El Magazín

Publicado el elmagazin

Los ojos

eye exam (no. 2), Flickr, noir imp
eye exam (no. 2), Flickr, noir imp

Para Adriana González

Francisco Barrios *

Nos divertíamos con las fantasías que inventábamos en las cenas de los viernes aunque fueran de lo más predecible tratándose de un grupo de cuarentones. En la última cena antes de los accidentes, cuando ya estábamos borrachos, Gilberto confesó que su fantasía suprema era que algún día, en algún recital, una cantante le dedicara “Caballero de fina estampa” tal y como alguna vez se la había cantado Chabuca Granda a Don Ramón de Zubiría. El problema, reparamos los demás, era qué vocalista de nuestra generación podía ser análoga a Chabuca como Gilberto podía serlo a Don Ramón.
En medio de nuestras conjeturas de borrachos, Álvaro intervino con una fantasía política, y a los demás nos irritó que en medio de una conversación superflua y divertida se pusiera tan pesado. De alguna manera, todos ellos tenían algo que ver con la política: Gilberto era profesor de una conflictiva universidad pública, Clara trabajaba en un organismo educativo del Estado, Sofi era socióloga investigadora y Álvaro, periodista. Yo no tenía nada que ver.

Durante los últimos meses, según me contaban, Álvaro había sido uno de los pocos reporteros de televisión que trataba de registrar lo que en realidad estaba pasando en el campo. El fin de semana anterior había llegado del Putumayo, en donde exhumaban los cadáveres de unas fosas comunes de los paramilitares. Había sido chocante, lo sabíamos, pero la cena del viernes no era la ocasión para retomar el tema, ya que los demás tenían algo que celebrar: Clara estaba feliz porque acababa de llegar de Nariño de visitar unas escuelas que implementaban un novedoso plan de lectura para niños; estaba entusiasmada con los logros y al día siguiente viajaría a Cúcuta a supervisar el mismo programa. Gilberto, por su parte, había recibido un ascenso en la universidad, que, además del reconocimiento gremial, se traducía en un mejor salario. En cuanto a Sofi, un año atrás había optado por ser madre soltera. Ahora su bebé había nacido y ya no necesitaba de fantasías (dijo en un tono tierno que nadie le reprochó). Por eso lo de Álvaro nos cayó como un baldado de pintura y mientras Gilberto buscaba otra botella de vino, decidimos partir.

Clara fue la primera en despedirse porque tenía que levantarse temprano y fue la primera en perder el ojo. Llegó a su casa a las tres de la mañana y apenas si tuvo tiempo de empacar y dejar sobre la mesa del comedor un documento que debía presentar en Cúcuta. Durmió cuatro horas y a las siete pasadas pidió un taxi al aeropuerto. Llegó a El Dorado, se registró en el mostrador de la aerolínea, esperó un rato largo  y abordó casi a las nueve. Antes de sacar el documento de su maleta, pensó en cuál sería su equivalente de la fantasía de Gilberto, la del caballero de fina estampa. Pero como no sabía ser tan precisa como él, después de barajar sus opciones de canciones y de reírse de lo ridículo que se vería Miguel Bosé cantándole “Este mundo va”, optó por escoger una vida tranquila en Oaxaca como fantasía suprema.

Álvaro se despertó de una pesadilla en la que de una fosa común sólo salían fémures, cientos de ellos, pero ningún otro hueso. “Es que el fémur es el único hueso que no se pulveriza, ¿sí ve?” le explicaba en el sueño el técnico de la Fiscalía. En cuanto a Gilberto y Sofi, cada uno durmió unos minutos más y se levantó con la idea de aprovechar el sábado para hacer vueltas. Gilberto tenía que ir a una óptica a mandarse hacer un par de gafas nuevas porque en una salida de campo su estudiante favorita había dejado caer sus anteojos al río Amazonas (durante el resto de la travesía, Gilberto sólo había podido ver el ocre del río y la gigantesca mancha verde del dosel en la distancia). Sofi tenía una cita para desayunar con una estudiante y asesorarla con su tesis de grado sobre el conflicto armado.

A Gilberto lo despertó el ladrido de los pastores alemanes que había en un criadero que colindaba con su edificio. Todos los días, los animales empezaban a ladrar a las siete de la mañana y, aunque él se hubiera acostado de madrugada, el ruido acababa por despertarlo siempre.

Se levantó maldiciendo a los dueños del criadero, pero en el fondo estaba de buen humor porque no se le había pasado del todo la borrachera. Mientras se preparaba un café, pensaba en que  había olvidado contarnos otra de sus grandes fantasías: salir de su apartamento en la madrugada sin hacer ruido y lanzar dos cocteles molotov al patio donde ladraban los perros. En la fantasía, Gilberto sólo buscaba que los dueños del negocio se largaran del barrio después de su incendio disuasivo (en su imaginación no estaba, quiero creer, hacerles daño a esos animales tan útiles).

