russo (*)

Sal con un chico que no lee. Encuéntralo hablando con sus tres amigos entre el guirigay de un bar ubicado en la esquina más recurrida de la ciudad sobre el alquiler de enanos para la fiesta que están planeando el próximo viernes. Deja que se acerque cuando tú te encuentras ordenando un Cosmopolitan con tu mejor amiga mientras hablan de la escasez de hombres en el universo y de lo injusto que es que de cada siete mujeres nazca un ser viril. Empieza a recriminarle a un ser supremo por esta estadística sin la conciencia de que tu suerte está a punto de cambiar. Acepta la servilleta con su número, o en dado caso, su tarjeta de empresario estrella en donde escrito está su pin de blackberry. Invítalo a sentarse a tu lado, la conversación será monótona pero segura: hablarán del tráfico, del extraño y cambiante clima, de sus aspiraciones y carreras profesionales,  de los amigos que tienen en común. La conexión será enorme y tu suerte habrá cambiado.

Te extrañará un poco que no sepa qué es un cronopio, peor aún, que nunca haya escuchado hablar sobre Julio Cortázar. Te reirás para tus adentros cuando saque la conclusión de que Pedro Páramo es un cantante popular de rancheras y te diga, sin titubear, que su novela favorita es de Borges. No te alarmes, sigue la noche con la misma sonrisa que tenías, frecuentando el baño a cada hora para asegurar que el rímel está donde debería. Tu amiga te dirá que no vas a encontrar mejor partido: reconfórtate con estas dichosas palabras.  Deja que pague la cuenta de los cuatro martinis que para entonces ya se han tomado, y entiende que este gesto lo hace sentir en control de la situación.

Te invitará a bailar a una discoteca “crossover”, acepta en contra de tus gustos: de lo contrario le parecerá extraño que no quieras escuchar vallenato ni tropipop ni reggaeton y empezará a sospechar que no eres la chica para él. Adentro del lugar, en medio del molesto y falso humo, pide un trago más para que no se de cuenta que no puedes tararear ni una de las canciones. Siguiendo  los consejos de tu amiga, que en ningún momento son mal intencionados, no le des besos esa noche y hazte la difícil: esa clase de hombrecillos entiende la sexualidad no como una oportunidad sino como una prueba: sino la pasas, estás fuera de la lista de mujeres aptas para ser presentadas a su madre. Acaba la velada con él dejándote en la puerta de tu casa seguido por un mensaje en tu blackberry que leerá: “Me encantó haberte conocido”.

Levántate al día siguiente con una sonrisa en tu cara porque a pesar de que escasamente recuerda tu nombre, y de que tu cabeza se está reventando del guayabo, te volvió a escribir a tu blackberry invitándote a almorzar. Acepta; él volverá a preguntarte las mismas cosas del día anterior y tú las repetirás como lora enjaulada. Esa semana irán a cine, él escogerá una película sencilla y de poco trama bajo el trato de que tú escogerás la siguiente: piensa que así debe ser. Pasarán los meses,  conocerás a sus amigos, esos que te harán las mismas preguntas que te hizo él la primera noche en que se conocieron,  te llevarás bien con sus padres y empezarás a sospechar de una leve infelicidad. A ratos sentirás ganas de rebelarte y lo harás: le dirás que te hace falta que él sea un poco más como el Federico de Genoveva o el Julián Sorel de la Señora de Renal. Le dirás que al mundo le faltan más negros como Mackandal o más espíritus como Dedalus. No sigas hablando, él pensará que es un arranque más de la mujer hormonal.

Acepta con una sonrisa y una mirada impávida la colección de libros de Paulo Coelho que compró para tu cumpleaños y no le cuentes a nadie que a la semana siguiente armaste una fogata con ellos. Deja que pasen los años sin tener conocimiento de la conmensurabilidad del tiempo y en ningún momento te preguntes si éste ha valido la pena. Da un sí como respuesta a un matrimonio en Cartagena teniendo conciencia de un pequeño detalle: las cosas que escribas durante el resto de tu vida, las poesías que dejaron de tener color, los ensayos en contra de la sociedad que empezaron a llenarse de argumentos vagos, los comienzos de novelas infructuosas, los cuentos que empezaron a coger forma de filosofía barata, deberán ocultarse como literatura apócrifa y en ningún momento deberán salir, menos si empiezas a formar parte del grupo de mujeres y hombres que pasan por la denominada crisis de la mediana edad.

Ten sus hijos y nómbralos según la tradición familiar o el nombre de moda. Rezarás porque uno de ellos se rebele y se dedique al arte y quizás tus plegarias sean escuchadas. Prepararás banquetes, asistirás a la iglesia los domingos, enviarás postales navideñas por medios electrónicos y en vacaciones de verano te tomarás fotos estáticas en frente de cualquier monumento de cualquier ciudad de Europa para luego colgarlas en Facebook. Empezarás a sentir envidia de tus amigas divorciadas o las que en su momento estuvieron tildadas de mal casadas: evitarás sin embargo los pensamientos lúgubres que puedan llevar tu matrimonio al fracaso  y alzarás como penitencia tres ave marías. Te enamorarás del jardinero porque entiende la belleza sutil de las rosas y no las ha marcado como un cliché y del mendigo que en mitad de una bolsa negra de basura encontró unas margaritas amarillas -por esto también te sentirás culpable-.

Entrada en la vejez, cuando empieces a perder la memoria por la naturaleza de los días avanzados y tus nietos e hijos te tilden de demente y senil, cuando tu marido haya muerto por causas naturales, empezarás a llamar a tu perro Raskolnikov o Gregorio y creerás que tu apellido es Karamazov. Entonces comprarás una gata y le pondrás de nombre Karenina, invertirás en una pila de libros y te reirás a carcajadas, volverás a leer Mientras Agonizo y entenderás por fin cuál es la enfermedad que padece una y otra vez la incomprendida Addie Bundren. Empezarás a entender el deseo que tenía Raúl Gómez por los animales y la insatisfacción de Swift en Una Modesta Proposición.  Morirás con una sonrisa en la última página de Los Miserables, libro que habías dejado sin terminar sesenta años atrás, y entonces habrás sentido que la existencia valió la pena.
—————————————————————-
(*) Periodista.

Comentarios