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Lucho Bermúdez, 100 años de alegría

Antonio Blanquicett

Tenía cuatro años –si mi memoria no me falla- cuando escuché por primera vez el verso de una canción de Lucho Bermúdez. No me acuerdo exactamente a qué estaba jugando, ni con qué, cuando la voz melodiosa de una mujer comenzó a tararear: “Carmen querida/ tierra de amores/ hay luz y sueño bajo tu cielo/ y primaveras siempre en tu suelo bajo tus soles llenos de ardores”. Transportado por la melodía detuve mi faena infantil y me puse a escuchar a la mulata menuda, que cantaba al lado de la hornilla, donde preparaba el almuerzo familiar, esa tonada alegre que nunca antes había escuchado. Esa mañana lejana Carmen de Bolívar entró para siempre en mi espíritu y me acompaña todos los días a donde quiera que voy. Por eso no es exagerado si digo que en los momentos de tristeza viene a mi encuentro, para canturrearme de nuevo, la voz de aquella mujer de mediana estatura, que cantó en aquella mañana lejana, frente a un fogón de leña: ‘‘Tierra de placeres/ de luz / de alegría/ de lindas mujeres/ Carmen tierra mía”.

No sé dónde leí o a quién le oí decir que la música –cuando se crea o se interpreta con pasión- es sin duda la más sublime de todas las artes, porque la música –la buena música- siempre tendrá la capacidad de entrar en contacto con las fibras más sensibles de nuestro espíritu. Esa capacidad que tiene la música de sumergirse en la profundidad de la condición humana, sin importar el nivel de desarrollo de nuestra intelectualidad, de entrar en contacto con nuestra sensibilidad –aún en las peores condiciones y circunstancias de la vida- hace de ella una prueba fehaciente de la existencia de Dios y de su generosidad con la humanidad.

Sobre el rol redentor que tienen en general todas las artes y sobre su valor espiritual, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche sostuvo que ellas ‘‘son las que hacen posible y digna de vivirse la vida’’. En la misma dirección parece abundar el profesor de artes audiovisuales Fernando Henao, quien puso a disposición de sus contactos en su muro de Facebook un aforismo, en el que sostiene que no encuentra ‘‘ninguna contradicción entre Arte, Ciencia y Religión’’. En su opinión, ‘‘al final, el universo curvo de Einstein es igual al cielo estrellado de Van Gogh’’.

En lo que toca a la música, el analista folclórico puertorriqueño Luis M. Álvarez considera que ‘‘la música es uno de los lenguajes espirituales que mejor define la cultura de un pueblo’’. Según Álvarez, la música representa un ‘‘lenguaje espiritual’’, a través del cual se manifiesta el sentimiento de la gente en ‘‘canciones y bailes’’, que terminan dando origen a las diferentes manifestaciones folclórico-culturales de toda sociedad.  De hecho –como él nos lo recuerda- la sabiduría popular reconoce el valor que tiene la música como manifestación espiritual, al sostener que «la música es el alma de los pueblos», y que «un pueblo sin música es un pueblo sin alma».

Para refrendar lo anterior vale aquí traer a colación una acotación del filósofo alemán Friedrich Nietzsche sobre el valor que tienen, desde la antigüedad, las manifestaciones folclóricas y el rol de las fiestas populares en la creación de la identidad colectiva de los pueblos y en la generación de lazos de cohesión entre sus miembros. En ‘‘El nacimiento de la Tragedia en el espíritu de la música’’ Nietzsche afirma que los himnos que cantan y danzan los ‘‘entusiastas dionisíacos’’, que pueblan cualquier región de la tierra, no sólo ‘‘renueva[n] la alianza entre los seres humanos’’, pues  la ‘‘fiesta’’ también cumple la función de impulsar la ‘‘reconciliación’’ entre la ‘‘naturaleza enajenada, hostil o subyugada […] con su hijo perdido, el hombre’’.

Si tomamos a pie juntilla la idea de Nietzsche podemos sostener que la música no solamente cumple un rol social, sino que tiene además una función terapéutica y espiritual, que facilita la reconciliación de los seres humanos –entre si- y con la naturaleza. Por eso escuchar una obra musical de nivel superior o interpretarla –sin importar que ésta sea folclórica o clásica- y captar el mensaje mágico -o sagrado- que encierra cada una de sus notas, dejándose llevar por él –sin oponer resistencia-, equivale a la lectura de varias páginas de un libro sagrado o a varios minutos de profunda meditación. Si ese razonamiento es correcto, los creadores musicales: compositores o paroliers –como se les llama en francés- y los arreglistas deberían ser catalogados también como receptores del mensaje divino. Esto los convertiría en heraldos portadores de los mensajes sagrados de las deidades para la humanidad, tal como sucede con los profetas.

Por su capacidad de entrar en contacto con todos los públicos, cosa que hace de ella la más popular y democrática de las artes, la música es también la primera de las manifestaciones del intelecto humano que nos permite percibir, a primera vista, eso que –usando la terminología de Hegel– se denomina espíritu absoluto. De acuerdo con este filósofo, el espíritu absoluto está representado por el mundo del arte, la religión y la filosofía. Parafraseando al filósofo chileno Francisco Vega C. podríamos decir que estas manifestaciones intelecto-estético-espirituales, por el simple hecho de dar testimonio del genio, la fantasía y la espiritualidad de la gente que habita un territorio específico, nos permiten hacer el reconocimiento positivo de la constitución histórica de un pueblo (revistas.ucm).

