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Las jornadas del Jenízar

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Juan Fernando Aguilar Cárdenas

Habíamos zarpado desde Alejandría, las tierras de Egipto habían quedado atrás y los cielos auguraban una navegación tranquila hasta la isla de Creta. Partimos al atardecer, el cielo rojizo fundiéndose en las incipientes tinieblas sosegaban mi corazón intranquilo. Distraídamente recibía la boquilla de la shisha de manos de un griego. Di un vistazo veloz a quienes exhalaban el humo a mí alrededor. En su mayoría, griegos, egipcios, persas  y turcos. Entre la humareda sentí el fulgor de unos fijos ojos verdes. Cuando el humo se disipó reconocí su rostro, era Hakim, mi hermano de armas en el cuerpo de jenízaros. ¿Había escapado también del palacio del sultán? Más me valía, porque de lo contrario habría abordado el barco con la intención de matarme.

Instintivamente deslicé la mano izquierda entre mis ropajes para acariciar la empuñadura de mi daga, mientras con la derecha le pasaba la boquilla a un turco.  No había visto a Hakim abordar el navío, el verdor mortal de sus ojos lo habría delatado al instante, el mismo verdor que se distinguía entre  las cortinas de sangre que hacía brotar de nuestros enemigos en batalla blandiendo un afilado kilic. No llevaba su espada, pero hombres como nosotros, que habíamos matado a tantos, no podríamos nunca caminar por el mundo sin armas. Yo lo sabía, él también estaba acariciando un arma, no podía ser de otra manera.

Pronto se hizo de noche y las estrellas poblaron el cielo como si fueran un enjambre. Hakim se levantó lentamente y desapareció entre las tinieblas, del mismo modo en que solía hacerlo cuando vivíamos en el Palacio Topkapi. Me levanté también, solté la empuñadura de mi daga y observé en derredor posibles amenazas; no encontré ninguna. Con toda probabilidad más de la mitad de mis compañeros de viaje eran fugitivos al igual que yo, estafadores, ladrones, o asesinos; pero todos nos hacíamos pasar por comerciantes de telas. Hakim seguramente estaba solo, y era poco probable que el imperio hubiese ordenado la búsqueda de un solo desertor. Sin embargo, sus ojos siempre anunciaban la muerte, no había motivos para que él hubiese abandonado el cuerpo de jenízaros, él disfrutaba de la guerra y de las masacres.

-Abbas- dijo al encontrarme con él cuando la luna brillaba sobre las aguas y todos dormían.

-La paz sea contigo, hermano.

Hakim no tenía bigote, pero tampoco usaba barba, tal cual está prohibido para un jenízaro.

-El sultán pregunta por el comandante de una de sus ortas.

-Constantinopla es grande y eterna, hermano, pronto la orta que abandoné tendrá un comandante mucho más digno de tal honor.

Alzó la vista y resopló, se puso de espaldas con las manos apoyadas contra la baranda del navío. Nuevamente acaricié la empuñadura de mi daga, tenía la muñeca preparada para extraer el frío acero y enterrarlo en su pecho si me era menester.

-Deja la daga, Abbas, no te servirá de nada–, habló categóricamente, sin voltearse.

Debí suponerlo, siempre fue nuestro superior en gracia y habilidad, nadie entre los jenízaros podía igualar su destreza y fiereza en combate. Era como si Nuestro Señor lo hubiese nombrado su representante en la Tierra, es decir, como si le hubiese otorgado el poder divino de matar y destruir por donde fuera que llegaran sus pasos. No era posible que pudiera ser muerto con tanta facilidad.

Como si me hubiera adivinado el pensamiento, Hakim habló.

-Hemos combatido espalda con espalda, si la sesera no se te ha secado al haber abandonado el palacio, deberías saber, Abbas, mi hermano, que nos une la sangre, no la que corre por nuestras venas, sino la que por nuestra causa hemos derramado. Nuestras espaldas sabrían cuando el acero de nuestro hermano no busca el enemigo, sino la carne que hasta hace poco protegía, como ha ocurrido hace un instante.

Solté la empuñadura, si quisiera matarme no podría hacer nada, su acero me abriría velozmente las entrañas y yo moriría pensando que de pronto me ha dado sueño. Ya había sido un largo y penoso viaje tratando de huir del imperio que alguna vez fue mi hogar.  Quizás Hakim sería el encargado de hacerme descansar de las temibles cargas de mi corazón, así que cerré los ojos y aspiré la salobridad del mar como para condimentarme el alma.

Pero Hakim siguió hablando.

-Siéntate, ya has tomado aire y debo hablar contigo antes de que lleguemos a las blancas tierras de Creta.

