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La otra orilla (Cuento finalista del IV Premio Nacional de Cuento La Cueva)

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Por: Nélfer Velilla
@NelferVelillaG

Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación, sin consuelo de la cama, el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir –para él y para ella– la destrucción, la paz definitiva de la nada.

Juan Carlos Onetti

Su nombre nunca había sido tan suyo como cuando lo vio en el sobre blanco que llegó en enero. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan cercano al hombre que alguna vez fue. Entonces empezó a hacerse más él, y menos tiempo, con la nueva nota cada mes, en distintos lugares, según la suerte de sus movidas aleatorias, impuestas.

Román sabía que el inoportuno suceso se estaba oponiendo a su apatía por recibir correo, a su odio por las cartas, que no eran más que voces para prolongar sus recuerdos y su vida, su patética vida, que lo había obligado a no recordar o, más bien, que le sugirió las ventajas de no hacerlo.

En las letras ahorraba detenerse en el mensaje de odio con pasión desaforada, con oblicua premura de la catástrofe, y en la sutil amenaza enmohecida por antiguos sentimientos, pero sincera.

Los siguientes meses estuvo escribiendo respuestas, inventando remitentes, con letras llenas de embustes insignificantes, sin el rigor armónico que le exigieron los tiempos en los que aún creía que podía escribir. Tiempos que se resumieron en poemas maltrechos, novelas de una abrumadora soledad –que en aquel entonces no le pertenecía– y párrafos ajenos, sórdidos, que dependían de la intuición ingenua que hacía de los días en lugares ignotos. La única verdad enunciada por la tinta negra de la contesta era la dirección (una diferente cada vez y que siempre encontraba al final, en el pie de cada nota), sólo porque así lo imponía la necesidad de ser enviada a algún sitio, de ser recibida, de ser leída… todo por la venganza ajena, la expiación absurda a la que lo sometió el recuerdo quejumbroso.

Ponía especial cuidado en el estilo. Le era placentero el despiste y la sorpresa de la persona que recibiría el sobre en alguna otra orilla, obligada a contar las manos que le respondían; como la dilatación de un ritual que no debió ser nunca, pero que se estableció de forma contundente pese a los esfuerzos hipócritas de una falsa costumbre.

La idea que inundaba a Román no era precisamente un cliché relleno de existencialismo, apoyado en la absoluta capacidad de nostalgia por las derogadas empresas que tuvo cuando en su vida todavía se le permitía la antelación o el anhelo. Se trataba de un reconocimiento de que, si las novelas y el resto de ideas habían cesado por voluntad, cuando ya no satisfacían, de la misma manera cesaría su vida cuando no hallara más exigencias que le dieran motivo para continuar ocupando un espacio, llenando un cupo en los viajes a cualquier parte; cuando fuera todavía más desesperante estorbar vivo que en un sospechable entierro. Valían la pena esos días únicamente por las despreciables cartas.

Él sabía exactamente quién era la causante de la correspondencia el cuatro de cada mes, pero ya no le importaba. Lo trascendental era el hecho en sí, el furor de la casualidad convertida en hábito, el acto de apertura del sobre, la estampilla que por sí sola decía muchos detalles de las ciudades que desconocía, y las letras, sinceras o no, que entre muchas otras cosas le inspiraron el divague: la pasión por las viejas montañas (el temor a ellas como consecuencia), lo fácil que era andar el mundo sin las imprecaciones de quien empuja y hala ordenado por la condescendencia al lastimero, el estar completo como única fórmula de la libertad y, por supuesto, el modo con el cual responder, con el cual elaborar explicaciones absurdas e invenciones analógicas que repitieran que él también fue una víctima.

Nora, quien enviaba las cartas, no era ajena a las consideraciones de Román; no obstante, se permitía llorar en cada nota, reconociendo la razón eludida que la llevó a enviar la primera, admitiendo el amor, el duelo, y cobrando la merecida vergüenza de quien consideraba culpable: un placer que no iba a experimentar porque las lágrimas que vio, las mil disculpas que recibió, la angustia que debió sonar en la camilla del hospital, e incluso la llegada de la fatal noticia, siempre le fueron inaudibles.

En cada mes el común denominador de esas invenciones elocuentes y difamatorias era Ernesto, quien revivía por las evocaciones en la solemnidad de los patios donde jugaba con la pelota, en las carreras y alegrías intrépidas de los parques, con uniformes que venían sucios del colegio, con las heridas curadas, inofensivas, que no advirtieron el futuro miserable… también en las fotografías intactas que no reconocerían jamás la rebeldía y las exposiciones embarazosas. Ernesto se volvió sólo una imagen de Ernesto, una evocación intermitente, un deseo –y quizá el único– cuando ambos se ocupaban de delinearlo desde la e mayúscula y pulcra. Pero él también fue inexistente cuando ambos se ocuparon del dolor del que en verdad eran dueños. De cualquier modo, ellos no podían sufrir por el niño su dolor, así se rindieran ante la convicción de que aquella era una mejor suerte.