En lo que respecta al folclor –particularmente en lo que concierne a la música y la danza- como manifestación del espíritu absoluto, vale parafrasear aquí varios apartes de un editorial del diario nicaragüense La Prensa. En dicha nota, el editorialista sostiene que ‘‘el folclor constituye uno de los aspectos vitales de la herencia cultural’’, que ‘‘distingue y da identidad’’ a una nación, porque ‘‘los valores y las expresiones culturales, ante todo folclóricas’’, permiten identificar los trazos característicos de la nación, ‘‘por encima de la diversidad étnica y al margen de las […] diferencias y antagonismos ideológicos y políticos’’. Según el editorialista, “podría decirse, sin incurrir en exageración, que el folklore es la patria’’, porque ‘‘es el depósito de la sabiduría y cultura que nos han legado nuestros abuelos’’. Esto hace del folclor la primera manifestación cultural que nos advierte de la existencia de los primeros trazos de identidad general en un pueblo. En otras palabras, es el folclor el que pone en evidencia la existencia de una ‘‘cultura nacional’’ y es él quién saca a relucir ‘‘los rasgos’’ de la personalidad popular, que determinan la esencia de la nación.

Quien mejor resume la importancia que tiene el folclor en la estructuración del espíritu nacional –entre los analistas musicales con los que me he familiarizado- es el musicólogo español José Manuel Brea Feijóo. Sostiene este estudioso que ‘‘cada país considera las canciones folklóricas como patrimonio nacional’’, pues como lo sostuvo Edwin J. Stringham, se puede ‘‘afirmar que la canción popular trasciende las fronteras’’, porque ‘‘tiene la sencillez y universalidad que resume la experiencia humana en unos cuantos rasgos, y va directa al corazón en un lenguaje que todo el mundo puede entender’’. En su juicioso análisis del nacionalismo musical del siglo XIX, Brea Feijóo sostiene que ‘‘el folklore musical fue decisivo en la génesis del nacionalismo musical decimonónico y sigue estando presente, de manera más o menos patente, en composiciones contemporáneas’’. Esto explica según él, ‘‘aunque parezca extraño’’, por qué un análisis detallado de las obras ‘‘de reconocidos músicos de vanguardia’’ puede poner en evidencia ‘‘las rítmicas y melodiosas raíces’’ de ‘‘muchos cantos populares’’, que –aunque bastante depurados- ‘‘perviven y se difunden ampliamente’’ por esta vía, ‘‘sin desvirtuar su esencia’’ (filomusica).

En lo que toca a la diferencia entre las manifestaciones folclóricas y las expresiones cultas en el campo de la música, Brea Feijóo, apoyándose en el trabajo atropo-histórico que hiciera el escritor Alejo Carpentier sobre la música cubana, nos da a entender que todo melómano ‘‘libre de prejuicios’’, como lo fue Carpentier, siempre se situará ‘‘más allá de la visión encorsetada’’, que trata de separar lo “culto” de lo “popular”. Dicha postura hará siempre de  un buen melómano ‘‘un ecléctico, receptor de todo lo que tiene valor’’, llevándolo a exaltar ‘‘lo realmente bueno y auténtico’’, sin importar su origen o categoría. Dentro de esa lógica resultan absurdas y obsoletas, a la hora de abordar la evolución de la música en cualquier nación, ‘‘las clasificaciones pretéritas’’ que tratan de dividir la música en música culta, semiculta, popular, populachera o folklórica, lo que al final acaba confundiendo a la gente (filomusica).

La importancia del trabajo de Carpentier, sostiene Brea Feijóo, radica en su capacidad de mostrarnos que en occidente, en los últimos dos siglos, los compositores talentosos se han estado inspirando de una diversidad de fuentes de múltiples orígenes.  Esto le ha permitido a aquellos que han sido catalogados como clásicos, beber en las fuentes del folclor nacional y foráneo y echar mano de elementos provenientes de lo popular –presente y pasado-, lo cual se valora hoy positivamente. Lo anterior explica porque ‘‘el material melódico de la [música folclórica] europea está muy relacionado con la música culta’’. En general, Brea Feijóo resalta que ‘‘los límites entre la [música folclórica] y otros tipos de música no están totalmente claros’’ en aquellas regiones, como China, India y el Oriente próximo, cuyas tradiciones culturales tienen un gran recorrido histórico (filomusica).

El lugar de Lucho Bermúdez en la historia de la música colombiana

En la historia musical de un país son pocos los músicos que alcanzan a obtener el reconocimiento del público por su condición de intérpretes del espíritu nacional. Ese aspecto no tiene nada que ver con la fama, el éxito comercial o el reconocimiento del público como tal. En todas partes hay músicos que han alcanzado esos logros, sin que su obra haya trascendido más allá del cuarto de hora de gloria que les ha conferido el mercado. En general ello se debe a que el valor artístico-estético de su trabajo, analizado a la luz de las teorías del arte, no pasa de ser ‘‘nada más que un tintineo, del que sin duda se puede prescindir’’, porque su talento nunca rebasó el nivel de lo ‘‘accesorio-divertido’’, o porque nunca se preocuparon por abordar la ‘‘seriedad de la existencia’’, ni ‘‘la actividad propiamente metafísica de esta vida’’, que es en opinión de Nietzsche –según nuestra interpretación- ‘‘la tarea suprema’’ del arte.