¿Pensaba matarme antes de llegar a Creta?, quizás, pero también quería hablar antes de cumplir su misión como exterminador. Lo mismo daba, aquel asunto difícilmente se zanjaría sin que nuestras sangres abandonaran nuestras venas. Hakim acercó dos cojines y un narguile con la misma delicadeza y elegancia con que se esperaría la charla con un amigo querido que el tiempo ha separado, pero que pese a todo, sigue presente en el pensamiento, como un buen amor, de esos que ya no queman.

-Pensarás, hermano, que he venido a este barco con la intención de matarte, en ello tienes toda la razón, mi daga se sentía inquieta dentro de su vaina, ansiaba cebarse con tu sangre. Sin embargo, ahora es probable que deje que llegues a Creta, nuestro imperio todavía no la ha tomado y podrías perderte entre sus montañas, hacerte pastor y usar el cuchillo solamente para degollar animales.  No me detiene el hecho de que seas mi hermano de armas, la compasión fue arrancada de nosotros desde muy jóvenes, como una hierba estorbosa que pone en peligro la estética de todo el jardín; nosotros fuimos podados y arrancados a placer, para formar el jardín del sultán, y por eso mismo se que tu tampoco dudarías en matarme, y que aunque yo lograse apagar tu vida, las heridas que me habrás de infligir acabarían con la mía, larga y dolorosamente. Pero tampoco es por ello, Abbas, que dudo de si matarte o no.

– ¿Entonces cual es el motivo, Hakim? –, respondí después de exhalar una bocanada de humo.

-Necesito un testigo.

-¿A qué te refieres con ello?

-Presta atención, Abbas, por ello te he abordado mientras todos duermen, necesito a alguien que pueda contar mi historia, es lo único que le queda a un hombre. Intenté escribirla, pero a diferencia tuya, nunca tuve la pretensión creadora del poeta, mis manos acostumbradas  a matar tiemblan cobardemente al manipular una pluma. Necesito contársela a alguien del mismo modo en que un moribundo necesita la muerte ¿me escucharás?

-Te escucho, hermano.

Me lo agradeció asintiendo mientras cerraba los ojos, se tocó la cabeza como si le doliera y sus fijos ojos verdes resplandecieron en medio del humo, de las antorchas y de la luz de la luna. Empezó su historia, con voz tranquila pero firme, con ese tono de voz que se adquiere después de haberse hecho sabio, después de haber sentido y ocasionado grandes angustias.

“Al igual que tú, hermano, ingresé al cuerpo de jenízaros siendo todavía un mozo. No nací turco, nací en Tesalónica, hijo de comerciantes. Por mis venas corre sangre griega y crecí escuchando historias sobre mis gloriosos ancestros. Mi madre no me llamaba Hakim, pero mi nombre originario quedó sepultado en las aguas mediterráneas cuando nuestro barco fue tomado por turcos, los mismos en cuyo nombre he matado.

Sollocé amargamente e imploré a mis captores que me dejasen regresar con ellos, pero recibí una bofetada y  fui gritado en un idioma que no comprendía. Me palpaban brazos y piernas y me abrían los párpados con los dedos, como comprobando algo. Luego me encerraron junto con otros infantes como yo. Después de largas jornadas de viaje llegué a una ciudad cuyo nombre no tardé en pronunciar, Constantinopla. Mis ojos se sentían llenos de arena de tanto llorar, estos mismos ojos que han visto apagarse tantas vidas alguna vez sufrieron tanto que nunca más volvieron a humedecerse. Me aferraba a un crucifijo  que había logrado esconder entre las ropas menores, mientras repetía con voz temblorosa “Kyrie eleison, kyrie eleison, kyrie eleison”[1]. Sin embargo, el Señor no tuvo piedad conmigo.

Mi paso por la ciudad imperial fue corto, detallé las mezquitas, los obeliscos, los vestidos suntuosos, y los barcos a la entrada del estuario que más tarde conocería como el Cuerno de oro. Para mí todo era tan brillante y magnífico que los rayos del sol  hacían parecer que toda la ciudad estuviese recubierta en oro, verla hería la vista, era una belleza insoportable. De Constantinopla tuve una impresión que conservo hasta el día de hoy, tanto esplendor no podía sostenerse sin una cuantiosa medida de sufrimiento, del mismo modo en que el fuego necesita algo que consumir para seguir ardiendo.

En la ciudad, mis captores cruzaron palabras con hombres ataviados con los mismos ropajes. Separaron a algunos de mis compañeros  de infortunio y los dejaron en la ciudad, otros como yo, partimos en caravana hacia otras tierras. Ya no estaba encerrado ni me abofeteaban, pero los fornidos hombres armados con espadas curvas que se sentaban a mi lado me daban la seguridad de que seguía siendo un prisionero. El terror que sentí en el Mediterráneo y que se mantuvo conmigo hasta entrar a Constantinopla se había convertido en asombro, al observar las maravillas de esa tierra extraña, y empecé a sentir culpa. Sentí que para honrar la vida que había llevado hasta ese momento debía de estar sumido en las más insondables simas de la angustia, mi asombro era una traición, y por primera vez sentí deseos de morir.

