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Rafael Víctor Zenón Uribe, en El Drama del 15 de octubre (1859-1915)

Rafael Uribe Uribe

Un siglo después del asesinato de Rafael Uribe Uribe, este relato busca comprender al hombre y al político que quería hacer la revolución en el país. ¿Cuáles fueron sus guerras y sus ideales?

 Daniel Ferreira / @stanislausbhor

I

 

Sólo él no admitía que hubiesen perdido la batalla. Hasta el último aliento, mientras arengaba en la plaza de Ocaña ante unos cuantos baquianos congregados y los rastros del ejército con que atravesó aquella selva homicida (porque la mitad murió en la inundación del río, los arcabucos y las hoyadas), proclamó, con su retórica de marras, que estaban en capacidad de repetir la palabra de Cristo a la hija de Jairo: “Dormit, non mortus est.” Que significaba: dormido, pero no muerto; o que vendría lo mismo a ser: “Estamos dormidos, pero no muertos.”

La expresión contenía una estampa de su régimen personal que impregnaba todo lo que tocaba de soberbia. Un espíritu resplandeciente que ahora trataba de extender a una tropa que lo consideraba un elegido, a pesar de todo, y que se haría matar por él y que lo acompañaría si fuese necesario al entablado del patíbulo.

Fue una retirada bandolera. De madrugada. Con tiradores disgregados para cuidar a un ejército espectral, diezmado por el estrago de los combates y las epidemias, y abrumado por el número y armas de su contendor. Tomaron la ruta de Ocaña, por una selva pantanosa donde debían marchar callados porque la boca se llenaba de zancudos al hablar. Tres mil hombres semidesnudos, asediados por la fiebre amarilla, la mayoría descalzos, en medio de una selva fangosa, anegada de niguas y fieras ruidosas.

Era, para su tropa, el general invencible, al que no le entraban las balas ni la plaga, ni el pian, ni el vómito negro; era el que despreciaba a los hombres débiles y  renegaba de los borrachos y creía que el alcohol era una ruina para un país situado sobre la línea del Ecuador, a treinta grados a la sombra, “porque el vino”, decía, “es para países de cuatro estaciones, pero es incompatible con el hombre de la zona tórrida: los países con más dificultades climáticas se han desarrollado más y los que lo tenemos todo, no nos esforzamos en nada.” Era una forma de encubrir su animadversión por los borrachos, los cobardes y los débiles.

La enfermedad era para él simplemente una contingencia que decidía quién merecía la vida o quién debía perderla. Todos los que estaban frente a él en aquella plaza merecían vivir, puesto que no enfermaron, y si enfermaron en la desbandada, no murieron; puesto que pelearon durante quince días, casi sin comer ni beber, y sobrevivían; puesto que la guerra iba a seguir y estaban dormidos, pero no muertos.

El primer día de combate que decidió aquella desbandada, le mataron la cabalgadura mientras impartía órdenes y trataba de desplegar en la encrucijada de caminos una línea defensiva entre las hoyadas, sobre un mapa que él mismo dibujó. El centro de operaciones sería un complejo de casas de adobe a sus espaldas, con la más amplia, en el lugar privilegiado, donde podía verse todo el combate y preparar las avanzadas. Sin escrúpulos por el centenar de cadáveres que ya dejaba el combate entre sus filas, dejó la yegua muerta, recogió el mapa y tomó un caballo de un coronel de su Estado Mayor y buscó un corneta de órdenes, pero ya no pudo encontrarlo, porque una bala le había pasado el pecho de lado a lado. Entonces se puso al frente de las tropas y siguió gritando que de cuatro en cuatro debían formarse, a dos varas de distancia de soldado a soldado, que cuatro hombres a la derecha, que cuatro más a la izquierda, de frente a la batalla y paso redoblado. Cuando los soldados no le hacían caso, aterrorizados por la magnitud de la matanza, les interpelaba, a grito herido, y añadía que la Revolución necesitaba soldados avancistas y no peleles cobardes, vea pues, luego se lanzaba él mismo contra un enemigo al que despanzurraba con la bayoneta tomada a un soldado muerto y todos, empujados por esta soberbia, seguían el ejemplo aleccionador y se lanzaban a la escabechina con los machetes en las manos y el grito procaz en la garganta. Entonces el enemigo, aterrorizado por la fuerza y el empuje del machete, huía, despavorido.

Era jefe por aclamación, a diferencia de su par, el general Benjamín Herrera, que era un terrateniente y ex militar autoproclamado general, o de Vargas Santos, otro terrateniente y veterano curtido en la última y penúltima guerras pero nombrado Jefe Supremo a pesar de su longevidad. A diferencia de los otros generales, antes de estallar la rebelión, él era el único en ejercer un alto cargo parlamentario: senador. “Libertad o guerra”, era su lema de político radical. Como libertad no había, sólo quedaba la guerra. No era un secreto. Lo había advertido ante el parlamento, reunido el quórum: que si el Gobierno unido de los conservadores históricos y los liberales vetustos insistían en negar la reforma constitucional, el ala radical del Partido Liberal pediría al pueblo alzarse en armas para defender a plomo su derecho soberano a ser representado por verdaderos líderes y no por oligarcas y terratenientes. Un nutrido aplauso se levantó el las barras del parlamento. Pero a instancias de Aquileo Parra, veterano con experiencia de presidente, jefe del Partido Liberal y el mayor opositor a la guerra, esto había sido una bomba soltada con irresponsabilidad en las manos de un niño. Desde el escaño en que presenciaba el discurso de su copartidario, cruzó una breve ojeada con otros de sus colaboradores más cercanos y, al tiempo que ellos, se levantó del escaño para abandonar con sus barbas caídas la sala del congreso. Entonces Uribe tuvo que apresurarse desde el estrado para que los liberales disidentes alcanzaran a escuchar la última parte antes de atravesar la puerta: dijo, con el ánimo redoblado, en un tono de voz ya solemne, que el Gobierno era un Gobierno débil buscando sostenerse con decretos intimidatorios, que el presidente era un títere de sus inmediatos y por eso se negaba a la reforma de la constitución que había prometido, que la emisión de moneda sin respaldo era la deshonrosa causa de la ruina de la nación y que si al pueblo, y aquí subrayó sus palabras con un énfasis al repetir la palabra “pueblo” en el falsete de esa oratoria incendiaria que se convertiría en modelo y emblema para todos los candidatos populistas que nacerían en ese siglo de conflagraciones que ya empezaba, si al “pueblo” empobrecido no le daban la libertad de elegir un cambio a su carta política, entonces el “pueblo” en armas se tomaba el derecho a reformar un mejor país por la fuerza de las armas.

