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La octava preposición de una tesis

 Fernando Gonzalez Ochoa

 

 

Juan Villamil

La octava proposición –y última y resumen de todas– del capítulo V de “Una tesis”, de Fernando González Ocha, dice: “En ningún caso se puede sacrificar al individuo en bien de la comunidad”. Curiosa deducción. A mi modo de ver, luce la más exacta lógica porque el ensayo en sí es una oda –bien argumentada– al individualismo. No puede negarse que una primera lectura o impresión del invidualismo, puesto como una necesidad o sumatoria de necesidades, indicaría que ese individualismo es inobjetable, definitivo, supremo. Pero si analizamos su plenitud, a la luz de los mismos postulados de“Una tesis”, pierde su magnífico equilibrio (lo que no afecta, sin embargo, el sentido general del texto).

En primer lugar, veamos el caso de dos individuos. El postulado indica que en ningún caso el individuo se sacrifica “en bien de la comunidad”, pero, ¿y en pos del beneficio para sí mismo? La resolución está implícita en la tesis: el individuo, de hecho, se somete al dolor del trabajo para satisfacer sus necesidades; se sacrifica por él mismo. Pero, ¿está dispuesto a hacerlo exclusivamente por él? Sumemos al ejemplo un segundo individuo. Dentro de las necesidades descritas por el maestro Fernando González, terminadas en un etcétera de gran envergadura, figuran el amor y el deseo sexual. ¿Sería licíto, según el individualismo, que un hombre sacrificara una de sus necesidades cuando eso signifique acceder a otra superior? Sí, mil veces sí. Lo hace cuando es altruísta. Lo hace cuando “trabaja” por la conquista sentimental-sexual de una mujer. Se sacrifica por otro, aunque soterradamente lo hace buscando ese beneficio propio que, hasta el momento, no podemos eludir.

Continuemos con este ejercicio agregando al caso un factor externo: no es un vínculo emocional el que une a las dos personas, sino un bien en disputa, por ejemplo, un libro. El individuo A reclama el libro como un bien necesario para su satisfacción; lo mismo el individuo B. Como buscamos evaluar la octava proposición en “todos los casos”, llevémoslo al extremo en el que no hay un acuerdo entre las partes, y ambas recurren a sus facultades naturales para apropiarse del objeto. Se trata, pues, de una guerra a pequeña escala que, no obstante, comparte los orígenes con todas las guerras. La confrontación violenta entre ambos individuos amenaza la paz y la sana convivencia de ese minúsculo entorno cargado de otros individuos (que de súbito, por obra del realismo, aparecen en escena). ¿No entraría a jugar un papel importante la división del trabajo a que la Naturelza ha forzado al hombre? ¿No sería lógico que uno de esos individuos, quien por obra de sus propios méritos y necesidades se ha especialidado en el trabajo-justicia, intervenga para resolver la disputa? ¡Por supuesto! En eso consiste la división del trabajo: en satisfacer las necesidades del individuo haciendo el menor esfuerzo posible, esto es, la actividad para la que tiene más aptitudes, y al tiempo en conceder a otros esa misma posibilidad en sus respectivos campos para obtener el beneficio de sus “excedentes”. Así que la individualidad, como es manifiesto en el ensayo, implica la aceptación del otro en su propia individualidad. En este caso, los individuos A y B se verán instados por la necesidad a aceptar la intervención de un tercer individuo, que en esos menesteres se ha especializado, así como el zapatero acepta alimentos al panadero o el médico recurre a los servicios del carpintero.

En varios de los finales posibles, este tercer individuo o juez, decide que A o B deben ir a prisión. ¡Y toda una tradición legal lo respalda! De golpe, en un atajo que parece ilógico, una individualidad se impone a otra. ¿Es así? En realidad no. Es la individualidad de tres personas, el juez y los dos en disputa, la que opera de ese modo. ¿Y no es acaso “sociedad” como llamamos a esa sumatoria de individualidades? Dicho de otro modo, la octava preposición es verdadera solo en un ambiente perfecto, en una sociedad que ha realizado la utopía anarquista. En cualquier otro escenario es inviable, no porque sea falsa, sino porque desconoce que incluso la individualidad –con todas sus necesidades y satisfacciones– es divergente, y no convergente: si bien el ser humano tiende a la felicidad, esa felicidad muta con frecuencia, se modifica en relación con emociones y ambientes, como el indeciso objetivo en la mira de un tirador inexperto. ¿En ningún caso se puede sacrificar al individuo en bien de la comunidad? Es verdad, en una anarquía perfecta. En la práctica de nuestra cotidianidad la Naturaleza misma sacrifica, todo el tiempo, al individuo, y lo hace impulsada por la suma de otras individualidades, de las que es posible que ese propio individuo haga parte. Toda la teoría darwinista es una explicación de cómo la Naturaleza favorece al individuo en primera instancia, y después al conjunto de individuos, aun cuando esta última etapa de favorecimiento implique el sacrificio del primero.

No es distinto a nivel orgánico: en el cuerpo humano se suceden, a cada instante, los más espectacurales actos de un heroísmo irracional. Uno de ellos se desencadena durante la infección por tuberculosis, cuando varios linfocitos rodean al bacilo causante –casi inmortal–  y se “suicidan” para hacerlo prisionero en una muralla cicatrizal que evita la masiva propagación del microorganismo.

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