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La sonrisa del guasón

El Caminante
El Caminante

Fernando Araújo Vélez (*)

Llevaba pintada una eterna sonrisa de guasón, aunque no siempre sonreía. Prefería imaginar, soñar, y de cuando en cuando, sobre todo los viernes, volverse protagonista de su mundo en oscuros callejones por los que se jugaba la vida sólo por correr el riesgo, un riesgo. Cuando terminaba sus jornadas de pánico inducido, un elíxir de miedo, celebraba su regreso a la vida con un chocolate blanco. Era su única licencia física, entre horas de corridas y caminatas, y toneladas de verduras y frutas. Tal vez la relación de los callejones y el chocolate era al revés de lo que siempre había supuesto, y en realidad lo que buscaba era, más que el peligro, el chocolate, que así, como premio, le sabía a justicia. Tal vez. La verdad es que jamás puso en consideración las verdaderas motivaciones de sus actos.

Uno de aquellos viernes se decidió, después de cientos de idas y vueltas, por el callejón más oscuro y más largo de la ciudad. En mil ocasiones se lo habían descrito y, en otras tantas, ella había tomado la decisión de conocerlo y atravesarlo, de palparlo, desafiarlo, vencerlo. Sin embargo, mientras más se acercaba la hora, su hora de viernes, menos confiada se sentía. Le temblaban las piernas, se sofocaba. Era como si le robaran el aire. Por eso claudicaba. Por eso claudicó durante 57 semanas consecutivas, más allá de que el premio que le había asignado al Callejón de las Velas era doble. Doble y de chocolate suizo.

El día de su suerte, como cantaba Héctor Lavoe, se vistió de un negro más negro que de costumbre, quizá para confundirse con las sombras, y se sintió como la versión femenina de Pedro Navajas. Por la esquina del viejo barrio la vi pasar, con el tumbao que tienen las guapas al caminar, las manos siempre en los bolsillos de su gabán y zapatillas por si hay problemas, salir volá. Cantó en murmullos, sonrió con boca de guasón y como el guasón, dijo sin importarle si la oían o no que la única manera de vivir la vida a plenitud era sin reglas, sin leyes, porque la única ley para los seres superiores debía ser la no ley. Se relajó. Caminó una y dos cuadras, las puertas cerradas, las ventanas oscuras, la noche callada. Pasó un gato, lento y analítico. Pero el gato no me dijo nada, dijo ella como si lo hubiera dicho Cortázar, y avanzó.

Llegó al final de su callejón casi sin darse cuenta. Tanto miedo y tanto temor, tanto aplazar y aplazar un camino para esto, pensó. Lloró de impotencia, aunque no tuviera claro cuál era su derrota. Lloró de tristeza, tal vez porque empezaba a intuir que de aquel temido callejón sólo podía saltar hacia la verdad, su verdad: los chocolates suizos y blancos, blancos y desnudos.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos.

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