El Magazín

Publicado el elmagazin

Huachicol

Crédito: Flickr, Disney Fanatic
Crédito: Flickr, Disney Fanatic

Jaime Panqueva (*)

¿Nos haría ese favor? Dice sonriente el cobrador de la caseta de peaje de Amozoc. Acepto tras constatar en el espejo retrovisor que no hay ningún coche detrás del mío. Tras recibir mi pago, hace una señal y de la caseta vecina aparece un hombre que estimo debe mediar la treintena. No va solo, de su mano cuelga un niño de unos cinco años. Libero los seguros de las puertas, siempre los llevo puestos aunque viaje por autopista; mañas de la ciudad. El hombre ayuda al niño a entrar en el asiento de atrás de mi Suzuki Grand Vitara 2006, luego se sienta en el lugar del copiloto. Al escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, reviso de nuevo el espejo, ningún carro formado atrás, por tanto no estorbé a nadie. Se abre la talanquera del peaje. Mientras acelero para retomar el viaje, recuerdo el jarrón que recién compré en Los Ángeles como regalo para mi esposa. Del viaje entre esta ciudad y mi destino, Trece Letras, esta es mi parte favorita: una larguísima recta bordeada por un tapete de huertos irrigados con esmero. Aún en la estación seca, el verde pervive sin desteñirse. A mi izquierda me despide el cerro Malitzin y en poco menos de cuarenta minutos del mismo costado aparecerá el pico de Orizaba.

Nos saludamos con un apretón de manos. Dice Gerardo; yo, Santiago. Me gusta conducir rápido y la vía, aunque está regulada con un absurdo límite de 110 kilómetros por hora, está en excelentes condiciones. El concreto hidráulico recién estrenado me ha permitido alcanzar los 170 sin mayores problemas. Lo sé, podría ser más veloz pero también tengo dos hijos esperándome en casa. Hundo el pedal al dejar la caseta, mi vecino se calza el cinturón de seguridad mientras la cabeza rizada del niño se asoma entre los dos asientos. Me concentro en la ruta aunque mi visión periférica es perturbada a cada rato con el balanceo del chamaco, quien, ignoro el motivo, intenta pasarse hacia adelante, como si quisiera cabecear la palanca de las velocidades tendiendo su  cuerpo sobre el descansabrazos a mi derecha.

?Hijo, ?comenta Gerardo algo incómodo? quédate quieto.

Por la actitud del niño, descubro que estoy ante una crisis de autoridad paterna.

?¿Cómo te llamas? ?pregunto para iniciar mi intervención en aras de evitar un accidente. El chico me mira desorbitado, como si no creyera que me dirijo a él.

?Aldo, respóndele al señor. ?dice comprometido Gerardo ante la mudez de su retoño— Perdone, es que creo que quiere pasarse adelante. Si quiere lo llevo en mis piernas —argumenta como quien pide perdón.

?No, ni hablar. Sería una infracción ?le respondo en tanto el velocímetro coquetea con los 170 kilómetros. Un crujir de plásticos atrás me hace levantar el pie del acelerador. Aldo no ha perdido el tiempo y juguetea con un estuche de gafas para piscina que mi hijo menor dejó allí hace varios meses. Vuelvo a pensar en el tibor de Talavera poblana y rezo porque su armadura de hojas de papel  periódico y plástico de burbuja soporte los embates del retoño.

Aunque es algo en lo que no tengo suficiente práctica, me contengo para no gritar. Recuerdo que leí hace muchos años un artículo de Daniel Samper Pizano, que describía a los niños como un invento horrible, tras haber hecho una precisión fundamental: los niños son los hijos de los demás. Uno ama, y además está en la obligación de hacerlo, a sus hijos, pero muchas veces uno no puede evitar que el amor por los propios sea proporcional al desprecio sentido por los ajenos. Hay algo de tráfico en la vía y no puedo girarme para hablar, y lo peor: Aldo ya no se refleja tampoco en el retrovisor. Me exijo paciencia a mí mismo y rezo una jaculatoria a san Herodes el Grande.