Cuando un niño piensa en la muerte lo hace con la misma profundidad  con que un astrónomo observa los cuerpos celestes, deseando abandonar  la prisión de la carne e irse flotando hasta ellos. Así mismo mi alma de niño ansiaba retornar a la nada, de entregarme al estado donde no se siente, donde no se extraña ni se desea. Pero un niño en su sabiduría sabe que ya ha existido, y no habrá muerte ni olvido que borren su trasegar porque los ojos de Dios ya saben que una de sus ideas se ha hecho carne, y que él no le permitirá descanso alguno.

Llegamos a una tierra de valles y piedras erguidas como pilares, algunas de ellas tenían inscripciones en lenguas incomprensibles y otras representaban formas humanas. Parecían los restos de un imperio que sufrió el azote de los cielos, dejando las piedras como reminiscencias de un gran esplendor. Esta región es la que conocemos como la Capadocia, y fue allí donde empezó con totalidad mi otra vida, esta que conoces, hermano. Los guardianes me tomaron por el brazo y me guiaron hasta una pequeña población de casas de roca a la ladera de una colina, en el portal de una de ellas me esperaba un hombre de aspecto severo, no llevaba armas, pero no las necesitaba, aquel hombre podría imponerse sin necesidad de desenvainar una espada.

El hombre cruzó algunas palabras con mis captores, y se despidieron con reverencias. Yo me quedé de pie observando las figuras que durante muchas lunas habían estado conmigo desaparecer en el horizonte, tal como desaparecía el sol en ese preciso instante ocultándose entre las montañas. ¿Tú crees, Abbas, que puede tenerse cierto afecto a quienes nos han hecho mal? Yo creo que sí, esos hombres me habían arrebatado de mi hogar, no volvería a ver la ciudad que me vio nacer, y mis padres probablemente murieron de tristeza si es que no lo hicieron bajo el filo de las espadas turcas; aun así, sentí una pequeña tristeza en mi pecho al verlos alejarse, como si una llama en mi corazón amenazara con apagarse. El hombre me tomó por el brazo e interrumpió mis cavilaciones, me hizo entrar en la casa. No lo hizo con brusquedad, pero tampoco había indulgencia, era como si simplemente fuera el ejecutor de un destino inalterable.

Era una casa muy adecuada al carácter estoico del hombre que me había hecho entrar. No había demasiadas alfombras,  y los ornamentos eran prácticamente inexistentes en comparación con la ostentosa Constantinopla. Me sentía extraño, después de muchas lunas nuevamente pisaba un hogar; pero aquel hombre no era mi padre, las mujeres no eran ni mi madre, ni mis hermanas. Inútilmente busqué sus rostros una y otra vez en aquellas nuevas caras que veía, pero era baladí. El hombre me condujo hasta un pequeño, pero limpio rincón, con telas suaves y cómodas adornadas con bordados dorados. No era un prisionero a los ojos de nadie, pues el metal de los grilletes no laceraba mi carne, ni el filo de ninguna espada amenazaba con cortarme a la mitad; pero no podría irme de allí, el miedo era mucho mayor que mi asombro.

No pude dormir a pesar de estar sobre un lecho limpio y no sobre madera podrida o sobre arena, pensaba en todo lo que había pasado, y sentí que mi vida se asemejaba a la de un caballo desbocado que no siente la prisa porque le está vedada la reflexión, pero que sabe que cuando la carrera termine (porque todo termina), tendrá que sufrir al mirar el camino recorrido y no encontrar más que caos.

Pero todo continúa, con o sin nuestra aprobación. En cuestión de días ya entendía y pronunciaba algunas palabras de aquel idioma extraño, y que empecé a llamar turco, esta misma lengua en la que ahora me dirijo a ti. El hombre de la casa, que respondía al nombre de Yusuf, era el encargado de enseñarme su lengua natal; era severo, más no me pegaba. Me enseñaba también acerca de la fe musulmana, y a medida que dominaba la lengua, me hacía recitar algunas suras del libro sagrado. Poco a poco mis pensamientos, que siempre obedecieron al griego, se encontraron repitiéndose a sí mismos en turco, y recibí un nombre, Hakim, el nombre que llevo hasta este día.

Cuando tuve el valor de preguntar cuál era el significado de mi presencia en aquel lugar, se me respondió, con poco interés, que sería un guerrero del sultán.  Tal respuesta no satisfizo mi natural deseo de saber el motivo de mi lugar en aquella tierra tan diferente a mi natal Tesalónica, pero tuve que sosegarme con la certeza de que saber y no saber darían al mismo encauce, yo no podría huir del destino que me habían asignado, y no tuve conciencia de él hasta que empuñé por primera vez un cuchillo en el establo del pueblo.

