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Música que sabe a Colombia, Colombia que sabe a New York

It was a dark and stormy night, Flickr, Kenny Louie
It was a dark and stormy night, Flickr, Kenny Louie

Marcela Joya (*)

Nueva York, New York. Fue en una tarde despejada de otoño, calurosa. En todo el corazón del West Village y en medio de la inmensa oscuridad del club Le Poisson Rouge, en donde la fiesta se anticipó al anochecer. Con tal grandeza de finísimas tonadas, Daniel Rojas abrió interpretando en el arpa “De golpe”, los espectadores aguardaban su entusiasmo en silencio y el tiempo se prolongaba en una prometedora velada sonora. ¿Qué celebrábamos? La música. Un encuentro para melómanos y curiosos. Y también para nostálgicos.

En la noche del domingo 23 de octubre se cerraría un festejo de dos días por el VIII encuentro de músicos colombianos en Nueva York, suceso que viene ocurriendo desde el 2003, cuando el compositor y pianista caleño, Pablo Mayor, fundó y estableció el evento con el grandísimo deseo de documentar lo que él considera un movimiento de músicos colombianos en la gran manzana y en el mundo, pero también de músicas colombianas en la historia.

Desde entonces, esta cita ha sido inaplazable para los músicos colombianos, y tanto los esfuerzos de Mayor, como los de su esposa Anna Povich,  se han visto recompensados en celebraciones memorables. Lo fue ésta última: con un comienzo muy familiar, de sábado al medio día en el Flushing Town Hall, en donde hubo lugar para que la nueva generación de colombianos nacidos en la gran ciudad reconocieran las tradiciones musicales de sus abuelos y se contagiaran de su espíritu; gran esfuerzo que vale la pena, pero del que no puedo decir más porque no estuve presente. De lo que sí puedo dar fe es de que nos dejaron claro cómo es que los músicos colombianos radicados en Nueva York han logrado matizar en frases rítmicas bien elaboradas los sonidos de la gran ciudad,  y que más que polemizar sobre un indefinido jazz colombiano, hay que saber escuchar los ecos de la tradición musical de Colombia en el jazz neoyorkino, como en los sonidos del mundo.

Así, aunque la sola idea suene estrambótica, nos encontramos con la voz de Lucía Pulido –una de las más reconocidas en la música tradicional colombiana– inmersa en la estética sonora, dramática y sumamente abrumadora de un contrabajo de jazz, a dúo. Su versatilidad y el glamour del contrabajista de Países Bajos, Ruben Samama, también sumergido en la cálida sencillez del folclor colombiano, se fusionaron con tal gracia que al final uno casi no puede despegarse de la contagiosa melodía: “Ayer pasé por tu casa, ay caramba…”, con ese estribillo insistente y reforzado por el tumbao de los bajos. Y lo que siguió, rompiendo todo esquema de continuidad y aligerando la nostalgia, fue un golpe alegre en la batería de Martín Bajarano y su agrupación, Chía´s Dance Party: un saxofón feliz –sí, dichoso– y en contraste una tuba muy seria, con un sabor que si en géneros tuviésemos que definir sería algo así como folclor-latin jazz con un toque de son. ¿Pero realmente importa ponerle un nombre más que sentir y entender de lo que en verdad trata?

Y pese a que uno podría imaginarse que inmiscuir sonidos colombianos en otras músicas puede conllevar a terrenos caóticos, limitados o monótonos, y terminar en proyectos similares entre sí, en el encuentro pudimos admirar que los resultados han sido totalmente distintos los unos de los otros. Una cosa fue la fiesta de puyas jazzeras de Bejarano y otra, bien distinta, la cubana, salsera, un tanto melancólica setentera y también africana del músico percusionista Samuel Torres, quien hipnotizó a la audiencia con sus largos solos tan seductores para el oído como para las caderas. Y todos, esta vez, escuchamos prácticamente estáticos, mientras Torres pasaba drásticamente de usar sus manos en la fuerza de las congas para desplegarlas con profunda sutilidad en la suavidad de la marímbula.