Con la última mirada reprobatoria de Aquileo Parra antes de desaparecer por la puerta del capitolio, logró lo que quería: dividir en dos tajadas irreconciliables a las mayorías liberales que estaban a favor de la guerra de las minorías que estaban a favor de Parra, quien, ya casi centenario, había renunciado a la dirección del Partido Liberal, no sin antes hacer que los pacifistas lo obligaran a rechazar la dirigencia y se comprometieran a nombrar a otro candidato sin arrestos bélicos para tal menester.

Para los radicales, la estrategia de dividir el partido en el parlamento funcionó como él predijo: no hubo elección de los pacifistas ya que el candidato con más simpatía rechazó “irrefutablemente” el cargo de director del partido en el mes de marzo.

Mientras aquella intriga se vivía en la capital del país, otras noticias llegaban desde Santander (un departamento selvático y  levantisco que había logrado ser Estado independiente en otras guerras): rumores de que miles de hombres armados, trabajadores del café quebrados por el desplome internacional del precio y los embargos por préstamos bancarios, recorrían los caminos, quemaban casas y saqueaban pueblos y desconocían la autoridad de un Gobierno al que llamaban ilegítimo o “regeneración onerosa”.

La guerra había comenzado así, en conciliábulos secretos, entre las gentes de ese departamento, el más cercano a Venezuela, con la tiranía de Cipriano Castro que simpatizaba con el derrocamiento del presidente de Colombia, y la instauración de un régimen liberal. Pero el partido que promovía la revuelta, seguía acéfalo, sin dirección ni posición en la política nacional.

A comienzos de septiembre, el entonces parlamentario Rafael Uribe Uribe y los belicistas se encargaron de difundir el nombre de Gabriel Vargas Santos, un anciano senil que vivía retirado de la política en su hacienda de Boyacá, como candidato único de partido. Aquileo Parra y los pacifistas estudiaron la postulación y decidieron que el hombre estaba demasiado viejo para emprender una guerra a muerte contra el Gobierno, y dieron su voto por él. Uribe y los partidarios de la rebelión, festejaron el acuerdo, porque finalmente lo habían logrado: el 30 de septiembre Uribe Uribe en persona se dirigió a Sogamoso para anunciarle al anciano su designación como director del liberalismo, máximo jerarca del partido y, en consecuencia, generalísimo del Ejército Restaurador, y obligado por extensión a conducir el ejército revolucionario. Pero al llegar a la hacienda, el anciano ya no estaba allí sino en Los Llanos del Arauca. En ausencia del anciano, el parlamentario decidió trasladarse a Santander y organizar una cumbre  en las montañas con los alzados en armas. Aquella, a su modo de ver, fue la decisión que decidió la guerra, al encontrar a su disposición un ejército de quinientos hombres mal armados. Fue en ese concilio, cuando los jefes de cuadrilla que había empezado el alzamiento de Santander lo proclamaron comandante de la Revolución.

La decisión de los jefes de cuadrilla era conformar un solo y gran ejército para hacer la primera toma de una guarnición militar y hacerse con armamento regular. Para esto pidieron consejo a Uribe Uribe, veterano de la guerra anterior, y marcharon todos contra el cantón de Bucaramanga, pero allí, sin pertrechos suficientes para realizar el asalto, sufrieron una derrota desmoralizadora. Un mes después de la derrota de ese ejército casi desarmado contra una guarnición entera de francotiradores que custodiaban el cantón de Bucaramanga, Uribe y sus hombres se arrogaban el triunfo de la batalla sobre el puente del río Peralonso. Fue ese triunfo el que lo catapultó a general por aclamación, un cargo ganado como el título de los mariscales: en el campo de batalla.

La única piedra en el camino fue su competidor,  el general Benjamín Herrera, Comandante en Jefe de las fuerzas del norte, Ejército Libertador de Cúcuta, quien poco a poco fue convirtiéndose en su contradictor en el mismo bando. Uribe Uribe tenía por carácter una timidez privada y volátil que trataba de ocultar con iras públicas. Sufría por una debilidad por la franqueza y por expresar públicamente lo que pensaba. Nunca olvidaba afrenta, y convertía los resquemores pasados en quistes y desprecios irreconciliables. En quien veía un defecto, ese defecto crecía a sus ojos como una planta hasta ramificarse a todo lo que hacía el otro, y así acabar contaminando una simpatía con el rechazo. Aún si antes lo había subido a un pedestal, no tenía miramientos en degradarlo por una sola actitud que considerase reprobable. Su confianza en el prójimo era frágil y cuando se había manifestado la decepción, no había razón ni mérito capaz de hacerle cambiar de parecer, con lo que dejaba de determinar a la persona para acabar por negarle el saludo.

