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Las lecciones olvidadas de Miguel Ángel

David
El ‘David’ de Miguel Ángel está en la Galería de la Academia en Florencia desde 1910. /Flickr – anieto2k

Juan David Torres Duarte

Técnica detallada, esfuerzo corporal, condición política: Miguel Ángel Buonarroti reúne todas esas actitudes en su arte, que 450 años después de su muerte parecen haberse esfumado en el arte contemporáneo. La vasta tarea de crear el ‘David’ lanza luces sobre el oficio artístico y sus inquietudes.

Era un hombre contra un bloque de mármol de más de cinco metros de altura. Comisionado por la Oficina de Trabajos de la Catedral de Florencia, Miguel Ángel Buonarroti, de familia siempre cercana a la política florentina, partidarios de los güelfos, tenía 26 años cuando hubo de encargarse de crear la estatua de David, mítico vencedor contra Goliat. Desde muy pequeño, Miguel Ángel había mostrado cierto desvío singular hacia el arte; había dicho a su padre que quería ser pintor, y a su padre le pareció un deseo desgraciado, inútil; luego dijo que deseaba ser escultor y su reacción fue aún más baja. Miguel Ángel sería pintor y escultor y arquitecto, al principio y al final de su vida, y en sus obras habría más que maestría técnica: estaría vivo, moviéndose sobre la tierra, el espíritu de su tiempo.

Un hombre solo

A principios del siglo XV, el bloque de mármol de Carrara, un pueblo al norte de la Toscana —bien conocido por sus piedras blanquecinas y transparentes, dignas del cincel— fue transportado en barco remontando el río Arno hasta Florencia. Por entonces, la Oficina de Trabajos de la ciudad tuvo la idea de crear una serie de doce estatuas que sirvieran como postales artísticas en las iglesias de la ciudad, de modo que encargaron a dos artistas, Donatello y Agustino Di Duccio, de sendas esculturas. En 1464, Di Duccio fue solicitado de nuevo para crear una nueva forma en mármol: David. Entonces le fue entregado el inmenso bloque; por razones desconocidas, Di Duccio renunció al trabajo. Esculpió algunas partes, dañó otras. El bloque estuvo expuesto a la lluvia y el ambiente por diez años, sin que nadie se preocupara por su calidad; en este tipo de mármol, el agua suele abrir grietas que aceleran su desmoronamiento.

Una década después, entonces, el bloque quedó en manos de Antonio Rossellino. Renunció. La pieza de mármol, con algunas cinceladas más que Rossellino le había dado, estuvo guardado por 25 años; el Gigante, como dieron a llamar al bloque, fue agrietándose. Su condición fue cada vez más pobre, aunque esta vez estuviera mejor resguardado. ¿A quién le entregarían esa pieza inmensa de trabajo? Un documental de la BBC de Londres dedicado a esta pieza resalta que, por ese tiempo, había un gran número de escultores reconocidos, entre ellos Leonardo Da Vinci. ¿Quién le entregaría ese trabajo a un joven de 26 años, apenas iniciado en la escultura? Miguel Ángel debió ser astuto y brillante, sugiere el documental de la BBC, para llevarse el premio.

De ese modo, en 1501, un mes antes de que su contrato real comenzara, en una mañana de septiembre, Miguel Ángel cinceló el inmenso bloque.

Tres años estuvo Miguel Ángel cincelando el bloque de cinco metros. Trabajaba seis días a la semana con un sueldo mensual que le proveía la Oficina de Trabajos. Tres años después, en 1504, la obra fue develada en una de las plazas de Florencia; entre la gente ya corría el rumor de la vastedad de la obra, del detalle a que Miguel Ángel la había sometido, y en ocasiones hubo quienes tuvieron la oportunidad de verla antes de que fuera puesta en público.

Algunos se asustaron con las primeras impresiones: el David era un ser muy sexual para la sociedad de la época. Cubrieron su pene con una hoja de parra por un tiempo. Recargado sobre su pierna derecha, David miraba hacia Roma: por ello, muchos lo interpretaron como un desafío político hacia el poder central. Todo ello encerraba una escultura que, quieta como estaba, parecía también moverse: sus venas estaban bien marcadas; sus músculos, tensionados; su boca, algo abierta; sus ojos, con cierta disposición a la frialdad.

El arte desmemoriado

Jonathan Jones, crítico de arte del diario inglés The Guardian, relató la historia del David de Miguel Ángel en The Lost Battles —aún no traducida al español—. Su conclusión es, al parecer, paradójica: el David es una obra cambiante, que está viva a pesar de su fría carne. ¿Cuántas obras pueden decir de lo mismo de su propia naturaleza? ¿Hasta qué punto el arte actual ha olvidado el ensamble de la técnica como el más poderoso medio para que el arte tenga sentido, tenga fuerza, tenga vigor y volumen? ¿Por qué la técnica perdió campo frente al fondo, a la idea?