?Hijo, deja ese cepillo. —interrumpe Gerardo mis cavilaciones.

?No te preocupes, seguro lo dejaron ahí mis hijos, ?agradezco que el asiento trasero sea un chiquero en el que Aldo puede encontrar muchos distractores antes de reparar en la bolsa plástica del jarrón. También sé que mi tono va perdiendo su naturalidad y calma? ¿A qué caseta van?

?A La Esperanza. Ahí estoy trabajando ahora, pero traje al niño a Los Ángeles a ver al médico.

?¿Está enfermo?

?Tiene algo que llaman púrpura, pero está controlado.

?Ah. Y, ¿Trabajas desde hace mucho en los peajes?

?29 años. Empecé a trabajar a los 17.

Bromeo con lo que dicen que el frío ayuda a conservar la juventud, pues Gerardo no revela más de 40 años. Comentamos sobre su trabajo en las diferentes casetas, Amozoc, Cosoleacaque, La Esperanza, Córdoba. Muchos años, muchos turnos, todos los horarios existentes. La conversación pasa sin dificultades a un plano más fraternal, hablamos de los hijos (sí, de los propios y los ajenos), algo que contrario a lo esperado, ayuda a distenderme. Sin embargo, la autopista no da tregua. Un tráiler se desliza al carril de alta velocidad por el que transitamos y me obliga a descender por debajo de los 100. Aplico el cambio de luces. Nada. El trailero quiere darse vuelo sobre el concreto recién estrenado, no lo culpo y tampoco lo pienso dos veces antes de adelantarlo por la derecha.

Ante la confianza que cada uno va mostrando en el otro durante la conversación, las preguntas empiezan a bullir en mi cabeza, había pensado escribir un artículo sobre la manera de conducir de los mexicanos, la ineptitud de la policía de tránsito, del estado de las vías, en general, algo que me distraiga de sujetar con ambas manos la que debe ser mi segunda novela. Aldo ha reaparecido en el espejo y deambula por el asiento trasero. Gerardo observa mi inquietud, percibo su incomodidad.

?Puedo detenerme para ponerle el cinturón de seguridad ?ofrezco magnánimo. Él acepta e inicio el ingreso desacelerado sobre el arcén para luego parar por completo. Aldo traga saliva cuando se abre la puerta trasera, trata de rebelarse pero Gerardo lo reduce con facilidad y lo sienta. En dos segundos retoma su lugar de copiloto. Me reincorporo a la autopista y a la charla con las quejas de Aldo como antífona, pues el cinturón lo mantiene inmóvil del cuello para abajo. Ya he regresado al amable territorio de los 150 kms cuando escucho la vocecita infantil: Ya me solté. No sé si el padre lo ha notado pero mis manos aprietan el volante más de lo usual.

?Aldo, le digo con voz calmada ?¿sabes por qué te pido que te pongas el cinturón? ?Dos ojillos atentos me siguen por el espejo, arrodillado sobre la banca detrás del asiento que ocupa su padre responde con un largo silencio. Doy un vistazo al velocímetro. Avanzamos a más de 120 kilómetros por hora—. Sé que no lo parece, pues aquí adentro parece que no nos movemos, pero vamos muy rápido, y tú papá y yo nos ponemos el cinturón porque si el coche frena muy fuerte, los ocupantes pueden salir disparados y lastimarse muy feo. ¿No es verdad, Gerardo?

?Sí, hijo, escucha lo que te dice el señor ?me respalda aunque presiente algo peligroso.

El camino frente a nosotros está despejado, vuelvo a enfocar al pequeño en el espejo. Su cara de duda por sí sola podría haberme ofuscado. Pero no es sólo eso.  Tras el incidente, pensaré que tal vez no lo vi y lo citaré como una mera excusa: un brillo viscoso emerge de una comisura de sus labios o quizás de una de sus fosas nasales, es algo muy rápido que no da tiempo ni deseos de detallar. Es sólo un crío que se burla, pero darle un escarmiento se torna un imperativo. Si Tarantino hubiera visto la cara que hago, me contrata en lugar de Kurt Russell para filmar Death Proof.