A Herrera, sin embargo, no lo podía degradar a su antojo, porque era el comandante de tres mil hombres con los que había liberado Cúcuta y se habían hecho a un arsenal vital para la Revolución. Aparte de estas conquistas, su Estado Mayor estaba compuesto por antiguos militares y jefes de cuadrilla que eran hacendados amigos enrolados con los obreros de sus haciendas, de modo que le aclamaban tanto que si en una batalla le dieran de baja en combate ellos darían media vuelta a las cabalgaduras y volverían a sus labranzas sin importarles el resultado de la guerra.

Uribe empezó a manifestar reservas por el general Benjamín Herrera por tres razones mundanas: la supuesta debilidad por el alcohol, una extraña inclinación por obtener el favor de las mujeres y una abierta intransigencia por controvertir todo plan de Uribe y decir que adolecía de “estrategia militar”.  Pero en el fondo sabía que nunca sería Comandante Supremo de la revolución con Benjamín Herrera como contendor, porque Herrera tenía el valor civil de advertirle que no podía confundir la estrategia con la táctica, porque Herrera sonreía con su mirada chinesca y socarrona ante cada plan militar que proponía Uribe, porque se negaba a verlo como sobrestante.

En Chinácota, la primera vez que se vieron, Herrera se mostró como un hombre efusivo y cordial, al que no dudó en saludar de abrazo. Luego Herrera cometió el primer desliz a los ojos de Uribe: hizo repartir entre sus tropas cinco monedas reselladas por el Gobierno provisional de Cúcuta y una copa de aguardiente. El gesto empeoró al ofrecer a Uribe una botella de Whisky que rescataron sus hombres del saqueo a las mansiones señoriales de las familias más pudientes de Cúcuta durante la liberación de la ciudad. Uribe recibió el obsequio con deferencia y la entregó a su ayudante, mientras se alejaba y murmuraba, “borracho”.

Más que los gestos y movimientos torpes que provocaba el alcohol y los disparates y la bravuconería, odiaba percibir el aliento de los borrachos. Repudiaba al que lo ingería, no a las bebidas alcohólicas, que coleccionaba en su hacienda sin llegar a probarlas nunca, salvo una copa de jerez para brindar por el año nuevo. Era esa inquina, el reclamo más severo que hacía en tribunas públicas contra el pueblo colombiano. El alcohol descerebraba al hombre del trópico, repetía en el Congreso de la República: lo convertía en un guiñol y lo dejaba al albedrío de sus instintos más bajos. La noche del encuentro en Chinácota, ocurrió aquella cena en la que vio a Herrera pavonearse y departir con risas y coqueteos elegantes con un grupo de mujeres liberales que habían llegado desde ciudad sólo para comer con el liberador de la ciudad. En medio de la cena, y ya encendida la hostilidad en los ojos desmesurados de Uribe, se le vio golpear la primera copa de vino aún llena e intacta frente a sus bigotes, y llamar, con aquel sonido de cristales vibrantes, al general Herrera.

El comandante del ejército del Norte interrumpió su conversación amena con el grupo de damas para oír la propuesta que le dirigía Uribe desde el otro lado de la mesa ovalada:

—Pero qué tan raro, general: ya que entramos en confianzas, y nos pusimos prometedores con estas damas, por qué no nos dice usted si acepta la unión en un solo mando de los dos ejércitos para liberar a la república.

Era una propuesta de anexión directa que presentaba en sociedad la estrategia usual del parlamentario: someter la palabra ajena al empeño público.

Herrera reaccionó a la veta de cinismo con una vuelta de tuerca:

—No tengo problema con sumar las fuerzas, general Uribe, pero esta noche de celebración me fatiga pensar lo dispendioso que será para mí comandar un ejército tan grande.

—Vea pues. No tiene por qué fatigarse con cargas ajenas, general, que yo lo puedo hacer muy bien. ¿Sabía usted que los centuriones romanos fueron invento de César para comandar las legiones con un comandante por cada cien hombres? Para que se cumpliera una orden suya bastaba con reunir a los comandantes y no a todo el ejército. Con un método similar Genghis Khan arrodilló Asia y Atila descubrió Europa.

—Ve, cómo cambian las guerras y las batallas, ¿no, general? Hoy se ganan corriendo–dijo Herrera, cortante.

Era un memorando mordaz que hacía Herrera para recordarle que quien venía derrotado de Bucaramanga era otro, y quien lo había acogido y apertrechado y catapultado a donde estaba merecía respeto.

Herrera apenas sonreía con su cara tártara. Sus labios delgados a punto de desaparecer bajo el bigote en cascada, la barbilla se retraía en una mueca casi imperceptible que replegaba los pómulos ahuecados y enfatizaban la sonrisa dura que le aplicaba.

Enseguida Herrera agregó una frase para volver a dialogar con las damas:

—No agüemos la fiesta con esos temas de enciclopedia, general Uribe: más bien anímese un poco y pruebe el vino que no lo ha ni tocado. Piense  que sería muy odioso decepcionar a estas bellas damas con los pormenores necesarios para organizar un ejército y con todo lo que falta aún para liberar a la república.

—Oigan a mi tía —exclamó Uribe como para sí mismo en un tono que no podía ocultar la exclamación, pero enseguida barrió la mesa con una mirada intensa y se dirigió con firmeza a Herrera—: Yo no tengo ningún problema por hablar del futuro de Colombia en cualquier momento.

—Vos, no, general, pero el comandante supremo sí.

—¿Y acaso está en esta mesa el Comandante Supremo de la guerra, general Herrera? Yo no lo veo.

Su debilidad era la soberbia. El tono de voz, cuando se exaltaba, no podía ocultar el acento y los giros propios de los campesinos de Valparaíso, Antioquia: solía convertir en agudas a las graves y usar la doble acentuación. Tenía inclinación por el imperativo; provenía de un pueblo con tendencia a la multiplicación de la deferencia, y a cambiar de la amabilidad extrema a la agresión extrema.

