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Un poeta en Nueva York…dedicatoria de García Lorca a Whitman

 

 

 

 

 

newyorkca1930s, Flickr, The New Fine Arts Lab
newyorkca1930s, Flickr, The New Fine Arts Lab

 

 

Daniella Sánchez Russo *

Las devastadoras máquinas sonaban en la ciudad de Nueva York en una sinfonía incansable de producción; las avenidas, plagadas de carros, mantenían a las personas como robots moviéndose de su casa a la oficina y de la oficina a la casa; el humo empezó a ser rey de las instancias permanentes, del cielo todo cubierto,  de las narices que empezaban a identificar el olor a polución en donde los ojos se empequeñecían y la piel empezaba a corromperse; el plástico, caliente como el asfalto y lejos de las motivaciones naturales, había traído la crisis del 29, la llamada Gran Depresión. Lejos de su casa natal en España, la ciudad presentaba para el entonces joven poeta, Federico García Lorca, una salida a sus preguntas sobre la condición homosexual en el hombre y su reciente ruptura con el escultor Emilio Aladrén.

Sin embargo, nada de lo que había pensado de la cosmopolita urbe fue como se lo imaginaba. La ciudad, rendida en el caos del desempleo, era un paisaje degradante de seres humanos que se consumían como víctimas de su propio invento. Pero llega el recuerdo y lo salvan las letras de un fallecido poeta neoyorquino que, lejos del mercantilismo, inmortalizó una ciudad basada en la solidaridad y la democracia. Así, el dualismo entre dos artistas que concibieron un mismo espacio de forma opuesta, sería el empuje para que García Lorca escribiera su libro Un poeta en Nueva York, en donde reside, quizás, el cumplido más importante al autor de Hojas de Hierba, el poema Oda a Walt Whitman.

Un homenaje en el que se contraponen los seres deshumanizados de la ciudad del poeta con el poeta mismo: “Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,/hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,/porque por las azoteas,/agrupados en los bares,/saliendo en racimos de las alcantarillas,/temblando entre las piernas de los chauffeurs/o girando en las plataformas del ajenjo,/los maricas, Walt Whitman, te soñaban”. Una puntual diferenciación entre la virilidad que comprendía a los homosexuales de la antigua Grecia y las nuevas tendencias citadinas en las que los hombres se depravan por placer: “¡También ese! ¡También! Y se desempeñan/ sobre tu barba luminosa y casta/ rubios del Norte, negros de la arena,/ muchedumbre de gritos y ademanes,/ como los gatos y como las serpientes,/ los maricas, Walt Whitman, los maricas,/ turbios de lágrimas, carne para fusta,/ bota o mordisco de los domadores”.

Poeta en Nueva York

Casi un buen augurio al más allá del poeta, donde Lorca glorifica su muerte e inmortaliza su palabra: “Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson/con la barba hacia el polo y las manos abiertas./Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando/camaradas que velen tu gacela sin cuerpo./Duerme, no queda nada./Una danza de muros agita las praderas/y América se anega de máquinas y llanto”. Un llamado al romance entre dos artistas que no tuvieron la oportunidad de compartir un mismo espacio: “Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas,/ ni tus hombros de pana gastados por la luna,/ ni tus muslos de Apolo virginal,/ ni tu voz como una columna de ceniza;/ anciano hermoso como la niebla,/ que gemías igual que un pájaro/ con el sexo atravesado por una aguja”.

Y un año. Sólo un año le tomó al poeta granadino entender que de la cosmopolita ciudad sólo necesitaba una barba blanca. Esa que cargó Whitman en su vejez y que Lorca inmortalizó por medio de una pintura en colores blanco y negro. En 1930 el poeta parte de Nueva York a La Habana en busca de nuevas letras. Ciudad donde encontró un panorama distinto al capitalismo: una revolución obrera y estudiantil que pedía a gritos la renuncia del presidente Gerardo Machado, quien había establecido una política represiva que protegía el poder económico de la burguesía y perseguía a los líderes de los movimientos revolucionarios que buscaban una solución para la isla.

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(*) Periodista de El Espectador. Barranquillera, adora profundamente a Mercedes Sosa y disfruta cantar sus canciones -o cualquiera que se le atraviese- a todo pulmón.

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