Ya había estado en los establos varias veces, gustaba de dar de comer a las aves, a las ovejas, y acariciar los recios cráneos de las vacas. Solía ir allí a pensar un poco, a contemplar las estrellas que se veían a través  de los agujeros del techo de paja; pensaba que las estrellas eran inmutables, y me regocijaba pensando que al menos había algo en el mundo que eternamente estaría para mí. Había tomado cariño por cierto borrego, y creo que él también lo sentía hacía mi. Balaba y brincaba sobre sus pequeñas patas al verme llegar, y recibía mis caricias con entusiasmo; pasaba horas enteras hablándole  en griego de mi tierra natal, de la historia de mis ancestros, de la ciudad dorada, Constantinopla, a la que había visto brevemente, y de mis impresiones sobre la fe musulmana. Yusuf no parecía muy de acuerdo con mi relación con el pequeño borrego, y si bien no decía nada, sus facciones se tornaban más rígidas de lo normal cuando me veía acariciando su pequeña cabeza. Siempre temía que algún día expresaría su descontento con despiadada rabia, como efectivamente ocurrió.

Una noche, Yusuf entró de súbito al establo, cargaba herramienta, de arado y de carpintería, una horca, y un azadón. Al verme con el borrego las arrojó todas al suelo, sacando velozmente un cuchillo de hoja curva que llevaba envainado en el cinto. Se acercó blandiendo el cuchillo hacía mí y me lo entregó, me habló en tono de patriarca.

-Mata al borrego

El miedo hacía temblar mi cuerpo como si muriese de frío, mis dientes castañeaban y las únicas palabras que pude tartamudear fueron:

-¿Porqué? Yo lo quiero

Yusuf, a quien cada vez veía más grande y peligroso respondió ignorando por completo el afecto que había manifestado respecto de mi amigo lanudo, en un tono que parecía contener una amenaza intrínseca.

-Mátalo, ahora.

-No, yo lo quiero.

Me abofeteó con el dorso de su poderosa mano, el golpe fue seco y me recordó las bofetadas de mi padre, salvo que estas, parecían muy capaces de matarme si seguía desobedeciendo.  El borrego balaba confundido, alzaba su cabeza y entrecerraba los ojos, como tratando de comprender que pasaba en su establo, en su casa. Los golpes se sucedieron unos a otros, como en una secuencia lógica, algo que no puede interrumpirse, algo que termina cuando debe terminar. Sangraba y la sangre calentaba mis mejillas, un bálsamo cálido que reconfortaba mi cuerpo atenazado por el frío y el miedo.  Yo seguía con el cuchillo en la mano, pero no me sentía capaz de responder a mi agresor, él lo sabía, él conocía un temple como el mío, y sabía que no corría peligro.

Su voz se volvió estentórea, tomó al borrego por el cuello y lo obligo a arrodillarse a mis pies. Entre gritos, balidos desesperados y la sangre que no paraba de manar sentí un fuerte dolor de cabeza que por un breve espacio de tiempo anuló todos los sonidos, salvó mi respiración. El animal escapó y buscó refugio en mí, yo lo abracé y lo besé, y el calor de su lana me hizo sentir fuerte y valiente. Juré que lo protegería, pues tal era mi voluntad, el éxtasis de quien se sabe perdido pero que por unos instantes olvida lo inexorable de su situación.  Los instantes, desde luego, no lograron ser ni un segundo, tres puntas metálicas atravesaban mis muslos, Yusuf estaba de pie sosteniendo la horca ante mis piernas, como atravesando una pila heno.

-Obedece, o el metal rasgará tus carnes hasta el hueso.

Aún así, logré mantener mi promesa ante el borrego, quien había encontrado refugio entre mis piernas heridas, grité: “¡No!”.

La horca se enterró un poco más, mientras yo continuaba gritando. El borrego sacó su cabeza de entre mis piernas y me miró, su blanca lana estaba teñida de rojo. Me miraba como perdonándome por lo que iba a hacer. Lamió mis heridas, del mismo modo en que tantas veces había lamido mis manos cuando le daba de comer. Mientras el filo ensañado en mis muslos ya llegaba a mi osamenta, movió la cola, quizás como un saludo, quizás como una despedida. Apreté el cuchillo con ambas manos y lo enterré  en el cuello de mi amigo borrego. No soltó ningún balido, solamente se escuchó el sonido de su cuerpo desplomarse sobre el suelo polvoriento, murió en el acto. ¿Sabes hermano? he visto muchos ojos abandonar la vida, muchas iris que se apagan lentamente como una vela que se consume al final de la noche, pero nunca sentí nada parecido a cuando vi los fijos ojos negros de aquel pequeño animal tornarse grises. No solo lo había matado a él, ese cuchillo había matado algo dentro de mí, lo había cercenado sin piedad.