Herrera era oriundo de una tierra donde usaba la segunda persona del plural en el trato y se confundía la indelicadeza con socarronería: Cali, donde se tuteaba al enemigo y donde nació 48 años antes, en una guarnición militar.

Esta vez Herrera se contuvo y declinó con elegancia:

—Podría ser.

Enseguida el general Benjamín Herrera se levantó de la mesa y ofreció el gancho de su brazo para llevar a bailar a una dama a la estancia, donde los músicos de cuerda, guiados por aquel que habría de convertirse en su secretario poco después, entonaban un pasillo tan suave que parecía un lamento.

Al día siguiente, los dos generales se reunieron a solas para definir la unión de los dos ejércitos bajo un mando supremo. Uribe saludó tres veces con su exceso de afabilidad tempranera: “Buenos días, ¿cómo le ha ido, cómo amaneció, cómo me lo trataron las bellas damas, general?”.

Herrera sólo contestó:

—Bien, gracias.

Luego del desayuno, al insistir Uribe en que la comandancia debía estar bajo su mando, por su experiencia en la actividad parlamentaria, Herrera dio un golpe suave con las yemas de los dedos sobre la mesa que más parecía un plante en juegos de mesa: “No jodás con eso otra vez, paisano. ¿Sabés qué pasa? Que el ejército del Norte solo se deja mandar por mí. ¿Y le voy a decir por qué? Porque yo compré las armas al Gobierno de Venezuela, y porque fui yo quien liberó a Cúcuta, y porque yo organicé el Gobierno provisional de la ciudad y porque la gente de esta parte es levantisca, y no le cabestrea a nadie más, ni a vos ni a nadie. Sólo al que respetan, o sea a mí. ¿Qué hacemos pues?”.

El mando supremo le fue esquivo a ambos. De los dos, sólo uno reunía las condiciones (experiencia, mando y estrategia) para ser comandante militar de la guerra: Benjamín Herrera, que había sido militar de rango en las dos últimas guerras y que tenía un Estado Mayor compuesto por una mayoría de ex militares. Uribe era abogado y orador, aunque también era veterano de la penúltima guerra del siglo. Sin embargo, su Estado Mayor estaba compuesto por abogados bogotanos (la mayoría habían sido liquidado en la fallida toma de Bucaramanga) y ahora lo acompañaban hacendados inexpertos, con huestes de campesinos analfabetas que eran simples peones avenidos en soldados.

El mérito mayor de Uribe, sin embargo, era un instinto para descubrir las debilidades de un hombre, de un Gobierno o de un ejército con sólo discriminar algunos datos. Eso hizo la diferencia en las dos batallas que ganó y que se constituyeron como derrotas tontas y humillantes para el ejército del Gobierno, y deslucimientos para la figura de Herrera.

La oportunidad para hacerse con la porción adicional de prestigio y mando que le negaba Herrera se le dio a Uribe a los pocos días de aquel primer encuentro, sobre el puente del río Peralonso, afluente del río Zulia. Esta vez Uribe no la dejaría escapar. Llevaban dos días asediados por un ejército que los superba de tres a uno y a Herrera lo hirieron en una pierna por la mañana del segundo día. Uribe fue a verlo y le dijo que iba a cruzar el puente con unos cuantos hombres. Herrera volvió a sonreír con la misma sonrisa socarrona de aquella noche de fiesta, pero al ver que Uribe no se ofendía, o tal vez porque la herida reciente en la pierna le causó algún escozor, cambió de semblante y dijo: “Todos sabemos que usted es un valiente. Lo que no sabíamos es que también quería ser un héroe.”

Uribe comprendió la burla: la noche de la fiesta, al tratar de fijar el tipo de acciones que hacían a un hombre héroe, y a un héroe en un valiente, y ambos habían coincido en que simplemente era un hombre que debía acatar su destino, y esa era toda la valentía, pero su destino paradójico siempre consistía en morir. En todo caso, bromeó Herrera, héroe se le decía al que no pudo escapar. Los miembros del Estado Mayor de Herrera, rieron. Uribe clavó en Herrera sus ojos feroces y se despidió. Pero antes de salir del toldo, Herrera le dijo a sus ayudantes: “Hoy vamos a presenciar el acto más trascendental de la batalla, o el más grande cañazo de un paisa antioqueño”.

Uribe alcanzó a oír aquella frase y desanduvo el camino hecho, hasta llegar a la barbacoa donde reposaba el general herido. No le gustaba que lo identificaran por el gentilicio (“paisa”) y que éste a su vez se entendiera como sinónimo de avivato, oportunista:

—¿Cómo dice, general?

—Que no se desperdicie de esa forma, paisano: a la Revolución le sirve más un general vivo que uno muerto.

Uribe barrió su mirada con el Estado Mayor allí reunido y dijo que prefería morir como mueren los héroes que vivir bajo el yugo de los terratenientes: “Si es que se le puede llamar vida a esa letargia”.

Fue una ofensa directa al ego de Herrera, que se encargó de enquistarla muy bien, porque a pesar de su filiación ideológica al liberalismo, ya no era ni militar, ni político activo, sino un ganadero y hacendado que pertenecía a la aristocracia más excelsa del norte de Santander al casarse con una de las herederas de latifundio.

