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Imperio y poesía

 

Leo Castillo*

Me pregunto si es una ley histórica que el auge material (político, militar y económico, ese momento en una nación que nos arrebata para ella el epíteto de imperio), coincida con un prodigioso florecimiento de las artes y si, respectivamente, a un pueblo pobre le está negado este desarrollo, lo que agravaría hasta un nivel espiritual su pobreza material. Es de notar que Grecia, Roma, España e Inglaterra, por lo menos, responden a esta presunción. Así, durante los siglos del poderío heleno, se erigió la paradigmática arquitectura de cuyo esplendor nos hablan sus actuales ruinas; conservamos ilesos, como desagravio, muchos de sus monumentos literarios, y un respetable haber del pensamiento de esas sus mentes brillantísimas que produjeron inmortales frutos en un momento de apogeo nacional. Lo mismo cabe afirmar de la arquitectura monumental latina, de su pensamiento y su arte en general. El Siglo de Oro español sigue este mismo “precepto”, lo que hacemos extensivo a la Inglaterra de la Era Isabelina, cuya gloria literaria se prolonga hasta el alba del siglo XX; así la Francia desde los Luises, la República y el Segundo Imperio, casi hasta este siglo XXI. Hoy Grecia, tanto como España, son hermanas pobretonas en el contexto de la Comunidad Económica Europea, y el arte de ambas naciones no es de ninguna manera el primero en nuestro tiempo.

Esta consideración, en caso de ajustarse a la realidad, me llevaría a estimar que el tesoro del arte en el Egipto faraónico, de haberse conservado al menos en la medida del griego o latino (aparte de El libro de los Muertos, qué poco nos queda), suscitaría nuestra maravilla, hasta un punto positivamente mucho más alto que el generado por las gastadas pirámides. En todo caso, sabemos que Grecia y Roma han heredado, asimilándolo, un fabuloso caudal filosófico, científico y cultural del pueblo de las dinastías, las pirámides y de la biblioteca de  Alejandría. ¿Qué diré de Sumeria, China, Caldea, Asiria, Persia, Etiopía, Cartago, los imperios Maya y Azteca, Bizancio, el imperio Otomano…? ¿Cuánto se ha llevado la guerra, cuánto el tiempo, calanchín del olvido?

Tenemos una memoria frágil, trágicamente frágil. En Occidente, Homero es casi el Adán de la literatura; apenas unos treinta siglos de archivo, a lo sumo, y unos cinco mil años de vestigios. A partir de allí, hacia atrás, la oscuridad más absoluta. Algo como que de un año completo sólo guardásemos memoria del minuto anterior.

Se me objetará que retenemos unas pinturas rupestres del paleolítico superior (las escenas de caza de Cantabria), o la estatuilla de Willendorf (unos 20 mil años); lo que vendría a equipararse, con mucho, a atesorar un sustantivo de Balzac respecto de su copiosa obra. Pareciéramos estar seguros de la conservación a futuro de lo que tenemos hoy, pero, ¿quién garantiza esto? Estamos expuestos a mortíferos ataques del soporte electrónico. Un día podríamos despertarnos con el exterminio de toda memoria en la red, y las computadoras privadas, fuera de combate. Una catástrofe tecnológica absoluta, acompañada de la destrucción material de buena parte de la civilización a causa de unas cuantas decenas de tsunamis y terremotos. ¿Dónde quedamos? En la prehistoria, mis queridos contemporáneos, nuevamente arrojados a la prehistoria. Es lo que ha sucedido con nuestros abuelos de hace unos 15, 20 mil años hacia atrás.

Sin embargo, nos sentimos como agobiados por el peso de la historia del arte. Un alumno de lengua francesa, al hablarle de mi revista literaria en la red, me ha dicho que la encuentra “ladrillada”, con que quiere significar de contenido extenso. “¿Para qué este conocimiento de lo que han hecho los hombres del siglo XIX, o antes?”, me pregunta, y yo, alarmado y desarmado ante su suicida memoria, no he sabido qué responderle. Hoy se me ocurre comparar al estudiante con un hombre aquejado de una severa miopía, incapaz de ver más allá del alcance de la yema de su dedo del medio, siendo que destella la luna y arden estrellas probablemente en un número infinito sobre su cabeza: ¿cuántos planetas y sistemas solares; cuántos cometas y galaxias; cuántos universos, cuantas visiones, cuántos sueños e intuiciones magníficos se veda el hombre que habita enclaustrado un sordo presente, como el cerdo que no levanta el hocico del suelo, y en cuyos ojos no se ha reflejado jamás el brillo de la luna?

*Desde Barranquilla

 

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