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“Nunca voy a dejar que nadie me ponga en una jaula”

Ilustración de Carolina Martínez
Ilustración de Carolina Martínez

 

 

Hace 50 años Audrey Hepburn interpretó a Holly Golightly, el personaje que creó Truman Capote en su novela ‘Desayuno en Tiffany’s’ y que fue llevado al cine por Blake Edwards.  La eterna enamorada de una joyería de Nueva York.

Lorena Machado Fiorillo (*)

Uno la ve allí, sentada en el borde de la ventana con una guitarra, cantando la canción de la que fue musa. Aquella de Henry Mancini que hablaba sobre las ganas de conocer el mundo y, entre líneas, de que al final esperaba a alguien para recorrerlo. La única canción de Holly Golightly y la de Audrey Hepburn. Ambas, una más reacia que otra, deseaban un amor que desgarrara el alma, que fuera capaz de embeberlas en felicidad sin necesidad de algo más, de manera que el todo se resumiera en una sola persona.

A diferencia de su personaje, Audrey Hepburn nació, como dirían las mamás, en una casa de tan buena familia que pasó su infancia en un internado de Inglaterra, rodeada de muchos libros que la hicieron una lectora compulsiva. Era de esas niñas con suerte, a la que la vida le había dado todo porque su abuelo materno tenía título real y su padre, Joseph Víctor Henry Ruston,  manejaba muy bien sus negocios como banquero. Parecía un cuento de hadas, igual a las historias que protagonizaría tiempo después cuando alcanzó la fama. Hasta que llegó Hitler.

El nazismo la marcó para siempre. Lo hizo desde los seis años, cuando su madre decidió divorciarse al sentir decepción porque el hombre de la casa creía fervientemente en esas ideas y él, en un acto de cobardía, huyó lejos. Lo hizo a partir de la invasión de Holanda porque debía salir a las calles en búsqueda de comida y al caminar veía a otros morir de hambre y de frío. Varias veces notaba los rostros de niños judíos que iban en los trenes y se perdían en la distancia.  A ella le daba depresión, sufría de asma y como padecía anemia -de ahí su extrema delgadez- se desmoronó su gran sueño: ser bailarina  Lo hizo, también, porque uno de sus hermanos fue llevado a los campos de concentración  y le fusilaron a un tío, a un primo. Ella observaba.

A Audrey Hepburn esa etapa le dejó recuerdos profundos y desastrosos. Cuando leyó el diario de Ana Frank lloró en cantidades. Alguien estaba narrando el pedazo más trágico de su vida. Su catarsis fue el baile, la maldad de la guerra se lo arrebató en plena fantasía. Decían que era tan delgada que las largas jornadas de ensayos sobre el escenario la hacían una de las más débiles, sin embargo, cualquiera hubiera asegurado un futuro brillante por su figura. No hubo el dinero suficiente para continuar pero sí la belleza para que comenzara a posar como modelo y, luego, saltara a la actuación.

Fue un corazón roto. Tuvo tantas nominaciones al Óscar como abortos: cinco, la mitad de años de su primer matrimonio con el actor Mel Ferrer. Dos divorcios, dos hijos, un romance tardío y dudoso. Enamoró a la pantalla pero le hizo falta, así dijo en una ocasión, que alguien se enloqueciera de amor con ella.

Échele un ojo a:

Charada (1963)

Desayuno en Tiffany’s (1961)

Historia de una monja (1959)

Funny Face (1957)

Sabrina (1954)

Vacaciones en Roma (1953)

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(*) Periodista de El Espectador.

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