–  Magnífico, una muerte rápida, tienes talento –, dijo el hombre

Retiró la horca de mis piernas con brusquedad y se alejó dándome la espalda. No sentí dolor alguno, pues dentro de mí empezaba el duelo por mi amigo asesinado, y además nacía otro sentimiento, se sentía como una brasa en el pecho, que incendiaba  mis manos y piernas, que me embotaba los ojos. Después comprendería que ese sentimiento era el odio.

Después de eso, las gentes del lugar me trataban con un respeto bastante parecido al miedo, en la casa, las mujeres ya no me trataban como el niño extranjero y débil, sino como a un joven amo al que hay que servir con presteza. El propio Yusuf cuidaba su lenguaje conmigo, lo que no quiere decir que no me hablara en tono de gran patriarca, pero sí era notoria cierta cautela al darme órdenes. Él pensaba que si volvía  a repetirse un episodio como el del establo, el cuello atravesado por el acero sería el suyo, y tenía toda la razón.

No pasó mucho tiempo para que regresaran hombres ataviados con el mismo uniforme de aquellos que me habían llevado a esa tierra tiempo atrás. Yusuf los saludó con una reverencia solemne, y esta vez sí podía entender su conversación. Hablaron de mi excelente dominio del turco, de mi conversión a la fe musulmana, y de mi disposición absoluta para servir al sultán. Los hombres me hicieron salir de la casa, me llevarían con ellos. Las mujeres de la casa se despidieron de mí, me tocaron la cara y los brazos como asegurándose de que estaban en su lugar, y firmes para resistir la vida. El patriarca que me había enseñado turco, y que me había torturado para obligarme a matar a mi amigo, no me hizo despedida alguna, pero yo lo miré fijamente, como dándole a entender que nos volveríamos a ver, él me miraba de la misma forma, no había desafío en sus ojos, ni rabia, tampoco miedo. Solo la certeza inequívoca de que nos volveríamos a ver. Uno de los hombres me ordenó moverme, y arqueó el brazo para darme un golpe, el cual detuve sujetándole el brazo. Imaginé que le atravesaba el cuello con un cuchillo, no estaba armado, pero tenía la voluntad de matar. Aquel hombre entendió eso, todos lo entendieron a partir de entonces y hasta el día de hoy.

Varios días de viaje sucedieron a la despedida, ya no viajaba con miedo, ni temía a las espadas de mis guardianes. Recordaba todavía el borrego ensangrentado, y el cadáver de mi ternura que yacía junto a él, como la piel muerta de una serpiente. Yusuf nos había matado a ambos, quizás ese era su objetivo, quizás eso le habían ordenado, pero ¿acaso él no podía negarse? ¿Acaso no podía tratarme con ternura y acogerme como un hijo más en aquella tierra donde cada roca es un pilar? Sí, desde luego, él era responsable del asesinato del animal, pero yo también lo era, pude elegir morir y no lo hice, así como también podía tratar de escapar de mi destino, librarme de las garras de esa caravana y perderme en el infinito desierto que atravesábamos. Pero no lo hice.

Constantinopla, Abbas, ese era mi destino. La gran urbe, ruidosa, sucia, pero a todas luces, sublime. Su belleza ya no me asombraba, ni me cegaba el sol resplandeciente sobre las aguas del Bósforo. Simplemente cualquier belleza me adormecía, y el asombro me estaba ya vedado. Me reunieron con otros mancebos de mi edad en el patio de una edificación especialmente sobresaliente sobre las otras. Allí un hombre elegantemente vestido, y al que se le adivinaba más poder que a los otros uniformados, dijo con voz firme, pero sin vehemencia, que nuestras vidas pertenecían al sultán, que nuestro deber era servir al imperio como este lo considerase necesario. Presentó aquel lugar como el Enderun, donde se nos formaría para servir en calidad de jenízaros, pero antes de llegar a serlo, se nos conocería como acemis. Todo aquel discurso me pareció obvio y predecible, todos nos sabíamos esclavos desde el momento en el que fuimos raptados, el miedo había abandonado nuestro cuerpo y se había convertido en una rabia que nos recubría la piel como una escama, empuñar un arma sería nuestro modo de vengarnos del mundo, una venganza torpe y estéril, pero a falta de algo mejor, era una venganza aceptable.

Allí nos conocimos, Abbas, bajo el entrenamiento estricto, cercano a lo brutal, perdimos cualquier rasgo de infancia. Éramos esclavos, pero éramos diferentes, a nosotros se nos enseñaba arte, literatura, magia de números, y misterios religiosos prohibidos para el esclavo común que solo sabe servir en una casa de señores, o romperse la osamenta cargando piedras para construcción. Se nos enseñó a manejar las armas, el Kilic, la espada curva que tantas veces empuñamos, el rifle, el hacha, la alabarda y cuanta invención haya construido el hombre con la idea precisa de matar a otro.