 

II

Aquella tarde, sobre el río Peralonso, Uribe atravesó el puente acompañado por un grupo de voluntarios a los que elevó de rango aunque murieran en el intento. Para sorpresa del Estado Mayor de Herrera, Uribe logró tomarse las primeras trincheras apostadas en los cabezotes del puente y logró abrir un boquete por el que penetró el grueso de su ejército. Luego entraron los hombres de Justo Durán, y finalmente el cuerpo de Benjamín Herrera a retaguardia. Armas y pertrechos dejaron las tropas del Gobierno en la desbandada, y en uno de aquellos baúles halló Uribe Uribe los arrequives de general en un uniforme de gala de un verdadero general del Gobierno ataviado con borlas y tejidos de hilos de oro que vistió con orgullo y llevó puesto al día siguiente en la plaza mayor de Cúcuta, donde no perdió oportunidad de mostrarse como vencedor de Peralonso, arrogarse un discurso solemne, y poner a doscientos nuevos hombres bajo su mando en una tribuna de orgullo a la que todos los presentes aplaudieron con un fervor colectivo.

Fueron estos logros, magnificados por sus dotes de orador, lo que le convertirían ante sus hombres en un militar temerario y de réplicas inmediatas. La acción era desaprobada  por Herrera, quien nunca se movía sobre el campo de batalla sin un plan preconcebido, pero esta vez tuvo que reconocer al menos que el factor sorpresa y la avanzada repentina hacia el centro de un enemigo superior en fuerzas logró generar caos y romper sus líneas, aunque era una estrategia reprobable desde el punto de vista militar, pírrica, casi suicida, arriesgar tantas vidas contra un enemigo que triplicaba las tropas al otro lado de un puente.

Tres semanas después, el general Uribe Uribe descrestó a Herrera con otro golpe de suerte: la perfidia de Teherán, donde tomaría prisioneros a mil hombres, sin disparar un solo tiro, y haciéndose pasar de encubierto por un refuerzo del ejército contrario. Esa vez, cuando llegó hasta el comandante del ejército contrario, le puso un revólver a bocajarro y dijo: “General Domínguez, soy Rafael Uribe Uribe, está usted detenido, deme su espada.”

El general se rindió como un niño que ha perdido un juego y respeta las reglas.

Este acto lo puso a un paso de alcanzar por mérito la jefatura máxima sobre el ejército rebelde.

Cinco días después, la vanguardia de los que ya para entonces algunos llamaban Ejército Restaurador entró en Pamplona, la tierra adoptiva del general Herrera, donde se fue a vivir con su mujer después de la última guerra. Sólo que allí Herrera fue ovacionado, su ejército aplaudido y Uribe Uribe supo, al presenciar toda aquella batahola, que nunca sería el Comandante Supremo de esa revolución, por la sencilla razón de que Herrera y los hombres de Herrera, jamás le obedecerían. De modo que cuando el anciano general Gabriel Vargas Santos entró en Pamplona con cuatro mil hombres que se sumaron a su paso por los llanos del Casanare, Uribe comprendió que la única salida era partir diferencia y deponer el poder absoluto de toda esa fuerza reunida en un tercero oponible: así el mando y la personalidad fuerte de Herrera y el poder que ostentaba se verían menguados.

Quince días después, cuando el ejército entraba en Bucaramanga, Uribe se encargó de ensalzar con honores a un anciano senil, lo subió al pedestal y le recordó a todos los presentes su nombramiento en Bogotá como jefe único del Partido Liberal, lo que le convertía, en consecuencia, en Comandante Supremo de la guerra. Esta vez juró obediencia a su sobrestante en ese discurso público, ante la plaza de Bucaramanga reunida en pleno, y delegó así la sumisión de las tropas bajo su mando para la campaña que ahora emprenderían. Lo hizo en ausencia de Herrera, que se recuperaba en la retaguardia de la herida en la rodilla, y con este discurso, lo sabía, prácticamente obligaba a Herrera a aceptar la comandancia de aquel anciano que de un día a otro acabó convertido en presidente de la república y en comandante del ejército restaurador.

Bucaramanga era una ciudad favorable a Uribe: los ciudadanos recordaban al general y su intento de liberarla con el asalto al Cantón. Por eso El General fue aclamado por aquellos cuatro mil hombres reclutados por Soto, Leal y Rosario Díaz como su Comandante en Jefe para iniciar la campaña al centro del país. Por esos días, en Bucaramanga los boletines de prensa emitidos por la Revolución en mimeógrafos de rodillo habían potenciado a niveles heroicos la batalla de Peralonso y la perfidia de Teherán y no escatimaban epítetos para narrar el momento en que Uribe disfrazado de oficial conservador lograba penetrar hasta la casa donde estaba el Estado Mayor del enemigo y poner presos a sus comandantes. En Bucaramanga, el triunfo de esas dos batallas se celebraba como si fueran definitivas, y a su artífice, Uribe, le saludaban como si fuese el comandante supremo. Durante el desfile de entrada por la avenida más ancha de la ciudad, mientras se desgranaban aplausos y llovían regalos y ovaciones, lo único que Uribe lamentó fue que Herrera no estuviera presente, debido a la convalecencia de su herida. En la Plaza Principal, ante la población reunida, Uribe descabalgó y clavó la bandera y juró que la clavaría una vez más pero en el Capitolio Nacional, y luego de un aplauso nutrido, se declaró honrado y agradecido y dio paso al Jefe Supremo, general Gabriel Vargas Santos y a sus 80 años de entrega a las ideas liberales. Una vez proclamado Jefe Supremo, Vargas Santos procedió a organizar el ejército: Uribe fue nombrado secretario del supremo y general de vanguardia, Vargas Santos avanzaría con el grueso del ejército por el centro y Benjamín Herrera sería general de retaguardia. Las demás tropas del norte y el oriente tendrían a los generales Leal y Soto como comandantes divisionarios. Diez mil hombres había sido en Pamplona y dos semanas después cuatro mil más se les sumaron en Bucaramanga.