Después de gozar en la ducha con la imagen del patio en llamas, Gilberto pensó en llamarnos a todos para retractarse de su fantasía de la noche anterior, la de Chabuca Granda, pero pensó que aún estaríamos dormidos y optó por repasar sus tareas del día. En un pedazo de papel anotó de primera la visita a la óptica (tal vez, si me hubiera llamado antes, nos habríamos puesto una cita para desayunar en mi casa, él habría postergado su visita a la óptica y no habría perdido el ojo).

 Álvaro se levantó de la cama con un fuerte dolor de cabeza. Entró al baño y recordó que a mediodía debía hacer una presentación en la Feria del Libro. Se trataba de una serie de crónicas escritas por un colega, en las que se relataban los horrores de otros victimarios de la guerra. Álvaro ya había escrito el texto  y sólo le faltaba una lectura en voz alta para asegurarse de que fluyera. Le sorprendió que a Durán, el autor del libro, no lo hubieran amenazado, pero dedujo, con resignación, que el poder de las mafias era tal, que sus denuncias y las de sus colegas resultaban inocuas.

Clara se olvidó del tema de las fantasías y sacó las fotocopias que debía repasar para su presentación. El capitán dio la orden a la tripulación de prepararse para el despegue y, antes de replegar la mesita del espaldar de enfrente, Clara pasó la primera hoja del documento y se rayó la cornea derecha de un extremo al otro. El quejido que lanzó se ahogó entre el ruido de la turbinas y el dolor que sintió en el instante.

En Bogotá, Gilberto desayunó y después salió para la óptica. Un amigo se la había recomendado por los buenos precios y por la rapidez con la que entregaban las gafas nuevas. El local quedaba en una calle comercial del centro y, aunque estaba bien montado y parecía aseado, a Gilberto le produjo desconfianza. Sin embargo, cuando la vendedora le mostró las monturas que tenían un descuento, le cotizó los lentes y le dio una suma total que incluía el examen de ojos, se sorprendió de lo barato y rápido que saldría todo.

—Muy  económico — remató la vendedora cuando terminó la cotización.

Cuando entró al consultorio, Gilberto vio colgado en la pared el diploma de optómetra de la mujer que le haría el examen: era un cartón pequeño de una escuela técnica que bien podía funcionar en un garaje o, simplemente, no existir.

En los últimos meses, Gilberto había sufrido de dolores de cabeza que sólo menguaban cuando cerraba los ojos y que aumentaban cuando se sentaba al computador o leía durante más de una hora seguida. Pensó en visitar a un oftalmólogo, pero un amigo de la Facultad de Medicina le insinuó que el problema podía ser de las gafas (después vino el viaje a la Amazonia y el dolor desapareció cuando su estudiante se las botó al agua). De vuelta en Bogotá, su amigo médico le dijo que, de todas maneras, haría bien en hacerse ver de un especialista, pero Gilberto desestimó su última sugerencia. También olvidó que padecía de una afección congénita en los ojos, que además de requerir de una cirugía, empeoraba si se trataba con sustancias como la que la falsa optómetra le prescribió.

Las gotas le ayudaron a ver mejor. Después de aplicárselas, Gilberto se acostó sin dolor y durmió profundamente un par de horas más. Al despertar, tenía una nube sobre el ojo derecho.

Álvaro llamó a Durán, su amigo periodista, y acordaron encontrarse en el pabellón de comidas de Corferias; quería leerle el discurso de presentación del libro para que le diera el visto bueno. Ya en la cafetería, le leyó el texto en voz baja y mientras Durán asentía al final de cada párrafo, tres partidarios del régimen los vigilaban desde una mesa sobre la que reposaba una botella de aguardiente (si hubieran estado sobrios, tal vez la cosa no habría pasado a mayores y Álvaro no habría perdido el ojo).

Cuando llegó la hora de la presentación, los tres hombres los siguieron hasta la sala de conferencias y se quedaron de pie, cerca a la entrada. Sabían que los dos periodistas saldrían de últimos después de firmar autógrafos, atender a la prensa y saludar a los conocidos.

 Dos horas más tarde Álvaro salió del recinto con una caja que contenía ejemplares del libro. Durán hablaba por celular. Ante la inminencia de que se fueran en el primer taxi que parara, el más agresivo de los tres borrachos se adelantó y le lanzó un puño por detrás a Durán. Apenas si tuvieron tiempo de reaccionar. Álvaro alcanzó a soltar la caja y a darle una patada al segundo agresor; el hombre se tambaleó y, antes de que el periodista lo rematara, el tercer atacante sacó una pistola y con la culata le reventó el ojo izquierdo a Álvaro.

En el avión, Clara se agachó sobre sus rodillas. El pasajero de al lado le sujetó el brazo con la mano derecha, mientras con la izquierda llamaba a una azafata.

            — El ojo. Me corté en el ojo —le dijo Clara entre sollozos.

            —¡Con qué! —le preguntó el hombre mientras miraba si había algún objeto afilado cerca.

            —Con las fotocopias —contestó Clara, señalando el documento que había dejado caer en el momento del accidente.