Los nuevos artistas podrán argüir, como solía hacerlo Alejandro Obregón, que el arte no representa a la naturaleza y que, de hecho, batalla contra ella, lucha contra sus postulados para crear nuevas perspectivas de realidad. Eso dijeron también los cubistas, y sus experimentos pictóricos tuvieron un matiz extenso e influyente: la vida vista desde la geometría, desde el cubo y el cono, era una perspectiva que afirmaba que cuanto vemos, cuanto tocamos y sentimos, es sólo parte de un engaño. Ese es un pensamiento real, llevado a la práctica con éxito. Pero muy buena parte del arte contemporáneo, basado en esa idea de la pérdida de la forma natural y de la creación de nuevas maneras, justifica toda su pobreza simbólica e intelectual. Ejemplos habría en cada galería.

 

Capilla Sixtina
Detalle del interior de la Capilla Sixtina, pintado por Miguel Ángel entre 1508 y 1512. / Flickr – jbarcena

El arte ha olvidado la vastedad y está dando al mundo rápido obras rápidas, fugaces, cuyo impacto y desarrollo apenas se sostiene por uno o dos años y luego desaparecen. En ese sentido, el arte está imitando a la naturaleza, a la condición humana: está entregando obras que, vistas de un modo menos romántico, son como hamburguesas en el McDonald’s: sencillas, fáciles de preparar y consumir y rápidamente desechables. El arte ha olvidado la técnica de Miguel Ángel y su afán por crear una pieza magna, que enfrentara la capacidad del hombre, que la retara —tanto del espectador como del artista—, y también ha olvidado el esfuerzo físico que esas obras merecen.

Obras como el David, la Mona Lisa —que Da Vinci trabajó por años—, el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido de Proust son trabajos que buscan recuperar la vastedad del mundo: Proust en siete tomos, Joyce en un día, Da Vinci en una sonrisa vaga y ambigua. Los relatos breves de Chéjov y los aforismos de Cioran son también ejemplo de ello: aunque breves, recuperan parte de ese ser inexacto que es el mundo. Sin embargo, el arte contemporáneo no provee semejantes esfuerzos por falta de tiempo; prefiere un performance simple —o una instalación aguada—, entregado a la carencia de ideas y copulado con la mera forma, a la intuición y la creación real, a mano, con esfuerzo, con crítica constante, de un trabajo extenso y digno de la amplia, contradictoria y caótica condición humana. “La obra podría estar finalizada como obra de arte —dice Jones sobre el David—, pero cuanto retrata está inacabado: un cuerpo aún en crecimiento y cambio. David se contradice incluso en su gracia porque estar vivo es ser contradictorio”.

Sí, existen obras que merecen ese título: las instalaciones de Doris Salcedo, las camas retratadas de Beatriz González, la simplicidad natural de Noé León, el absurdo hecho cómic en Álvaro Barrios, los retratos de marquetería de Alison Elizabeth Taylor, el movimiento fugaz del tiempo en Francis Bacon. Por momentos, sin embargo, es más el arte inútil el que se presenta como gran arte: es posible ver un vaso de agua a la deriva sobre un muro o una red de pelusas de lavadora que poseen, dicen los artistas, un gran significado. El tiempo, a pesar de todo, sabe discriminar bien entre la pereza y la genialidad.

¿Que Duchamp puso un simple orinal en una galería de arte y eso cambió el rumbo del arte? Es cierto. Pero el arte es también hijo de su tiempo: en ese entonces, a principios del siglo pasado, proponer eso como arte era, de verdad, la puesta en escena de una perspectiva sobre el mundo —política y social—, sobre qué era el arte y qué no. Esa rebeldía inicial, que puso a los objetos comunes en el nivel del arte, justifica hoy cualquier intento artístico: lo que interesa es la idea, no la técnica. Bajo ese postulado, incluso el artista mismo es su obra de arte. ¿Dónde está, pues, el esfuerzo técnico que es expresión de la idea? La técnica fue relegada por algunos al espacio de lo simple, como si allí no se encontrara la vastedad de la condición humana. Importa la palabra y la explicación, el “discurso”.

El David expresa todo eso y expresa más: una posición política, un pensamiento sobre el cuerpo sensual, un retrato de una sociedad en plena formación. Cuanto reúne en su mármol frío es un reto al pensamiento de los espectadores: allí hay una obra que pesa tres veces más que su creador, que mide tres veces más que su creador. Una obra que, como el arte verdadero, busca atrapar el espíritu de su mundo.

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