Ese no es el caso de Lucho Bermúdez, pues su talento le permitió captar –en su momento-, con precisión, las emociones que componen el basamento metafísico de la nación colombiana. Esto hace de él  –en música- uno de los mayores intérpretes del espíritu nacional, sin dejar para nada de lado el interés comercial: divertir a la gente, que lo llevó a fundar su orquesta. Podría decirse que en la música popular colombiana del siglo XX, Lucho Bermúdez es a Colombia lo que son a México Agustín Lara, Pedro Vargas y José Alfredo Jiménez, ‘‘considerado [este último por Wikipedia como] el mejor cantautor de música ranchera de todos los tiempos’’; a Cuba, Miguel Matamoros, Compay Segundo, Dámaso Pérez Prado, Benny Moré, Bola de Nieve, Ernesto Lecuona, Chano Poso, Cesar Portillo de la Luz u Olga Guillott; o a Venezuela, Juan Vicente Torrealba Pérez y Hugo Blanco.

Cualquier análisis de la obra musical que nos heredó Lucho Bermúdez no puede pasar por alto que su trabajo se inscribe dentro del legado musical que nos ha dejado una formidable pléyade de músicos caribeños, entre los que se cuentan el cubano Valentín Cané, integrante del grupo que fundó en 1924 la Tuna Liberal de Matanzas, que sería conocida más adelante como la Sonora Matancera, Luis María Frómeta, director de la Billo’s Caracas Boys, Renato Capriles, de Los Melódicos, y Orestes Aragón, uno de los fundadores de la sexagenaria Orquesta Aragón. De eso da cuenta el portal francés Mondo mix, dedicado a la promoción de los músicos del mundo entero. En dicho portal se afirma que la orquesta de Bermúdez hizo parte del universo de las grandes orquestas latinoamericanas, que dominaron el panorama musical continental durante la década de 1950. En la misma reseña se sostiene además que Bermúdez jugó un rol preponderante en la difusión de las músicas populares colombianas a nivel continental.

La habilidad de Lucho Bermúdez para posicionar su agrupación musical en el mercado de la lúdica y el goce nacional, en un país cuya élite no se sentía muy orgullosa de sus tradiciones musicales populares y folclóricas, es sólo comparable a la habilidad del cubano Valentín Cané y a la del dominicano Billo Frómeta para hacer lo propio con sus organizaciones musicales. Para asegurarse un mercado continental, Cané no dudó en llevar a su orquesta cantantes de varios países del continente. Eso explica por qué pasaron por la Sonora Matancera vocalistas argentinos, colombianos, cubanos venezolanos, puertorriqueños, mexicanos y dominicanos (buenamusica). De su lado, Billo Frómeta incluyó en su repertorio ritmos típicos de otros países, como el porro y la cumbia colombianos, el merengue dominicano, el son y el bolero cubanos, música puertorriqueña y canciones con arreglos de pasodoble español (orquestabillos).

En lo que concierne a Bermúdez, éste abordó en sus composiciones todos los ritmos costeños: porros, cumbias, gaitas, fandangos, mapalés, paseos y merengues e incursionó en otros ritmos nacionales como el torbellino, el pasillo y el joropo. Su versatilidad también le permitió preparar arreglos en géneros musicales de otros países como la bossa-nova, el tango, el mambo, el chachachá, el jazz, el pasodoble y desde luego el bolero (banrepcultural).

Para penetrar el mercado interiorano, un medio en el que las élites se mostraban reticentes frente a casi todos los ritmos folclóricos del país, pero particularmente frente a los ritmos costeños, Bermúdez no dudó en reclutar a la mayoría de los músicos de su orquesta en el interior y establecerse en Medellín y Bogotá. En la capital fue considerado por la prensa de comienzos de la década del 50, cuando apenas rayaba la cuarentena, como uno de los grandes pontífices de la ‘‘música popular colombiana’’ y uno de los autores más reconocidos de ‘‘la música festiva nacional’’ (semana).

El aporte de la obra musical de Lucho Bermúdez a la estructuración de la identidad nacional de Colombia es un hecho, que se puede constatar con sólo hacer una revisión somera de las hemerotecas virtuales. La revisión de los titulares y notas de prensa: editoriales anónimos y firmados, de apuntes de columnistas procedentes de todos los horizontes espirituales e ideológicos y de crónicas conmemorativas, nos sirven para comprobar que Lucho Bermúdez es uno de los primeros personajes de la vida pública nacional, que derribó los tradicionales prejuicios regionalistas, que aún hoy flagelan con ardor el alma de la nación colombiana.

La obra musical de Bermúdez es –sin lugar a dudas- el primer producto cultural del país, que enorgullece por igual a cachacos y costeños. Con ella pasó lo que pasó más tarde con la obra literaria de García Márquez: dejó de ser una manifestación de la cultura costeña, para pasar a ser uno de los íconos mayores de la cultura colombiana. Ese elemento sale al flote en la nota del columnista Reinaldo Spitaletta, que escribió en El Espectador: “hubo un tiempo en que Colombia era conocida en el exterior por su música, por sus orquestas y compositores. Y uno de ellos, tal vez el más grande, era Lucho Bermúdez.”