 La azafata les explicó que no podían regresar a Bogotá. Se apresuró a la parte de atrás del avión y volvió con un algodón empapado en agua tibia y un analgésico ligero. El compañero de puesto de Clara no podía entender cómo era posible que se hubiera cortado el ojo con un papel si los reflejos de los párpados eran tan rápidos.

            —Yo soy de Cúcuta —le dijo—. Tan pronto lleguemos, cogemos un taxi y vamos a una clínica. Trate de aguantar. Tranquilícese que en una hora estamos allá.

Por el ojo sano Clara lloraba del dolor y, como no podía abrir el otro, se sentía completamente ciega.

Cuando llegaron a Cúcuta, la azafata que les había alcanzado el algodón les abrió paso por entre los demás pasajeros. Clara se sentía ridícula porque como no había ninguna herida visible, parecía que sólo estuviera llorando. Los demás pasajeros, pensaba, estarían haciendo suposiciones ridículas sobre el motivo de sus lágrimas.

Al llegar, cogió un taxi con su compañero del avión. Entraron a la clínica por el pabellón de urgencias y como no había ningún especialista, el internista de turno le inyectó a Clara un analgésico que la dejó aturdida. El pasajero armó una trifulca por la mala calidad del servicio médico y finalmente consiguió el teléfono de un oftalmólogo, amigo de un amigo, y convenció a Clara de que fueran a verlo. 

Después de examinar la cornea rajada, el médico se largó en una explicación erudita e innecesaria sobre ese tipo de accidentes. A Clara le molestó la propiedad con que hablaba porque minimizaba su dolencia y la hacía aparecer como una alarmista. Sin el menor asomo de duda, el oftalmólogo le puso a Clara un lente de contacto, después de explicarle que ese era el primer paso de una curación que debía seguir en Bogotá. La despachó de vuelta al aeropuerto después de cobrarle una suma que a ella le pareció exagerada.

–Es que le estoy dando los dos lentes –se explicó el médico–. ¿No ve que al darle uno se me descompleta el par?

Gilberto decidió no prestarle atención a la nube que tenía en el ojo y se acostó a leer; era una especie de neblina que no se esfumaba aunque se quitara las gafas, pero como el dolor había pasado del todo, pensó que podía ser un problema del cristal y decidió que volvería a la óptica el lunes en la tarde. Quiso encontrar una justificación en las últimas palabras de la optómetra:

–Si le molestan vuelva el lunes y revisamos las gafas. Es normal que los ojos no se adapten al principio.

Un celador de Corferias empezó a pitar tan pronto vio la escena, pensando que se trataba de un atraco. Los atacantes emprendieron la huida, y Durán tuvo que levantar a Álvaro del suelo y llevarlo de inmediato a la Clínica Palermo.

Mi recuerdo de los días siguientes es borroso, como todo. Sé que los visité a todos: a Clara en su casa, alumbrada sólo con velas porque no resistía los bombillos; a Álvaro en la clínica, inconsolable frente al hecho de perder el ojo, y a Gilberto, rabioso, porque no entendía qué había pasado e insistía en demandar a los de la óptica tan pronto se recuperara. La semana siguiente la pasé en mi apartamento. Dayra, la niña de colegio que me leía en las tardes, me leyó un libro de Pessoa. Cuando ella se iba, yo llamaba a los convalecientes por teléfono para saber cómo seguían. Se recuperaban, pero Álvaro llevaría para siempre un parche de cuero y Clara debía usar uno de esos conos por los que, creo, se debe ver como por entre un viento fuerte. Gilberto debía permanecer vendado por varias semanas y el pronóstico médico era reservado. El tuerto es rey, pensé.

Llegó el viernes siguiente y Sofi nos llamó para que nos reuniéramos de nuevo. Como era la primera vez que cenábamos juntos después de los accidentes, nos costó trabajo acomodarnos a la mesa. Sofi y yo escogimos cualquier sitio (a mí, en realidad, me daba igual), pero Clara y Álvaro tuvieron que sentarse el uno frente al otro. Gilberto se sentó perpendicular a los dos, a la izquierda de Clara y a la derecha de Álvaro. Era la única forma de verse por sus ojos sanos sin tener que hacer contorsiones ni giros incómodos. La tensión era palpable y ninguno de nosotros iba a hacer ningún comentario.

Cogí la botella de vino y se la pasé a Gilberto para que la abriera. Como siempre procedíamos de esa manera, no vi razón para cambiar nuestra rutina (y así lo entendieron todos). Gilberto descorchó la botella con dificultad porque ahora tenía que enfocar con un solo ojo y perdía la perspectiva. Cuando terminó, me pidió que le pasara las copas.

Mientras servía la primera, los demás seguimos hablando como si nada. De pronto escuché cómo el vino se regaba por la mesa y presentí que se acercaba a mi puesto.

            —Gilberto —le dije entre risas—, está regando el vino.

            —No no —me contestó irritado—. Usted qué va a saber.

Me quedé callado. Por un instante los sentí a todos y cada uno. Pensé en sus rostros completos y en sus ojos sanos, y decidí que esa noche tampoco les diría que yo también puedo tener fantasías.
——————————————————————————————————
(*) Colaborador y fiel forista de El Magazín.

Comentarios