?Mira, voy a frenar para que lo veas ?al terminar la frase ya he aplastado el pedal. El velocímetro regresa de un salto de rayar los 130 a unos 100 kilómetros. El niño, de rodillas, vuela de su lugar para estrellarse con el espaldar del de adelante, ocupado por Gerardo. Una acrobacia súbita, violenta. El ruido que hace al chocar, muy preocupante. Pero el padre no se inmuta. Pienso que reía para sus adentros. Cuando viro para buscarlo, Aldo es un muñeco de caucho encajado sobre el piso de la camioneta, sus piernas apuntan al techo y su cabeza yace recostada contra la alfombra de caucho y vinilo. La posición, demasiado aparatosa, me hace temer que esté inconsciente pues no grita, ni llora. Trato de no desacelerar mucho, libero mi mano derecha del volante y la deslizo entre los dos asientos delanteros. Toco su pelo con discreción sin dejar de temer la reacción del padre. Su piel se siente tibia, está vivo.

?Ah, caray, ?comento? con mis hijos ha funcionado bien; luego, luego se ponen el cinturón. No pensé que fuera a zarandearse tanto. Si quieres me detengo para levantarlo—. Un débil lamento y un sollozo, como el de un ratón, brota de atrás. Aldo no se mueve. Vuelvo a tocarlo como una disculpa. Retomamos los 150 kilómetros.

?No te preocupes. Él se levanta solo ?me dice Gera, ya somos cuates.

Ante la connivencia del padre regreso mi mano al volante.

?En serio, no frené tan fuerte. ?Deslizo como una disculpa.

?Estuvo bien lo que hiciste, así aprende. ­­—se voltea para regañar— ¡Aldo, levántate, mijo!

Yo prefiero entretener la mirada con los campos de hortaliza, al poco rato conversamos de nuevo sobre su trabajo en el CAPUFE. Como Aldo se ha apaciguado, aprovecho para preguntar sobre las particularidades del trabajo en la caseta de cobro. Gerardo habla de una muchacha raptada por su novio quien le pidió ayuda mientras éste estiraba el brazo con el dinero para pagarle.

—Son los casos en que hay que reportar a la policía que está protegiendo el peaje.

—¿Qué otros casos reportan?

—Hay gente que se queja porque la vía está en mal estado, no quiere pagar y nos pide que le abramos.

—¿Y ahí cómo le haces?

—Los dejo pasar y los registro como tránsito que se niega a pagar. No son muchos, pero toca de vez en cuando. Hay unos tan enojados, que es mejor dejarlos pasar antes que ponerse al brinco. Un compañero terminó a los golpes con un conductor porque le quería cobrar a fuerzas. Como están las cosas, mejor dejarlo pasar y anotar matrícula y coche. Que la policía se haga bolas.

—¿Son muchos los que no pagan? Porque este tramo está en muy buen estado, —la aguja se mantenía estable cerca de los 160 km/h— pero otros francamente están para llorar.

—No, no son muchos. Son más los que se la saben y se pasan pegados.

—¿Pegados?

—Sólo hay que acercar mucho el coche al auto de adelante, si está entre unos cinco a diez centímetros de distancia, el sensor lo identifica como parte del otro vehículo y no baja la barrera.

—¿Así de fácil? —comenté sorprendido, mientras comprobaba girando mi cabeza que Aldo dormía a pierna suelta acostado en el asiento trasero.

—Si quieres te muestro cuando lleguemos a La Esperanza.

—¿No me caerá encima la policía?

—No te preocupes, como vas conmigo no habrá problema. —respondió confiado— Además, si me ve el compañero de la caseta, le hago una seña y no te cobra.