Había que ver al público americano y neoyorkino circunspecto e incluso más atento que los paisanos, celebrando con fuertes ovaciones las interpretaciones de las bandas, como las de baile y guayabera. No está de más puntualizar: el público estuvo exquisito. Exquisito y vasto. La música no fue ambiente de amistades ni excusa para la fiesta. La fiesta fue excusa para deleitar el oído.

Pero sigamos con las diferencias y con la noche. En cuanto el bogotano Edmar Castañeda, cuando se subió al escenario, irrumpió una vez más en la tradición con un arpa, distorsionando cuidadosamente su principal cometido, pues para él no hay terreno sin lugar para la música entre cuerdas. A su arpa le gustan tanto el latin jazz (y el jazz) como los sonidos africanos, aunque por esos lares no sea común tal instrumento, a su arpa le gusta hacer los bajos mientras delega la melodía a la percusión, a su arpa no le gustan las normas y las agrede con sabiduría. Y lo mejor de esto es que escuchar un tema tantas veces interpretado como “Carmentea” no es, de ninguna manera, caer en la monotonía. Es una agradable sorpresa.

Entonces cabe recordar la acotación que hizo el escritor británico Malcolm Gladwell al comparar esos conceptos que influyen tanto en las nuevas músicas como en la escritura: “Viejas palabras al servicio de una idea nueva no son un problema. Lo que inhibe la creatividad son las palabras nuevas al servicio de una idea vieja”. En estos términos podríamos definir lo que hacen músicos como Castañeda o el guitarrista bogotano Sebastían Cruz, quien prosiguió la celebración con The Cheap Landscape (algo de fandango, bullerengue y funk): retomar la tradición para crear con una esencia renovada un producto original. Quizás, es la única manera de heredar al mundo un poco de esa tradición que ya resulta bastante ajena a las nuevas generaciones, o que no es más que un pasado  indiferente.

Pero también se trata de utilizar raíces para sembrar árboles con injertos, que aunque en ocasiones resultan artificiales, cuando no, son inquebrantables y hermosos. Y para sembrarlos por el mundo. Algo así como a lo que Pablo Mayor llama “utilizar la música tradicional que reclamamos nuestra como materia prima para regar por doquier”, y agrega que, la intención no es revelarle al mundo que tenemos una propiedad y algo que podemos reclamar auténtico, sino compartirle que aquella materia está ahí, allí, acá, cerca, en Nueva York y cada vez en más producciones americanas y europeas. “Si la música cubana ya es una industria en la cual todo músico termina involucrándose tarde o temprano, por qué no hacer de la colombiana algo como tal”, concluye.

Y es terco. Pocos son tan tercos como él. ¿Acaso hay otra mejor manera de lograr algo? Es un buen principio: se impone con una terquedad llena de razones tangibles. No es el capricho de reunir a los músicos colombianos para que se luzcan con sus proyectos y hagan mover a los extranjeros al compás de ritmos que apenas reconocen y que por ello podrían resultarles exóticos, sino de compartir los mejores trabajos con aquellos oídos dispuestos a valorarlos. Tiene mucho sentido: la tradición es la melodía, la calidad es el ritmo y las nuevas ideas, por más estrafalarias en apariencia, el concepto. Pese a lo que puedan decir los más puritanos o los que sientan cabeza en que todo lo mejor ya está hecho, lo que celebramos fue la buena música de la mano de músicos talentosos –en su mayoría–   y con una disciplina muy neoyorkina: tan apasionada como exigente.

Pero también bailamos como toda fiesta colombiana merece. Para eso, Pablo Mayor pasó de la organización a su teclado. Folclor Urbano, la banda que él lidera, nos levantó de los asientos imponiéndonos el reto de hacer variaciones desde las caderas para saltar de una pulla a una cumbia con latin jazz. Y agotamos la noche empapados de calor y satisfacción, y creo que muchos más, como yo, salimos contentos, echamos de más lo poco que no nos agradó y hasta nos secamos gotas tímidas de llanto con nostalgia. Es que esa Colombia sí que encanta.

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(*) Colaboradora.

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