Fue con esa proclamación como Uribe logró poner una barrera invisible entre los dos poderes en pugna que se mantenían respetuosos al juramento militar, pero que no lograrían ponerse de acuerdo para realizar una sola maniobra en conjunto durante los seis meses que siguieron en los que aquel ejército desorientado se movió  como una ronda de hormigas guatas por las montañas de un territorio arrasado, al que ellos llamaban “territorio libre”, hasta la noche en que, después de  dos semanas de desgaste frente a la hoyada de Palonegro, las ruinas de aquel gran ejército reducido a su quinta parte empezó la retirada forzosa en la que ahora se hallaban.

El único que insistía en rechazar la derrota evidente era él: Rafael Víctor Zenón Uribe Uribe, general de vanguardia del ejército revolucionario que vivía en un enervamiento constante: las manos temblorosas, los ojos desmesurados, el bigote erizado en puntas de tanto repasar las cerdas entre sus dedos desde un mes antes,  debatiéndose entre culpar del desastre al Jefe Supremo Vargas Santos por ese mensaje cínico que le refirió el día quinto al solicitar refuerzos “¿y, si están triunfando, para qué piden refuerzos?”, o a la chicha y al aguardiente barzalero con que se embruteció la tropa para poder pelear en un campo emperrado de sangre. Insistía en que la fiebre era una enfermedad de gente perezosa, y si llegaba la derrota, se debía a la debilidad consustancial de aquellos que caían en los miasmas de la selva o la indisciplina de los desertores y a la natural desidia de los hombres del trópico. Pero sabía que su gesto oportunista de jurarle lealtad en plaza pública que fue esencial para la elección del general Vargas Santos había prestado una cuota importante en el desastre. Pretendía ver en la equivocación garrafal el gesto de evitar un percance mayor: la dictadura del general Herrera. El fin supremo que creía perseguir con sus elecciones era la unión del Partido Liberal para continuar la guerra y derrocar al Gobierno de Sanclemente que no quiso enmendar las fallas de la constitución y pretendía gobernar para el país que querían los conservadores llamados “históricos”.

Nunca, a pesar de todo, pudieron llevar a cabo una operación conjunta como Estado Mayor.

—Por el orden de los acontecimientos —le dijo a su corneta de órdenes, el capitán Guillermo Páramo, mientras sorteaban un pantano infestado de sanguijuelas— se deduce que solo nos pusimos de acuerdo fue para decir “por aquí que es más ligero”.

Su broma quería decir: para huir. Pero el corneta de órdenes descuajaba monte a mandobles de machete y buscaba el sendero perdido entre el barrizal y por eso no pudo oír lo que le decía.

—Perdón, no escuché: ¿qué quiere, general?

—Yo qué voy a saber…

Fue incapaz de continuar la idea porque la nube de zancudos resultaba tan densa a esa hora del día que al abrir la boca un puñado se colaba como una tromba hasta la garganta.

Mientras deambulaban por la selva, recordó la capitulación de Palonegro, disfrazada de repliegue en aquella junta de generales en la casa de la hacienda Las Bocas, y repasó  cada día, cada orden tomada y dada por él, para estar seguro de que el combate empeñado no se había perdido por su negligencia, ni por falta de tesón, sino por falta de refuerzos y estrategia conjunta. Recordó también el último acto de guerra que lo habría de perseguir hasta su último día de vida: aquella misma mañana, por el camino de Los Chorizos, Uribe Uribe había apaleado a varios jefes de cuadrilla porque abandonaron sus posiciones y se dirigían a dimitir a Rionegro. Los encontró en abierta desbanda, por el camino, y en un arrebato de furia les dijo: “Si el combate se pierde, ni con toda la tinta y el papel que le sobra al mundo alcanzará para decir lo que se merecen, miserables”, y los obligó a regresar, a ramalazos de rejo.

Uno de ellos se negó a volver a Palonegro, rotundamente. Recibía órdenes de Herrera y por lo tanto se negaba a obedecer órdenes de Uribe, y acabó por empujarlo. El General se descubrió el sombrero y exclamó “¡Qué es esto!”. Y enseguida le dijo al ayudante que ayudó a sostenerlo para que no resbalara “déjeme” y lanzó el primer puñetazo. El otro no se atrevió a responder. Encolerizado todavía más por la pasividad de no responder a los puños con puños y la resolución del coronel de no aceptar su mando, le apuntó con el revólver al pecho:

—¿A qué división pertenece usted?

—A la Pedro Gómez, que recibe órdenes de Benjamín Herrera.

—Su rango.

—Coronel, y ex estudiante del Colegio Mayor de Cundinamarca.

—¿Y no le da vergüenza a todo un coronel y ex estudiante como usted portarse así? Pedro Gómez, para que se informe, murió valerosamente en la carga de Bucaramanga sosteniendo en alto la bandera de la Revolución. Y ahora usted abandona el campo y sale corriendo como una vieja despelucada. ¿Es el ejemplo que da a los hombres bajo su mando? Tendría que honrar el nombre del gran repúblico, pero prefiere huir como un miserable cobarde. Lo siento, pero voy a tener que fusilarlo.

El coronel oyó los cargos y la reprimenda, amarrado al tronco del guanábano, donde las hormigas mordían su carne, y al final de su atadura preguntó perplejo que por qué lo fusilaba si la batalla estaba perdida.

Uribe Uribe se encolerizó ahora por lo que le confirmaba como una prueba irrefutable de la vileza humana, añadida a la indisciplina marcial, y le hizo saber claramente que lo fusilaba por abandonar su posición y a sus hombres.

El coronel volvió a recordarle que en Palonegro toda esperanza estaba perdida, que el liberalismo había elegido pelear un lugar sin importancia, aislado de todo, y que sus jefes habían elegido mal al prestar batalla y dilatarla sin munición suficiente, que sólo quedaba rendirse o tocar retirada y ahorrar la poca munición antes que dilapidarla en fusilamientos fraternos.