Manejar las armas me resultaba sencillo, no me enorgullecía de ello, pues recordaba las palabras de Yusuf “Tienes talento” Habría preferido tu talento con la poesía, hermano, o el talento con los misterios numéricos. Pero no, mi habilidad especial era la muerte, mi única víctima había sido mi borrego, pero siento, Abbas, que hasta el día de hoy, esa muerte ha valido por todas.  En ello pensaba mientras blandía las armas que nos entregaban, en sus lindos ojos negros tomando la tonalidad del gris, y en la espalda del hombre alejándose.  No sé qué pensamientos se elucubraban en tu mente, hermano, ignoro a quien asesinabas cuando adquirías destreza con el acero, pero estoy seguro de que todo nuestro cuerpo de acemis, mataba a alguien en el aire siempre cuando el filo de la espada rasgaba el aire como un silbido.

Ambos obtuvimos el título de jenízaro antes de cumplir 24 años, lo obtuvimos con honores, e incluso se nos asignó un salario. Fuimos destinados a combatir en Hungría, esa era nuestra verdadera graduación, Abbas, matar, matar en nombre de Dios, matar en nombre del sultán, matar en nombre del imperio, matar en nombre de lo que fuera, pero matar. Ese era mi único credo, hermano, los que nos habían hecho esclavos pedían sangre,  y yo les daría más sangre de la que pudieran digerir, se ahogarían en ella.

Como sabes, el deber de un jenízaro en batalla es por sobre todas las cosas, proteger al sultán. Aquel hombre parecía admirarme, a pesar de que yo no presentaba ante él ningún signo de reverencia, más allá del respeto que la sociedad otomana exigía para con cualquier individuo. Quizás me admiraba por eso, aunque me parece más sensato afirmar que su buena impresión de mí provenía de los cuerpos desmembrados y ensangrentados a mí alrededor. Tu también me admirabas por eso, Abbas, todos lo hacían, y yo también me habría admirado a mí mismo si hubiese sentido algo la primera vez que maté a un hombre en nuestro primer asalto en tierras húngaras. Solamente recuerdo que me adelanté del cuerpo de seguridad del sultán para adentrarme entre la infantería para que mi espada bebiera sangre. Apareció ante mí un mancebo de ojos azules, era menor que yo, y portaba los colores del enemigo; le abrí el vientre sin mayor ceremonia, el muchacho abrió los ojos, como un niño cuando le traen un juguete nuevo, atravesó la ansiedad de morir, él quería morir, igual que yo, igual que tú, igual que todos. Sus ojos dejaron de brillar, y se desplomó con los párpados aun abiertos, su azul no brillaba, estaba desteñido, como una tela roída y vieja.

Aquel día maté a muchos más, era mi primera vez en un campo de batalla, y no sentía nada; Ni miedo, ni placer, ni rabia. Mataba porque ya había matado un borrego, mataba porque él había sido mi amigo, y porque su vida valía por todas las vidas que estaba cegando en Hungría, y las que cegaría hasta el día de hoy. Aquellos mancebos que maté, todos habían sido hechos para vivir, no eran esclavos como nosotros,  muchos de ellos tenían una esposa, hijos, madres. Muchos de ellos no volverían a cenar a sus casas, otros llorarían durante años sin saber que su ser querido había sido presa de los buitres, y que sus huesos están cubiertos de tierra en algún campo olvidado de Dios.  Pero nada de eso me importaba. Yo, el que había sido griego, ahora era una sombra vulgar de lo que antaño había sido, y no conservaba ni rastro del honor de mis antepasados helénicos.

Me recibieron con honores en el campamento, excepto tú, que guardaste una prudente distancia, y con la que me honraste profundamente. Finalmente, siempre fuiste más poeta que soldado, y aunque tus manos estaban tan manchadas de muerte como las mías, tus letras hacían sublimes a todos tus muertos. Me palmearon el hombro, y hacían comentarios referentes a mis ojos, decían que la muerte también debía de tener ojos verdes, y que también debían brillar al matar, y otras sandeces de esa guisa. Lo cierto es que yo no sentía orgullo, mi destino era ese,  y yo lo cumplía como había hecho siempre.

La campaña en Hungría fue más que gloriosa para el imperio, Constantinopla era cada vez más poderosa y se nutría de la sangre que derramábamos en batalla. Aquellos que matábamos no eran mejores que nosotros, sus capitales también pedían sangre, saqueo, destrucción y muerte. Se me antojaba, Abbas, que el dinero que se nos daba como sueldo era un artificio bastante simple, pero efectivo, a la larga la moneda corriente que sostenía todos los imperios eran el acero y la muerte. Turquía era respetada y temida, porque su ejército era respetado y temido, y lo mismo aplicaba para todos los reinos de Europa, tanto las débiles como las poderosas. Todos avanzábamos en el campo de batalla sin entender realmente el motivo, para mí, era el destino, mi misión en la vida era acabar con otros. Para algunos, era el Rey, o el Sultán, o Dios, o un amor por una tierra que solía despreciarse todo el tiempo, salvo en combate, donde se convertía en un amuleto preciso para blandir las armas.