Algo similar se puede concluir luego de la lectura de una nota de El Colombiano de Medellín, en la que un redactor general, que nos privó de conocer su identidad, sostuvo que “La música colombiana le debe tanto al maestro Lucho Bermúdez, que un año, el de su centenario, es homenaje justo para honrar su memoria”, pues nuestros “abuelos y padres vivieron jornadas musicales inolvidables, gracias al talento del maestro” y “su versatilidad, [···] nos dejó un legado maravilloso en el cancionero nacional”. Por su parte el diario El Mundo –de Medellín– destaca que “en Medellín fue donde Lucho Bermúdez tuvo su principal auge musical” y que además allí “surgieron sus más conocidos temas musicales y fue donde nació su hija Gloria María”.

Desde la frontera con Ecuador, el medico Fabio Arévalo Rosero nos informa, a través del portal Soy Periodista, que ha oído decir ‘‘que en el cielo un ángel bullicioso hace de las suyas con sus cánticos y tonadas”, que “ha puesto de moda porros, gaitas y cumbias cautivando a querubines y serafines”, y que “en vez de arpa su instrumento glorioso es el clarinete”. Por su parte Juan Carlos Garay sostuvo en Semana que ‘‘el legado de Lucho’’ es ‘‘parte vital de una identidad colombiana’’. A la sazón, es así como lo ven desde el extranjero, pues el portal Mondo mix lo considera como un multi-instrumentalista, reconocido como ‘‘una de las grandes figuras de la música de su país’’.

No en vano Heriberto Fiorillo tituló en El Tiempo, con ocasión de la conmemoración de su centenario: ‘‘Lucho inmortal’’. Según Fiorillo, la de Lucho Bermúdez ‘‘no es música vieja sino clásica, como la de Strauss o la de Liszt. Música creada, no para perecer, sino para permanecer. Música que nos pertenece y nos define’’. El punto de vista de Fiorillo es refrendado por el responsable del blog Cumbia, Poder & Porro. Para este bloguero la Orquesta de Lucho Bermúdez es ‘‘una de las agrupaciones más importantes en la historia de la música tropical colombiana’’ y Bermúdez es ‘‘quizás’’ el ‘‘músico más importante de Colombia’’ (cumbiapoder).

Sobre el lugar que hoy ocupa Lucho Bermúdez en la historia de la música nacional, concluyente es el comentario de Álvaro Villota Viveros, uno de los historiadores más acreditados de la música colombiana. Para él, ‘‘Lucho Bermúdez es el compositor colombiano más importante en toda la historia de nuestra música, la cual no tendría la grandeza que [hoy] ostenta sin las piezas musicales […] del más ilustre hijo de Carmen de Bolívar’’. Para Villota Viveros, Lucho Bermúdez realizó, junto con Pacho Galan, los arreglos que arroparon ‘‘de elegancia aquellos porros naturales y silvestres que interpretaban en la primera mitad del siglo veinte pequeñas agrupaciones hoy llamadas cariñosamente papayeras. Ellos llevaron esa música criolla a los salones de exigente gusto’’ (soyperiodista).

¡Una obra musical que tiene también sus malquerientes!

Cuando se trata de determinar el rol jugado por Lucho Bermúdez en la evolución de la cultura musical colombiana a partir de la información accesible al público, todas las fuentes disponibles nos muestran, sin equívoco, que propios y extraños están de acuerdo en una cosa: el hijo de El Carmen de Bolívar es, como lo sostuvo Adriana Carrillo en El Espectador, el fundador ‘‘de la nueva música colombiana’’. Un sobrevuelo de su obra musical y la comparación de ésta con la de compositores, que fueron sus contemporáneos, pone en evidencia que Bermúdez fue ‘‘un verdadero innovador’’. De ello da testimonio su esfuerzo por condensar en su trabajo todos los géneros musicales con los que tuvo contacto, sin perder de vista los aspectos más prominentes de sus raíces culturales. Por eso, como lo evoca Carrillo, cuando se escuchan las melodías compuestas por él, lo que fluye ‘‘debajo de la piel […] no es más que la definición de identidad’’.

Sin embargo los conceptos positivos de los formadores de opinión pública, que escriben editoriales en los medios, y de los académicos, que escriben para un público más selecto, no son del todo compartidos por un amplio porcentaje de compatriotas, que dejan testimonio de su desacuerdo a través de los comentarios en periódicos y blogs. Si bien entre los comentaristas de periódicos se cuentan personas como hugosalamancaparra.net, que sostiene que Lucho Bermúdez fue un ‘‘genial compositor que interpretó magistralmente la felicidad que vivía el pueblo colombiano a mediados de los años 50 del Siglo pasado’’, o como punto de vista, que subraya que Bermúdez ‘‘sí fue un verdadero maestro digno representante del folclor costeño’’, también hay personas que demeritan con ardor y rudeza su trabajo[i].

Por ejemplo, TKG no se anda por las ramas a la hora de afirmar que la celebración del centenario de Bermúdez muestra lo que en realidad ‘‘semos (sic), un pueblo primitivo con música primitiva’’. Ese elemento es retomado por otro comentarista que se apoda Verdad que…, para quien ‘‘Esta música de Lucho Bermúdez es la réplica de la vieja y decadente Colombia, esa Colombia de violentos vetustos borrachos que aún hoy, en esta época de nuevas y refrescantes culturas, se niegan a desaparecer, aunque ya a muy pocos les importe su existencia, ralentizando así la evolución hacia una nueva generación de colombianos que ya no desean saber, que alguna vez existió esta clase de folclor, que ha sido cómplice de las costumbres corruptas de las viejas clases sociales colombianas’’. Similar opinión tiene Publius, para quien ‘‘Afortunadamente este folclor vetusto de borrachos no nos gusta a la gran mayoría de colombianos. Colombia ya está mirando hacia el futuro y al igual que las corridas de toros este tipo de «música» se queda solo con los viejos, que han mantenido a Colombia en la corrupción, el atraso y la violencia’’.

