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Raphael

El caminantedos
El caminante

Fernando Araújo Vélez

Fue cierto. Tendría unos siete años cuando se aventuró por la ciudad a solas para llegar hasta el aeropuerto y tratar de ver, aunque fuera sólo un segundo a aquél, Yo soy aquél, a quien sólo conocía por discos y fotos de revista en un mundo en el que no había siquiera vía satélite. Raphael era un mito, y ese día la avenida 26 se llenó de gente con banderas y su foto para verlo en carne y hueso, En carne viva, pero la guardia que lo custodiaría decidió engañar a sus miles de fans, a los periodistas y a las adolescentes histéricas que no dejaban de gritar, y lo sacó por una puerta trasera en un Wolks Wagen. El niño de entonces, años 60, diría por el resto de su vida que lo había visto, y que al día siguiente fue al Salón Rojo del Hotel Tequendama para oírlo cantar sólo tres canciones, pues la altura lo había ahogado.

Fue cierto. A su hermana, un energúmeno devoto de Agustín Lara le rompió siete discos porque Raphael, dijo, sonaba a pelea de gatos. Digan lo que digan. Él ahorró un año para volverlos a comprar y los oía casi a escondidas, mientras sus amigos, en la escuela, hablaban con acento de Harvard sobre Pink Floyd, Aretha Franklin y Carole King y tachaban a Raphael de fanfarrón. Mis amigos se reían. Eran los 80. Él hacía fiestas en su casa e invitaba a sus viejos amigos para vengarse con canciones de Raphael. Qué sabe nadie. Un día de esos se coló en un teatro para verlo de nuevo. Fueron tres horas de locura. Eran los primeros 90. Fue cierto que después, según pasaron los años, volvió una y otra y otra vez y no dejó jamás de comprar los discos que grababa, hasta que lo conoció en una entrevista y la vida tuvo un punto de quiebre. Lo sintió solo un hombre, como tal vez se encuentre Dios.

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