Los tiempos de paz habían cesado, y aquellos tiempos eran más bien un espacio para contar los muertos, e incluso, algunos con la sesera ya muy seca por la culpa, la sangre y el fuego, presumían de sus heridas, como si fueran trofeos. Otros como tú, escribían sobre lo ocurrido, mientras que yo, simplemente evitaba cualquier compañía y trataba de recordar cómo era mi vida en Tesalónica, como era hablar en un idioma que hacía mucho no hablaba con nadie, el último oído que escuchó el griego de mis labios fue el del borrego, que ya no estaba en este mundo, y claro, Yusuf, quien para mi representaba a toda la población de  aquel paraje en la Capadocia. Aquel hombre debía seguir vivo, porque nos habíamos prometido vernos una vez más.  Pero, luego pensaba en la inevitabilidad natural que posee el hombre para cumplir las promesas en tanto que estas se constituyen en axiomas hechos para desviarnos de nuestra propia mortalidad. Mil veces escuchamos decir a nuestros compañeros en el palacio Topkapi antes de partir a una batalla lejana que volvería, que no nos preocupásemos por aquel hermano en armas, para después verlo regresar con su carne hecha jirones, si es que acaso lograban recuperar su cuerpo. Aquel debía morir allí, en Austria, en Persia, o en Rumania, ninguna promesa podría haberlo rescatado de la muerte. Quizás, lo mismo había ocurrido con Yusuf, quizás, lo mismo ocurriría conmigo.

Rota esta paz, y recordando mi cita en la Capadocia, partimos, Abbas, a la isla de Creta, para tomar la ciudad de Heraclión, la que nosotros conocemos como “El Khandak”. Volví  a ver el mediterráneo en muchos años, este mismo mar sobre el que navegamos ahora. Nuestro primer asalto, Abbas, fue un asalto cobarde, invadimos una pequeña aldea de pescadores que apenas lograron defenderse con cuchillos para descamar peces. Aquella vez, presencié toda tu grandeza, y a tu incorruptible  corazón al defender a un hombre y a su familia.  Eran los últimos de la aldea, y el hombre blandía una caña de pescar contra nosotros, ordenaba a su mujer y a sus hijos mantener distancia. Algunos soldados de infantería se burlaban de aquel hombre, y hacían fintas con sus imponentes kilics ante él, cuyas piernas temblaban más, pero que aun así, mantenía su posición, inamovible. Su destino era morir, o eso pensaba yo, sus fuerzas no se equiparaban a las nuestras, aunque tal demostración de violencia fuera absolutamente desmedida e innecesaria. Cuando el soldado se disponía  a cortar la caña y al hombre a la mitad, tu interviniste y decapitaste al agresor con un tajo limpio.

Aquello que hiciste se considera traición, y debías morir allí mismo, pero no. Tu espada levemente manchada de sangre a causa de tu ataque perfecto detuvo la orgía sanguinolenta a la que habíamos estado arrojados durante años ¿qué había a nuestro alrededor? Cadáveres, hogares en llamas, niños que flotaban sobre la playa boca abajo, y el soplo del viento que nos envolvía como si fueran las voces de los asesinados. Muchos de los nuestros se echaron a llorar, el idilio había terminado para todos, ya no eran el ejército de élite del sultán, ya no eran el glorioso ejército turco, ahora se sentían como vulgares asesinos, que solo se diferenciaban de estos por portar un uniforme, y un motivo aceptable para matar. Nos retiramos de la aldea en cuanto el hombre y su familia se fueron corriendo esquivando escombros y cuerpos. Toda la orta se separó aquel  día, y yo no te volví a ver, hermano, hasta esta noche.

Fui el último en salir de la aldea, encontré a una niña herida, que repetía aferrada  a un crucifijo: “Kyrie Eleison, Kyrie Eleison, Kyrie Eleison” de la misma manera en que yo lo había hecho cuando tenía su edad. Sentí un gran ruido en mi cabeza, como si miles de avispas zumbaran dentro de ella. Caí al suelo arrancándome los cabellos, había fallado cuando prometí proteger al borrego, no volvería a fallar. Alcé a la niña en mis brazos, y busqué refugio para ella. No tardé en encontrar otra aldea de pescadores, quienes al verme cargando a la niña no me amenazaron con sus cuchillos ni sus cañas de pescar. Volvía a hablar en griego, y les dije que su aldea pronto sería arrasada por una fuerza poderosa, pero cobarde, como todos los ejércitos. Los exhorté para que abandonaran el lugar y corrieran la voz por toda Creta. A partir de entonces, hermano, y al igual que tú y que toda la orta, nos convertimos en parias.