La abundancia de comentarios negativos, peyorativos y xenofóbicos en las páginas de los periódicos sobre un músico, cuya obra musical es bien valorada por todos los entendidos en la materia, es un elemento que nos ayuda a entender, con lujo de detalles, por qué los músicos de la época de Bermúdez se esforzaban por matizar su música con los arpegios de las músicas foráneas de moda. Hoy aunque, ‘‘Colombia ya está mirando hacia el futuro’’, todavía abundan personas como danisal, que exclaman –sin sonrojarse-: ‘‘Que vergüenza de país’’, dedicando todo un año para celebrar el centenario de Lucho Bermúdez,  ‘‘un hombre cuya orquesta jamás pudo superar la calidad musical de orquestas como la de Stan Kenton, Duke Ellington y Cab Calloway, entre muchas otras. Hasta los Billo’s Caracas Boys [sic] les ganaban’’. ¡Este tipo de comentarios nos permite constatar que aún existen personas que evalúan la creatividad artística, tomando como referente los parámetros de la competición atlética!

Tampoco son pocos aquellos que atacan la música de Bermúdez por su origen regional. Para ellos no es cierto que ‘‘la música del caribe [y en este caso la de Lucho] sea o haya sido la mejor’’.  Ese es el caso de Publius, que sostiene que no le ‘‘gusta la música de Lucho Bermúdez’’ porque ‘‘el folclor costeño de Lucho Bermúdez no gusta a todos los colombianos, y menos porque quienes gustan de este tipo de música tratan muy mal a quienes no gustan de él’’. Para otros, como lo pretende elmarquesdesade, la popularización de la música de Bermúdez se debió al hecho que ‘‘la música caribeña de antaño era la que más se escuchaba en las emisoras’’, puesto que ‘‘no se le daba mucha rotación a la música llanera o del pacífico colombiano’’. De otra parte sostiene elmarquesdesade, evocando las opiniones del escritor Andrés Caicedo, que el encuentro de la música costeña con la ‘‘vulgaridad paisa, logró su apogeo con el chucú chucú’’, que alcanzó una popularidad similar a la de la ‘‘salsa y el rock que estaban en su mejor momento’’.

Cuando se constata que puntos de vista como esos se expresan aún con fuerza, en un momento en el que la música folclórica-comercial colombiana es reconocida a nivel continental, uno no puede dejar de preguntarse ¿cómo serían las cosas en la década de 1950, época en la que ‘‘la europeizada sociedad capitalina consideraba que la música de la costa era una música de negros y salvajes que incitaba al desorden y al desenfreno alcohólico y sexual’’? (cumbiapoder).

Los puntos de vista chovinistas o xenofóbicas, que manifestaban amplios sectores de las élites locales frente a las manifestaciones culturales populares regionales, no deben extrañarnos. Hasta la década de 1970 era común que reconocidos intelectuales demeritaran las manifestaciones culturales nacionales –y al pueblo raso en general- en la prensa y en sus escritos. Ese es el caso del cartagenero Eduardo Lemaitre. En una de sus crónicas historiográficas, en la que ataca con ardor el rol del padre Bartolomé de Las Casas, Lemaitre sostiene que la obra patente del mestizaje, de Cuba a la Patagonia y de Cartagena a las Filipinas, es la ‘‘miseria, la inestabilidad y la sangre’’. Según él, las cosas son más evidentes en el Caribe, pues allí Colón encontró ‘‘las tribus aborígenes de la más rudimentaria cultura en todo el continente’’: tribus ‘‘salvajes y primitivísimas [que] apenas si se congregaban en míseras rancherías, sin conciencia social, sin religión que pudiese llamarse tal, sin costumbres ni leyes, ni moral de ninguna clase, y desde luego, sin ninguna manifestación artística importante’’[ii].

Una aproximación más detallada sobre la percepción negativa que tenían algunos de los más importantes intelectuales colombianos de la primera mitad del siglo XX, sobre la condición mestiza del pueblo, puede apreciarse en el ensayo ‘‘Colombia es un tema’’, del historiador Jorge Orlando Melo. Con intelectuales que no se andaban por las ramas para desvalorizar las incipientes manifestaciones culturales nacionales en la prensa, como lo evoca el editorial del diario El Tiempo que conmemora el centenario de Lucho Bermúdez, no es de extrañar que Muchos colombianos consideren que la música autóctona de Medellín y la Zona Cafetera es el tango, la de Cundinamarca, la ranchera, la de Cali, la salsa y la de Bogotá, la balada romántica, el bolero, el jazz, el blus y el rock.

Para ilustrar mejor este punto, bien vale traer a colación aquí, que en el campo musical, como lo sostiene el histórico reportaje sobre Lucho Bermúdez, publicado en 1949 por la revista Semana, la tradición más importante en Colombia es ‘‘el esnobismo’’. Por causa de éste se ha priorizado muchas veces en el campo cultural, la difusión de las ‘‘últimas novedades extranjeras’’, dejando de lado muchos trabajos de calidad, realizados con esfuerzo por artistas nacionales. Con semejante tradición en materia de valoración de las manifestaciones culturales locales, no debe sorprendernos que haya quienes sostengan, con cierta ironía, que ‘‘en Colombia la élite se considere londinense, los intelectuales, franceses, la clase media, estadounidense, y el pueblo, mexicano’’.