Uribe, que admiraba los malabares de palabras, se sintió conmovido por la perfecta selección del adjetivo que hacía el moribundo en su última oportunidad, pero escondió el sobresalto y  prefirió decir que prefería ignorar esa frase derrotista en boca de un comandante de cuadrilla, y luego se dirigió a la guardia formada para disparar:

—El problema platónico del liberalismo de la escuela del 48 con su dejar hacer, dejar pasar, lo rasgué hace mucho tiempo al considerarlo inaplicable y dañino: ahora póngase firmes, coronel y vea cómo muere un borracho, un cobarde y un traidor.

Y la carga de fusiles resonó en el camino, sin darle tiempo a terminar la arenga para que viviera por siempre el partido que le segaba la vida.

Pero ya no había cómo subsanar nada: la Revolución abandonó el campo al amanecer del día quince de la batalla y empezó a huir por las montañas, dando tumbos y presentando falsos combates, sin ejércitos, en cuadrillas separadas. Sus hombres se mantuvieron ordenados, e irían a vanguardia, tomando el curso del río Lebrija, hacia las selvas de Torcoroma: el camino de Helechales, un antiguo camino de arrieros que desaparecía en los meses lluviosos inundado por el desborde del Magdalena. Era por allí donde los indios chitareros encontraron al primer muerto de viruela que dejaron los españoles para exterminarlos, y el camino se tupió de malezas por un siglo hasta que fue desyerbado por los alemanes comerciantes de quina. Una banda de alcaravanes despistados se les atravesó cuatro veces en el camino, pero Uribe no quiso ver un mal presagio en ello, a pesar de que ese día se extravió con su corneta de órdenes por un camino trunco mientras el batallón trataba de sortear un barrizal. El corneta perdió el instrumento en el fondo del pantano y empezó a pedir auxilio a gritos más tarde, al sentirse extraviado y lejos del grupo. Uribe lo escarmentó: “Domínese, Páramo”, y abrió un boquete en el monte lanzando mandobles sin impacientarse. Dos horas después, oyeron otro corneta que los buscaba dando señales de corneta. El general no prestaba atención a las dificultades del terreno ni a los rigores del clima, ni a las quejas del cansancio. Solo tenía la cabeza empeñada en hablar con su corneta de órdenes y organizar en voz altas las palabras correctas que usaría y las citas que incluiría en su próxima proclama. Preguntó qué pensaba de esa frase de Simón Bolívar: “Nadie es glorioso impunemente”. Guillermo Páramo le dijo: “Quiere decir que los grandes hombres también se equivocan en las horas decisivas”. Otro día hablaron de los diez mil fusiles que traían Sarmiento y Jones desde Inglaterra. Esas armas eran la única solución a la vista para hacer la Revolución en Colombia, a su parecer. Ocaña era una plaza favorable a la Revolución, y estratégica, porque desde allí podrían tomar el río Magdalena y reorganizar el gran ejército del Norte, en Riohacha, para luego invadir el interior del país con las fuerzas renovadas. De paso, iba a poder pasar a Magangué, donde vivía por entonces su esposa Sixta Tulia Gaviria en una finca modesta que había titulado  a nombre de un italiano antes de emprender el alzamiento para que el Gobierno no la expropiara con los decretos, pero que era su única pertenencia.

En medio de aquella manigua cada vez más infecta por las ciénagas de invierno y los miasmas pútridos de los cadáveres de hombres y caballos que iban quedando atascados los pantanos, el general Uribe empezó a escribir una larga misiva a su esposa, en la que hablaba de las pasiones encarnadas que levantaba sus posiciones y sus ideas entre el Estado Mayor de la Revolución y de la lealtad que había jurado en plaza pública y a la que se había mantenido firme con la misma fidelidad que había prestado para ese amor a prueba de balas y de distancia que le tenía y que no iba a claudicar a pesar de la posición  privilegiada en que una guerra heroica y patriótica lo ponía frente a tantas damas distinguidas que iba conociendo por las comarcas. Le añadía, con su retórica implementada hasta para descalzarse las botas, que exageradas mentiras sobre su nombre iba a oír en los próximos meses, pero que la mayoría eran calumnias de la oposición, y que no debía prestarles fe. Que siete sacerdotes publicaron en Cúcuta una hoja infame en contra de la Revolución. Que su cabeza fue puesta a precio en el campamento conservador. Que se les propalaba con la especie de que en Pamplona sacaron las imágenes de la iglesia y luego hicieron tiros al blanco con el santoral. Que había ajusticiado prisioneros y muchas otras quimeras que ella no debía creer si algo de amor le quedaba por el marido fiel y ausente. Que seguramente iba a oír que estaban derrotados, porque en Palonegro el enemigo había pretendido hacer de sus torres vedas. Pero que si en la guerra el contendor que no logra su propósito se convierte en el vencido; vencedor será el que alcance a realizar el suyo. En ese sentido era revolucionario y subrayó de nuevo “solo revolucionario”, el triunfo en Palonegro. Que si no lograron derrotarlos en los horribles desfiladeros del páramo, y que si no fueron capaces de detener su paso sobre el río Zulia, porque a la primera arremetida abandonaron sus posiciones como perros cobardes, y si después de Palonegro no habían logrado verlos ni de lejos en las revueltas del camino de Helechales, era porque, incapaces de detener la fuerza de voluntad del ejército restaurador, el enemigo solo encontraba en la calumnia la manera más indigna de vencerlos, que era apelando al desprestigio, para que el pueblo de Colombia retirara el apoyo a sus emancipadores. Le decía que ni intensión tuvieron de detenerlos en las Termópilas de Iscalá, ni en las Encrucijadas del Frailejón Amarillo o en Páramo Rico, ni en La Tromba de Silos, ni en el paso de Capitancitos, y que muy pronto en Ocaña, adonde se dirigían, mientras escribía esas líneas, serían el doble o el triple en número de combatientes, porque a cada legua se le unían cien soldados y nunca los vencerían, porque a donde hubiese enemigos, allá irían, y si municionados de a una cápsula por cada diez lograron vencer a un enemigo superior en Peralonso, ¿cómo no los arrollarían ahora que les habían quitado sus propias armas y ahora que iban al encuentro de un arsenal de diez mil fusiles que provenía del exterior? Le decía que estaban frente a un enemigo inepto y de poco fiar. Tan torpe que no supo usar su mentada artillería, y que en el siguiente combate él mismo les enseñaría cómo se manejaba aquella poderosa arma y cuánto daño se podía causar con ella. Se despedía finalmente como era su costumbre en la distancia: con un beso y un poema latino (uno de Píndaro) y extendía el colofón con una digresión sobre el filósofo Epiménides quien durmió a pierna suelta durante cincuenta años de un solo impulso, y cuando despertó, su casa estaba arruinada e invadida por malezas y no tenía ni familia ni amigos, ni conocidos, ni bienes, y luego cerraba así: “Los bienes del que duerme están a merced del primer atrevido ambicioso. Colombia ha dormido también por más de cincuenta años; hoy parece haber despertado y se halla pobre, ignorante y débil, atrasada y sin amigos; algunos de sus vecinos y enemigos internos le han quitado grandes trechos de territorio; el resto está cubierto por los materiales del retroceso”. Y la despedida: “Mi amor y mi respeto por ti y por los infinitos sinsabores que por mi causa padeces, han hecho que siempre haya pagado con inquebrantable fidelidad aquella fidelidad tuya en que mi ánimo descansa con tan dulce seguridad. Están ahí mis ayudantes y el ejército todo para atestiguarlo”.