En ese momento superamos la bifurcación que conduce hacia Antequera y comenzamos el leve pero sinuoso ascenso hacia las Cumbres de Maltrata. A mi izquierda el Orizaba nos observa serpentear sobre la vía. La conversación se desvía por un rato sobre el Gran Telescopio Milimétrico, la posibilidad de visitarlo con la familia y los caminos para llegar a él. Cuando los topes previos a la caseta de La Esperanza sacuden la suspensión de la Suzuki, Gerardo vuelve a plantear su propuesta:

—Pégate a esa camioneta que va a adelante, así pasamos sin pagar… más…mira, tienes que quedar bien cerca para que no se baje la barrera.

Trato de no pensarlo demasiado y acerco la trompa de mi carro a la defensa del coche delantero, pero en distancias cortas carezco de la habilidad que despliego a alta velocidad. Llego a muy corta distancia mientras el parroquiano de adelante paga, pero no reacciono bien cuando arranca y prefiero frenar en seco antes que correr el riesgo de golpear a quien correctamente ha cumplido con su cuota.

— No te preocupes, el cobrador es cuate mío. —se apresura a decir Gerardo  abochornado. Acto seguido, hace una seña y su colega nos saluda con amabilidad a la vez que nos permite el paso. Me quedo con el dinero del peaje en la mano, porque no me cobra. He ahorrado poco más de cien pesos. Le comento a Gerardo que no había necesidad de hacer eso, yo estaba dispuesto a pagar— No te preocupes, es por habernos dado el aventón.

—Qué maravilla —contesto— ¿No les interesa ir hasta Trece Letras? Me van a ahorrar una lana…

—Así hacemos cuando pasa algún compañero en la autopista, es como una cortesía.

Pienso que debe ser algo inherente al cargo de cobrador de peajes, parecido a los fringe benefits de los empleos gringos. Y bueno, obtener algún tipo de compensación por estar encerrado en una caseta durante el turno nocturno con el frío del nevado cayendo sobre tus huesos, como en La Esperanza, o al mediodía con el bochorno canicular del trópico, como en Cosamaloapan, no me parece del todo abusivo.

Acelero al salir de la caseta sin dejar de mirar por el retrovisor, por si hay alguna reacción de la autoridad.

—En esta caseta, en el turno de la noche, la niebla llega hasta abajo. Una vez, que estaba cerrada la visibilidad, muy tarde entró un trailer para pagar. El conductor lloraba como un niño. Me dijo que no lo había visto, que lo dejara pasar porque iba a estacionar adelante para bajar a recogerlo. Yo estaba tan impresionado que no hice más que abrir la barrera, cuando pasó el camión empecé a comprender lo que había ocurrido y pude ver el cuerpo aplastado del ciclista. Lo había arrastrado hasta soltarlo a unos pasos no más de mi caseta.

—¿Ya estaba muerto?

—Sí, lo había reventado por dentro. No había nada que hacer, era uno de los campesinos de esta zona, había salido borracho en la bicicleta. El pobre trailero lloraba desconsolado. No tenía la culpa; el doble remolque jaló al ciclista.

—¿No traería encima sus periquitos?

—No —lo dijo, un tanto sorprendido de que conociera el término— por lo menos no lo parecía. Tal vez huachicoleaba, pero se veía sano de lo otro.

Pronto cruzamos el límite estatal e iniciamos el descenso hacia Ciudad Mendoza. Gerardo me pone al día sobre el verbo huachicolear, palabra que resulta ser algo muy diferente a lo que mi inquieta imaginación había sugerido. Según su explicación, el huachicol es un combustible obtenido a partir del diesel mezclado con otros hidrocarburos o sustancias más baratas. El primero es entregado por los choferes al huachicolero, quien a cambio lo surte del combustible adulterado y algo dinero en efectivo como compensación.