Esa falta de confianza en lo nacional y esa tradicional percepción vergonzante de la cultura colombiana y de sus cultores puede ser la razón principal que explica, como lo resalta Gerald Martin, el biógrafo inglés de García Márquez, porque un ‘‘país lleno de gente talentosa no ha podido nunca posicionar su cultura en el ámbito continental’’. El ejemplo patente es el propio Gabo. Sus primeras obras eran apreciadas por la crítica extrajera, pero en Colombia antes de Cien años de soledad, García Márquez nunca había alcanzado a vender una edición de mil libros.[iii]

El contexto en que surgió la música de Lucho Bermúdez

Un vistazo somero de la historia nacional nos muestra que Lucho Bermúdez dio a luz su  espléndida obra musical, en uno de los momentos más sombríos de la historia nacional. Un periodo, que parafraseando los términos que titulan el capítulo nueve del libro del historiador James D. Henderson, podríamos llamar La guerra de los siete mil días y el Frente Nacional (books).

Dicho período de oscuridad se consolidó con la llegada de Laureano Gómez al solio de los presidentes. Bajo su conducción el país se vio abocado a la profundización de una contrarreforma sociocultural, que buscaba detener el proceso de instalación de la modernidad en el país. Esta contrarreforma, como lo dijo Gómez en su discurso de posesión, trataba de impedir la ‘‘desfiguración del alma nacional’’ y evitar la ‘‘destrucción de nuestra patria libre y cristiana’’, a través de una ‘‘labor universal de limpieza’’, que permitiera restituir las ‘‘gloriosas tradiciones de la patria’’, mediante una ‘‘redentora tarea de regeneración de los sentimientos íntimos del pueblo’’. Para eso se necesitaba, según Gómez, ‘‘limpiar la mente popular de las ponzoñosas malezas del materialismo histórico’’ y las ‘‘formulas inertes’’ del naturalismo filosófico que, en su opinión, habían florecido durante los años de la república liberal[iv], para remplazarlas como, lo señala Helwar Hernando Figueroa Salamanca, por valores corporativistas de corte franco-falangistas. De ese modo –y con esos conceptos- se buscaba salvaguardar las tradiciones cristianas y la herencia hispánica de la nación colombiana (usbbog).

Como bien lo destaca Daniel Samper Pizano, al final de los años 40 y durante la década de 1950 el país fue desgarrado por una ola de violencia política, que para calmarla fue necesario inyectarle ‘‘la anestesia del Frente Nacional’’ (eltiempo). Por eso nos resulta bastante sorprendente que haya personas que al referirse a la obra de Lucho Bermúdez sostengan que éste ‘‘interpretó magistralmente la felicidad que vivía el pueblo colombiano a mediados de los años 50’’, porque, a decir verdad, los años 50 no fueron nada felices  para el pueblo colombiano.

El retorno del discurso retrógrado en lo sociopolítico coincidió con la pérdida de espacio para las posturas euro-centristas y clásico-barrocas en el campo cultural. En el campo musical las manifestaciones folclóricas vernáculas fueron encontrando mayor espacio, gracias al auge de la industria del disco y al desarrollo de la radio. La radio fue erosionando –poco a poco- la resistencia frente a las manifestaciones folclóricas nacionales.

De otra parte, es importante señalar que el comportamiento hostil frente a lo vernáculo de las élites, no era un asunto que se circunscribía a los salones frecuentados por la elite bogotana. Según el investigador Adlai Stevenson Samper, en Barranquilla la resistencia frente al porro en los salones frecuentados por la élite local comenzó a ceder con el auge de la radio. Para Stevenson no hay evidencias que nos muestren que antes de la década de 1930 a la élite barranquillera le gustara la música costeña. En efecto, para amenizar los bailes del Club Barranquilla y las presentaciones de la naciente industria radiofónica, se hizo venir de Tunja a Barranquilla al maestro Luis Felipe Sosa, que formó una orquesta que mutó más adelante en varias orquestas, que terminaron fusionándose más tarde en la orquesta de Pacho Galán (musicalafrolatino).

La nota de Stevenson nos ofrece un dato interesante. En la Barranquilla de la década de 1930, los que mandaban la parada en las fiestas de los clubes sociales –aún en los carnavales- eran los pasillos, los bambucos y los torbellinos. Para asegurar que estos se interpretaran en el más puro espíritu interiorano, la élite barranquillera hizo venir al maestro Sosa de Tunja. El repertorio era completado por el jazz, el fox-trot, el béguine, el charlestón y otros aires foráneos. Para asegurar la pureza de dichos ritmos se traían por lo general músicos europeos, caribeños o estadounidenses, que alternaban con los músicos nacionales.

Por su parte las agrupaciones musicales debían siempre llevar los apellidos jazz-band en su nombre, para poder asegurar su supervivencia. En medio de ese universo dominado por las músicas foráneas, los músicos locales, aprovechando ciertas similitudes entre el porro y el jazz, barnizaban sus creaciones con los matices de esta música. Eso fue facilitando la entrada del porro en los salones de baile de la élite local, que finalmente terminó por abrirle campo en sus fiestas, luego de que los miembros de la élite cartagenera, encabezados por el compositor de porros Daniel Lemaitre, acogieron al porro en sus clubes y comenzaron a bailarlo.