Al no poder andar con un arma tan notoria como una espada, opté por llevar una daga, puesto que si bien morir no me importaba, debía ver a Yusuf, y nada ni nadie me lo podrían impedir. Regresé a la Capadocia, por todo el imperio habían rumores sobre la orta desaparecida, y yo caminaba con la cabeza baja, procurando que nadie preguntase por mis ojos verdes, que si bien no eran de un color extraordinario, podrían delatarme en algún momento inoportuno, toda precaución es poca para quien ha matado, eso debes saberlo, Abbas. Viajaba en caravanas, a veces a pie, otras a caballo. Algunas veces fui sorprendido por bandidos, que optaba por dejar heridos, más no muertos. Aquellos fueron los únicos que lograron ver mis ojos en esos días.

Al llegar a la Capadocia el cielo estaba rojo, un color muy bello, un ocaso, como lo era mi vida en aquel momento, un final. No tardé en ver a Yusuf, estaba ya muy viejo, pero todavía se sentía imponente, sus brazos seguían siendo recios, y su mirada no admitía debilidad de nadie. Al verme no dijo nada, cuando hay tanto para decir, es mejor guardar silencio, pues las palabras son traducciones del alma, y toda traducción siempre es imprecisa.  Comimos juntos, en su casa, en la que ahora yo era un invitado de honor, y no un muchacho para adoctrinar. Las mujeres me reconocieron y me besaron tiernamente, como a un pariente muy lejano que retorna a casa. Después de la comida, Yusuf me hizo señas, salimos frente a la casa en medio de la noche.

Desenvainamos y luchamos, nuestros aceros resplandecían bajo la luz de la luna. Las mujeres habían salido a ver, algunos hombres del pueblo también, todos guardaban silencio.  Pronto ambos nos dimos cuenta de que no queríamos matar al otro, y que la espera había sido solo para medir fuerzas,  como dos viejos enemigos al que el odio ya envejecido los hace sentir algo parecido al amor. Envainamos las dagas, nos despedimos con una profunda reverencia,  me alejé rápidamente. Yusuf estaba gravemente enfermo, y había guardado todas sus fuerzas para este último enfrentamiento. Él no querría que yo le viera demacrado, ese era mi último acto de respeto ante aquel hombre, quien al igual que yo, no había sabido rebelarse a tiempo ante los mandatos del mundo.

Después de la Capadocia te busqué a ti, hermano. Sabía que tendrías que volver a Creta, y sabía que tendrías que estar en Egipto, lejos, pero también cerca del imperio. Te seguí la pista hasta esta noche, y aquí estás, Abbas”.

El relato de Hakim se detuvo, el color del cielo era azul oscuro, pronto amanecería, acabando ya con la última esencia para fumar le pregunté:

-¿Qué haras, Hakim? ¿Me matarás?

– No, Abbas, pensé en matar a Yusuf, como una manera de librarme de mi pasado, pero no pude hacerlo, pensé en matarte a ti, por el mismo motivo, porque me recuerdas mis días como jenízaro, pero no lo haré.

-Sabes que podrías matarme ¿qué te detiene?

-Renuncio a mi don, Abbas –, suspiró Hakim con la cabeza entre las manos.

-¿Qué quieres decir?

-Ya no quiero volver a matar nunca, si Dios me hizo para matar, yo me niego, no lo acepto más.

Hakim me pidió, en nombre del griego que había sido, y del turco que podría llegar a ser, a nombre de su borrego, de Yusuf, y  de la niña que había salvado en Creta, que escribiera su historia, que cambiase su nombre, pues el suyo estaba maldito, pero que al menos cualquier hombre, por más miserable y criminal que fuera, tenía derecho a que su historia fuera conocida.

-Acepto, Hakim, escribiré tu historia, así como escribí versos sobre nuestras batallas, sobre nuestros muertos…quienes también son nuestros hermanos, no nuestros enemigos.

Hakim me dio las gracias, el resto del viaje nos acercamos algunas veces, sin hablar ya de muerte, ni de guerra.  Incluso a veces reía, éramos dos hombres que habían negado la barbarie, y cuando desde la embarcación se divisaban las blancas tierras de Creta, mi antiguo hermano de armas me confesó su incipiente interés de ser pastor de un rebaño.

-Hakim, mil borregos no reemplazarán al que perdiste-, le dije.

Él sonrió, me dio unas palmadas en la espalda. Su sonrisa era la de un hombre que ya no tenía nada en el mundo, y por lo tanto, era libre para empezar a tener.

Kyrie Eleison, hermano, Kyrie Eleison– me dijo entre risas.


[1] En griego: “ Señor, ten piedad”.

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