Cuando releyó la carta, comprendió que se le había convertido en otra proclama. Entonces hizo una copia más con su caligrafía de encaje aprendida en el método Palmer, para la cual tachonó el vocativo y la despedida, y tituló de nuevo: “Discurso de Ocaña”.

No distinguía qué porción de su vida le pertenecía al amor y qué porción a la política. Qué a la milicia y qué a la soberbia. Años después, cuando fue atacado a hachazos en las gradas del capitolio nacional y su cuerpo chorreaba sangre por los bucles de pelo ensortijado, y los bigotes lánguidos se habían apagado y el pecho y el catre de hierro estaban empapados con su sangre arterial y convalecía entre cuatro médicos por las heridas que recibió en la cabeza, en medio del delirio, regresaron de nuevo las soberbias y amarguras de Palonegro, las órdenes dadas en vano a un ejército que no podía ejecutarlas porque estaba sin municiones; en el momento postrero, ante de gritar “Lo último, Lo último”, que fueron sus palabras finales,  regresaron las horas tensas de la última revolución que dirigió con el ejército más grande que podían haber reunido nunca y regresaron como recuerdos involuntarios las humillaciones tras la derrota del cantón de Bucaramanga cuando en un ataque de furor descastó al doctor Rodolfo Rueda, quien había organizado el ejército revolucionario de Santander con plata de su bolsillo y armas prestadas. Esa vez, ante sus colaboradores inmediatos, le arrancó al médico las charreteras y el sombrero con la banda de comandante y convocó a un consejo verbal de guerra para juzgarlo por haber disparado contra sus propios hombres en la desbandada. Y regresó también a su memoria descolocada por los hachazos la soberbia imperdonable de la batalla de Capitancitos, cuando se lanzó sobre un comandante de cuadrilla, aún con los estallidos de fondo de la persecución del Ejército del Gobierno, se le echó encima, lo hizo rodar por el suelo, mordió sus hombros, nariz y  orejas, se acaballó en el pecho y lo apuñaló frente a sus hombres por el mismo cargo de confundir el miedo con la cobardía, por haber oído la acusación de eludir el combate como un revolucionario cobarde.

Todo lo que haría y diría en esos años de guerra eran aspectos del mismo fervor. Mientras avanzaban por los pantanos, con un ejército de hombres tumefactos y desnudos, preparaba proclamas porque necesitaba revitalizar la moral de la tropa y el sentido patriótico más que nunca: quería dar, en Ocaña, un discurso que restableciera la confianza del pueblo y los ánimos de la tropa. Debía hacerlo porque sus hombres eran espectros de soldados zarrapastrosos, fatigados de abrir trocha y de avanzar empantanados hasta la cintura en caños de aguas nauseabundas y empecinados en proteger de la humedad el tesoro de cuarenta mil cápsulas que eran toda la munición que les quedaba. Debía hacerlo para destacar el valor de aquellos combatientes desnudos y medio muertos de hambre que llegarían a Ocaña doce días después de haberse internado a traviesa por aquella selva, diezmados por la disentería y las llagas abrasivas de la viruela para tenderse al rayo de sol y acampar a las afueras de la pequeña ciudad donde los muertos en los siguientes días se contarían por cientos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el Comandante en Jefe de la Revolución, Gabriel Vargas Santos, al general Uribe, ocho días después de esperar en Ocaña, sin tener noticias aún de Sarmiento y Jones ni de las armas venidas de Europa para salvar una revolución en Colombia, con sus hombres el grueso del ejército reducido a la tercera parte y con muestras de estar aún más corroído por el marasmo y la pestilencia.

El general Uribe miró su campamento de espectros podridos de viruela y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar:

—Devolvernos —dijo.

Y la Revolución volvió a internarse en la selva.

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