La resistencia al acervo musical terrígeno no era una característica sólo de las élites de las grandes ciudades del país. El fenómeno también se presentaba en las ciudades de menor rango. Según el editor del blog Cumbiapoder, una de las medidas que tomó Rojas Pinilla cuando llegó al poder fue la de encomendarle a ‘‘los gobernadores militares […] la tarea de organizar retretas musicales, en escenarios públicos cada domingo’’. Con el objeto de cumplir el encargo presidencial, ‘‘los gobernadores conformaron bandas sinfónicas en las capitales departamentales, para poder cumplir con ese deber’’. En sus presentaciones dichas bandas colaban uno que otro porro.

Al gobernador militar de caldas, general Gustavo Sierra Ochoa,  ‘‘en su afán de lucirse, se le ocurrió la idea de importar cinco instrumentistas de Italia, para reforzar a los lugareños’’. Cuando terminó el gobierno militar, la banda fue disuelta y los músicos italianos se quedaron sin empleo. Como las condiciones económicas no eran muy buenas en la Italia de postguerra, los músicos italianos decidieron quedarse en Colombia e integrar la orquesta, que siempre había dirigido quien fuera durante el gobierno militar el director de la orquesta departamental.

‘‘En cierta ocasión, un paisa llamado Botero, los contrató para actuar en un club de Palmira, Valle; viajaron en bus y al llegar a esa ciudad, para sorpresa de todos, encontraron grandes pancartas que rezaban: Directamente de Roma a Palmira orquesta Italiana Jazz’’. El director de la orquesta, Guillermo González, le preguntó al organizador del baile por la supuesta orquesta italiana y el empresario le dijo: ‘‘Vea negrito; a usted no lo conoce nadie aquí y si yo pongo en las pancartas Orquesta de Guillermo González, tampoco lo conoce nadie; y como usted me dijo que en su orquesta había cinco italianos, yo la puse Italian Jazz’’. Para seguir impresionando al público, la orquesta continuó llamándose Italian Jazz y dándole un aire filarmónico a sus porros. Gracias a eso la contrataron por nueve años en un club social de Medellín y pudo grabar sus discos.

Era tan fuerte la resistencia y el desprecio por lo nacional que sentían las élites locales que, según Stevenson Samper, una vez en Barranquilla una compañía de teatro cubano-española puso en escena un baile de cumbia en una de sus presentaciones. El asunto causó un escándalo y la prensa de la época condenó lo ‘‘chabacano y sensual del espectáculo negroide’’, que se había puesto en escena ‘‘según los comentaristas, sin ningún pudor ni vergüenza’’.

En general, como lo hemos intentado demostrar, el contexto en el que surgió la obra de Bermúdez está marcado por el fanatismo político y la predilección –en el campo cultural- por las manifestaciones foráneas de espíritu eurocéntrico. Como lo manifestó a El Tiempo el cantante Cosme Leal, en Bogotá, antes de la aparición de Lucho Bermúdez, » las orquestas no se atrevían a tocar un porro o una cumbia porque les daba pena». Por eso nos atrevemos a sostener (en contravía de lo que sostiene un gran número de críticos e historiadores musicales) que Lucho Bermúdez, para crear su obra musical, no se acercó al jazz ni a los ritmos extranjeros. Todo lo contrario: Bermúdez tomó distancia de ellos, para permitir que fluyeran en sus porros y cumbias las raíces sabaneras, sinuanas y bajo-magdalenense de estos ritmos. A la sazón, José Portaccio, biógrafo de Bermúdez, señala que éste ‘‘enriqueció los ritmos costeños sin que perdieran autenticidad».

Contrario a lo que sostiene el Dr. Villota Viveros, considero que Lucho Bermúdez y Pacho Galán desarroparon al porro de un vestuario elegante que no era el suyo y le permitieron presentarse en público con un aspecto más natural y silvestre. Es decir, más cercano al estilo alegre que le imponen, al momento de interpretarlo, las pequeñas agrupaciones de músicos pueblerinos, ‘‘hoy llamadas cariñosamente papayeras’’.

También discrepo del crítico musical José Vicente Contreras, que sostiene que Bermúdez «vistió de frac la música costeña». En mi opinión Bermúdez, amparado en la autoridad que le confería su formación técnica en un medio dominado por músicos sin formación, se tomó el atrevimiento de entrar con la música costeña a la escena nacional vestida con su camisa floreada, su sombrero de paja, su pantalón blanco, sus abarcas tres punt’á y su mochila al hombro. No en vano muchos bogotanos se escandalizaron cuando Bermúdez presentó ‘‘en directo sus gaitas, cumbias, porros y mapalés en el programa radial La hora costeña. [Escandalizado] un famoso columnista de EL TIEMPO dijo, con desagrado, que la música de Bermúdez era «una merienda de negros».