Se fueron aniquilando cada mes, no por los insultos barajados en lamentos y en  noticias exentas de evidencia, sino por la infalible bondad que no admitían: la confirmación de la existencia, la dedicación –que antes se debía a los días en casa y la cena de tres en familia– puesta en las manos del olvido frustrado, del disfraz ineficiente de insultos, desarmado por la mismísima voluntad para adivinar los lugares, para rayar las hojas, para dirigirse el correo sin violar la puntualidad. Se consumían sabiéndolo, pero ignoraban lo que sabían; leían entre líneas donde involuntariamente, sin alcanzar si quiera la consciencia, encontraban satisfacción.

En agosto llegó el reto. Nora escribió directamente al Román en Santa Marta. Dejó los tapujos hasta el momento inquebrantables, se dejó abandonar de la ira y de las ridículas mentiras. Convencida de la locura de Orlando, Valentín, Ismael y los otros nombres recreados por Román, experimentó el deseo, taciturno y lento por la agilidad de la correspondencia, de enumerarle al hombre, al verdadero, los ensayos de la muerte, la zozobra de la sordera injusta, el luto aún más injusto por un Ernesto desvanecido, al que ni las alusiones con palabras expertas podían detallar perfectamente. Le recordó a Román lo dueño que era de las movidas desmesuradas, de la falta de consideración con las vidas que no merecían las consecuencias, y le declaró la profunda agonía de las horas que padecía ella sin los dos.

Román reconoció la irrebatible sinceridad. La esperaba en cada sobre. Entonces relegó los juegos y volvió en sí. Enumeró las razones para el disparo o el veneno; sin embargo, entre los oprobios de los otros meses, releyó la seguridad incuestionable, de aquella que lo conocía, en exponer que no porque anduviera en silla de ruedas él era incapaz de suicidarse, pues se hizo inútil al empezar a creer en los miedos, al aceptar las supersticiones como garantes de la prudencia antes que como una simple evocación de la estupidez. Hizo falta la explosión dentro del automóvil, la sordera de la esposa, la pérdida de las extremidades inferiores y la del hijo para que él supiera que la muerte duele, y que la distancia con ella, aunque sea de un solo paso, no es tan efímera como un metro de camino, porque se prolonga por el sufrimiento.

Se permitió, entonces, responder la nota con su nombre, “el del bautismo” –merodeó–, al mismo lugar de siempre, a la otra orilla, a ese otro borde de la nada revuelta con sus inefables desventuras, allá donde en los últimos meses habían esperado palabras que revivían una voz condenada inútilmente al exilio. Redactó esta vez párrafos delineados por la franqueza, rebosantes de culpa, pero sin intenciones de recoger un perdón, pues ni él mismo se había perdonado lo ocurrido. Habló sobre las distintas direcciones a las cuales tuvo que dirigir esos sobres en los que viejas verdades se evaporaban, incluso, antes de atravesar distancias, antes de reposar en las manos definitivas. Mencionó los viajes de ambos, pues quiso afirmar que para ella eran una excusa (“y pensar –escribió– que nos fuimos acostumbrando a encontrar una nueva en cada respiro”), mientras que para él, la evidencia de que su voluntad ya no era suya, o de que ya no tenía voluntad, pues aun escribirle hacía parte de una voluntad distinta, de la que no era más dueño que ella. Al final le reconoció su incapacidad para aceptar la propia muerte, y le dijo que ella también moriría de vieja o por un azar distinto al de sus manos, las cuales, como él mismo puso en el papel, “se parecen a esa voz que ya no te puedes escuchar”. Y no exigió el reencuentro, exigió el olvido y la soledad. Ya que siempre había sido él quien se ataba a los reclamos de las circunstancias, se creía capaz de demandar, porque aprobaba la obviedad latente en que la deuda nunca sería saldada; de reclamar que no le llegaran más cartas, más anotaciones predecibles, puesto que para ambos era lo mismo: una confirmación de lo que supieron y lo que siempre sabrían, la absurda expiación que acababa a dos entes incapaces de hacerse daño. Envió la carta y se dio por fin al abandono, al fino y acabado sentimiento de inexistencia, a la fatalidad de las manos que lo arrastraban a pasear por las calles y las carreteras, por una sarta de rutas triviales que no le interesaba recorrer sin Nora y sin Ernesto.

Tampoco deseó una respuesta que lo sorprendiera como en enero. Y nunca llegó. Nora no contestó, pero demostró al mundo, por lo menos una vez, con la única oportunidad que daba el desenlace, que era más el odio que el cariño hacia Román. Demostró que él no la conocía tanto como alguna vez y otras veces dijera, porque intuyó mal su capacidad para acabarlo todo. Y demostró, asimismo, que el amor es una justificación para la vida, aunque no sea más que aquello que se tiene que escuchar de un niño cuando sonríe.

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