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Los ejércitos

Luis Alberto García *

Si algo recuerda Los ejércitos, la exquisita novela de Evelio Rosero  -merecedora con creces del II Premio Tusquets de Novela, y premiada por el diario The Independent como la mejor novela traducida en el Reino Unido en el 2008; pero sin duda alguna esta novela es superior a sus premios-, es a otra novela, exquisita también: Esperando a los bárbaros, de J M Coetzee. O para no ir tan lejos, a la Sudáfrica de los Boers; y quedarnos en la Guatemala del dictador Ríos Montt, a una novela del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya: Insensatez.

Un profesor jubilado, Ismael Pasos, es protagonista y testigo de un drama singular: la guerra que asola –desde sus diferentes vertientes ideológicas, cada una con su propio ejército: sus ejércitos– los pueblos de Colombia, y  con igual resultado: los asesinatos, las desapariciones, las tomas y los desplazados, la destrucción sin límites, todo ello resumido en una sola palabra: guerra.

Esta no es una novela sobre la violencia. Es una novela sobre la irracionalidad de la violencia, donde cada actor del conflicto contribuye con su dosis de salvajismo –como si de por sí no fuera suficiente la estela de muertos, el gran camposanto que es la otra Colombia-; mientras la sensatez y la sindéresis humana se han perdido por completo. A lo que más se parece San José, el pueblo donde vive el profesor Pasos, es a un silencioso campo de exterminio; pero también, en igual mediada, a un manicomio. «¿En dónde estoy?» se pregunta el anciano protagonista, mientras corre perdido en un pueblo sitiado por el terror. «No sólo escucho otra vez el confuso clamor, que asciende y se hunde de tanto en tanto, y los tiros, indistintos, sino también el grito de Oye, que se desquició –supongo, igual que voy a desquiciarme yo, igual que el mundo-«.

Otilia, la esposa del viejo profesor, secuestrada por no se sabe qué ejército (la guerrilla, los paramilitares, el ejército oficial), y de la que se ignora la suerte corrida (aunque, claro, no sé necesita en Colombia ser nigromante para adivinarla) nunca aparece –desaparece por completo de la novela, aunque el fantasma de su ausencia sea más notorio que su presencia real-, conformando quizá una metáfora de los miles de colombianos desaparecidos en esta guerra sin fin. Hombres y mujeres que por su condición – ser desaparecidos, estar desparecidos-, dejan un hueco en sus familias y en la sociedad entera, y cuya ausencia duele más a sí estuvieran muertos definitivamente.

¿Es la novela de Evelio Rosero hija del Realismo como los fueron ciertas novelas españolas del siglo XIX? Sin duda en ella están presentes los conflictos e intereses de ciertos sectores de la sociedad colombiana, como también la obra pone de manifiesto las tensiones políticas reinantes y la doblez moral de las instituciones. La novela discurre de modo natural, como si los personajes ocultaran todos el tiempo la presencia del autor.  Pero más que realismo, la violencia que se destila en Los ejércitos tiene tintes góticos, espeluznantes, de horror irracional, propio de seres atroces que bien podrían ser endriagos del infierno, o por lo menos sus portavoces o fieles emisarios aquí en la tierra. Baste recordar el grito de esa madre cuyo hijo (un muchacho de bigote) sacan de su propia casa, lo encañonan y matan frente a las narices de su progenitora: «Les falta matar a Dios», les grita la madre a esos desalmados fantasmas, prorrumpiendo ella en un chillido que es de imaginar ni siquiera el cuadro de Munch podría contener.

La novela comienza  in media res, y nada hace presentir al lector que la sensualidad de voyeur del protagonista -esa fantasía de mirón, de coger punta a las muchachas, pero especialmente a su vecina Geraldina- sea la antesala de tanta devastación humana. En el personaje de Ismael Pasos laten el erotismo y las ganas de vivir. Se trata entonces de un viejo verde, como si frente a tanta destrucción fuera necesario oponer las fuerzas creadoras de la sensualidad y del erotismo sexual. Y sin embargo, la única arma con la que cuenta el profesor Pasos para sobrevivir a tanta injusticia, es la risa. Esa risa que desde la Edad Media ha servido como un instrumento de poder ante la rigidez anacrónica de ciertas instituciones. La risa del profesor Ismael Pasos busca, de algún modo, desplazar la injusticia, el crimen, la violencia, y el amargo sinsentido del conflicto, impregnando al mundo de su poder liberador, porque para reírse eficazmente del otro, primero hay que reírse de uno mismo, entender lo ridículo que es encontrarse en una situación así: ante tantos cadáveres, con los habitantes del pueblo San José huyendo, con su propia esposa desaparecida, y con Geraldina  –objeto de su deseo-  violada después de muerta por un grupo de desalmados. Pero también la risa del profesor Pasos es una risa subversiva: muestra en toda su desnudez la estulticia de esos ejércitos que siembren de terror y violencia la sociedad colombiana.

Si la literatura sirve para algo, es justamente para eso: para tocar las fibras íntimas del ser, para forzarnos a hacernos preguntas, y conmovernos desde luego con el dolor y el placer ajeno (que es nuestro propio dolor, que es nuestro propio placer), aunque en el fondo nada cambie y todo –tristemente- siga igual.

(*) Colaborador de El Magazín.

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