Heriberto Friorillo afirmó en El Tiempo que Bermúdez ‘‘introducía su solo de clarinete, revelando la profunda influencia que ejerció el jazz estadounidense sobre sus composiciones’’. Jacobo Vélez, director del grupo la Mojarra Eléctrica, sostiene que en sus fugas con el clarinete Lucho Bermúdez deja entrever ‘‘las influencias de Duke Ellington o de Benny Goodman’’. Da la impresión que tanto Fiorillo como Vélez no conocen nada de la música de las sabanas de Bolívar y Sucre y de los valles del Sinú y del San Jorge. En la música de estas regiones el rol del clarinete es central, al lado de la trompeta. El momento más apoteósico de un porro, de un fandango y de ciertas gaitas se produce cuando uno de estos dos instrumentos se libera del resto de la banda y se toma la voz de la agrupación durante unos segundos. Los músicos de las bandas pueblerinas de antaño adoraban ese instante, porque éste les permitía mostrarle al público y a sus colegas la maestría personal (y la virilidad: el perrenque) en el manejo del instrumento.

Sin duda alguna hay una incontrovertible influencia del jazz, de la música clásica y antillana en la obra de Bermúdez. Pero esta está más que todo presente en la forma, no el fondo. De todas maneras, tanto el jazz como algunas de las músicas antillanas tienen un ancestro común con el porro: las antiguas bandas marciales europeas, que el pueblo se tomó con su folclor ya en Lousiana, ya México, ya en las Antillas o ya en el Caribe colombiano. La habilidad de Lucho Bermúdez estuvo en mezclar cuidadosamente todas esas tradiciones musicales, sin que ellas opacaran la verdadera esencia del folclor de su tierra. Eso hace de él un universalizador de lo local. La habilidad de universalizar lo local, es un aspecto, que según el escritor Germán Espinosa, representa la característica principal de la gente de todos los pueblos del Caribe[v].

Según Nietzsche, el desarrollo del arte está siempre ‘‘ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco’’, tal como la continuidad de la vida depende ‘‘de la dualidad de los sexos’’. Retomándolo podemos decir que la grandeza de Lucho Bermúdez estuvo en reunir en su obra musical lo apolíneo, representado en el rigor de la técnica y lo sobrio del formato, y lo dionisiaco, presente en la festividad y alegría de cada nota musical de su obra.

La obra musical de Lucho Bermúdez es uno de los pilares de la identidad nacional colombiana. Ella, al lado de las novelas de García Márquez, de Caballero Calderón, de José Eustacio Rivera o de Manuel Zapata Olivella, de la obra pictórica de Obregón, Rayo y Botero y escultórica de Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, al igual que el legado arquitectural de Rogelio Salmona, representa una de las cosas que hacen sobrellevadera –aunque suene a anatema- la condición de colombiano.

En gran parte es gracias a la música de Bermúdez que hoy podemos cantar, en un país, cuya historia se ha escrito ‘‘en surcos de dolores’’, en medio de una ‘‘horrible noche’’, que se niega a cesar: ‘‘Colombia tierra querida/ himno de fe y de alegría’’, aunque sin mucha convicción. En lo que me concierne puedo decir que gracias a la música de Bermúdez entendí, a muy temprana edad, que soy de una ‘‘tierra de placeres, de luz, de alegría, de lindas mujeres’’, en la que hasta ‘‘el más cobarde se enguapetona’’, cuando ‘‘el toro criollo salta a la arena’’.

Según el diario  El Líder, de Florencia, en medio de los homenajes que se hicieron ‘‘al maestro Lucho Bermúdez en su tierra natal, El Carmen de Bolívar”, “la ministra de Cultura anunció que se creará una escuela musical” en dicho pueblo, para honrar la memoria del insigne músico. Pero eso no basta. Su biografía debe insertarse en los manuales escolares de historia y de español y literatura, al lado de la de políticos y escritores, pues Lucho Bermúdez es, junto al escritor Gabriel García Márquez, al pintor Alejandro Obregón, al boxeador Antonio Cervantes Reyes y al hombre de negocios Julio Mario Santo-Domingo, una de las cinco personalidades más importes de la historia de la costa norte de Colombia en todo los tiempos.


[i] Los comentarios de lectores que citamos a continuación fueron recuperados en la colilla del artículo ‘‘A cien años del nacimiento de Lucho Bermúdez: Un siglo de bailes’’, de Adriana Carrillo, publicado en la sección Cultura de El Espectador (edición virtual) el 24 enero de 2012, así como en la colilla del artículo ‘‘¡Lucho vive!’’, de Reinaldo Spitaletta, publicado en el mismo diario, en la misma fecha, y del tele-reportaje de Caracol-televisión ‘‘Colombia celebra el natalicio de Lucho Bermúdez’’, reproducido por la página virtual de El Espectador el 25 de enero de 2012.

[ii]Las opiniones de Lamaitre pueden ser consultadas en las crónicas ‘‘Ideas de los españoles sobre los indios’’ y ‘‘La encomienda’’, contenidas en el libro ‘‘Memoria de la historia: historias detrás de la historia de Colombia’’, tomo II, páginas 53 a la 56 y 68 a la 71 respectivamente.

[iii] Gerald Martin, Gabriel Garcia Marquez : une vie, Paris : Bernard Grasset, 2009, p. 3005.

[iv] Laureano Gómez, Discursos, Bogotá : Editorial revista colombiana, 1968, p.55-74.

[v] Germán Espinosa, ‘‘Caribe y universalidad’’, en Respirando el Caribe: memorias de la cátedra del Cribe Colombiano, vol. 1, bajo la dir. de Ariel Catillo Mier, Bogotá: Gente Nueva, 2001, p. 65-78.

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