—Las empresas de transporte entregan normalmente tarjetas bancarias a los conductores para la compra de gasolina y los peajes, de esa manera no tienen que hacer pagos de contado. Ellos compran un poco de diesel de más, para que no se note, lo hacen rendir y se quedan con una lana de diferencia.

—¿Pero no se nota en el motor del camión el cambio del combustible?

—Al parecer, no.

Pienso que el rendimiento sería algo parecido a lo que sucede con la gasolina en Trece Letras, por más que he intentado encontrar una gasolinera que venda litros cabales, gasto entre un 15 a 20%  más de combustible que en la capital o en otras ciudades del centro de la república.[1]

Mientras cruzábamos el último túnel, ya en territorio veracruzano, Gerardo ofrece mostrarme algunos lugares donde se vende huachicol sobre la autopista. El servicio de combustibles se complementa con prostitución y periquitos o metaanfetaminas para no dormirse mientras se maneja. Volvemos al tema de los traileros.

—Se hacen adictos; tomando periquitos pueden mantenerse despiertos una semana. Con ello son capaces de manejar desde Tapachula hasta Tijuana non stop.

—¿Los has probado?

—Una vez: no cerré los ojos en tres días, la recaída fue lo gacho, dormí 24 horas de corrido. Tengo amigos traileros y se la pasan comiendo pastillas, primero fue para viajar, luego hasta para ir a las fiestas. Muchos las usan.

—Son baratas, no valen más de treinta pesos.

Para no perder cargas o contratos, o ser penalizados por sus contratistas por alguna demora en los tiempos de entrega, los traileros prefieren no dormir. El consumo y tráfico de periquitos está penado por la ley, pero el mercado flexible y desregulado exige tiempos récord de entrega e impone la competencia del más despierto. A los rimbombantes sindicatos de transportistas nacionales, parece no importarles esto.

Al acercarnos a Ciudad Mendoza desaparecen la cuesta y los encinares del Parque Nacional del Río Blanco. La actividad industrial en la cercanía de Orizaba se hace evidente por el tráfico pesado. Se supone que llevaría a Gerardo y Aldo hasta La Esperanza, pero dejamos ya hace un buen rato la caseta de cobro. Adelante de la salida de Orizaba-Río Blanco señala los camiones aparcados a ambos lados de la vía.

—En esta zona puedes conseguir todo lo que necesites durante el viaje, huachicol, y otros combustibles para el cerebro y el cuerpo…

—Sólo es cuestión de gustos y precios, ¿no?

—Así es.

No recuerdo si me pide que lo deje en la salida que va a Jalapilla o la de Donato Guerra. Gerardo da las gracias, nos estrechamos las manos, y alzando a su hijo medio dormido se despide por última vez con un gesto de su brazo libre. Paso un tiempo en silencio antes de volver a encender la música, debo cargar gasolina a pocos kilómetros, en Ciudad del Virrey. Tengo aún por delante unas tres horas de viaje y, aunque el estado de la vía no es el mejor, por el pavimento rizado y los baches, acelero de nuevo hasta encontrarme por encima del límite de velocidad.


[1] Al llegar a casa e investigar un poco más al respecto, descubrí que el negocio descrito por Gerardo es el menos lucrativo. Por lo general, una huachicolera vende destilados y combustible robado a Pemex directamente por sus empleados coludidos con mafias ligadas al narcotráfico o por ordeñas directas a sus ductos, muchas de ellas realizadas por personal en funciones o retirado de la paraestatal. El año pasado se estima que se robaron más de tres millones de barriles de combustibles que equivalen a un millardo de dólares. Pemex invierte en tecnología para evitar robos desde hace décadas, mientras estos no dejan de aumentar. Las tres cuartas partes del saqueo se lleva a cabo tan sólo en tres estados: Sinaloa, Veracruz y Tamaulipas. El combustible, que se vende entre un 25 a 30% por debajo del precio subsidiado oficial, ha despertado también el interés de poderosos clientes allende el río Bravo.

————————————
(*) Colaborador.

Comentarios