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Higui: “Alguien debería escucharme, sábelo que sí”

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Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

A mi adorado hijo Santiago, quien honesto por ético prefirió no terminar Derecho.
A Hernando, abogado defensor de mis causas, unas menos graves que las de Higui, Paola y María.
A Marthica y a María del Rosario mujeres íntegras y luchadoras la vida entera.
A Valentina, in memoriam… de ella, más que en su memoria.
A un ilustre profesor amigo, que hasta ahí lo fue cuando pensó que yo también era marica
y el listillo quiso ignorar que lo que soy es lesbiano.

 En los últimos días varias usuarias de féisbuk cambiaron sus fotos de perfil por una mía, una que decía: “¡Libertad para Higui!” Ignorada por los medios, debo decir, estoy presa desde octubre de 2016. Una pandilla de diez hombres, si se les puede decir así, me quiso violar por ser lesbiana. Mi hermana Azucena lo recuerda mejor: “Ella se defendió con un cuchillo y mató a uno de sus agresores. Llegó a la cárcel desfigurada, cómo no, y con signos evidentes de abuso. Nadie la escuchó”. Alguien debería escucharme, sabelo que sí.

Aquí les cuento mi historia. Porque este no es un cuento, pero hagamos de cuenta que sí, para que nadie se moleste con mi historia. Aunque a la hora de la verdad, me importa un carajo que alguien se moleste con mi cuento o con mi historia o con mi crónica/cuento. Tengo 43 años… bueno, los cumplo ahora el 7 junio del 17. Me llaman ‘Higui’, ya sabrán por qué. Soy lesbiana, como cualquier otra persona puede ser homosexual o heterosexual, aunque a ellos no se les recrimine, mejor dicho, se les permita serlo sin lío, sabelo que sí.

Tengo siete hermanas y un varoncito, el más chico. Vivo de changas o trabajos temporales, de limpiar y arreglar jardines, ordenar galpones, hacer arreglos varios. Los posibles desarreglos me los arman otros, yo no me meto con nadie, vivo y dejo vivir. Me gusta tomar cerveza y jugar al fútbol. De ahí… ¿me entendés? Soy hincha de Boca y la noche del 16 octubre 2016, de la que voy a hablar, llevaba puesto un pantalón del club y una remera negra. Me fui de la casa, y no digo mi porque más casa tiene un pescado, a los 13 años.

Es decir, hace ya 30 años que dejé a mis viejos. ¿La razón? La misma de muchos otros pibes y pibas: los abusos del marido con mi vieja. En la escuela no llegué sino hasta el cuarto grado, lo que me recuerda a Leonardo Favio y su filme Crónica de un niño solo, que es lo que en el fondo he sido. Un niño solo metido en el pellejo de una niña que, modestia apártate, siempre he tenido suerte con las minas y de paso con su belleza. Siempre he hecho levantes a pesar de ser o, mejor, aun siendo petisa y fea, algo que no cuenta en el amor.

En Barrufaldi y en William Morris, donde vive mi hermana Azucena y donde también viví algunos años, todos me conocen y saben que aunque sea, como me dicen con ese odio en los labios, “tortillera” o lesbiana, nadie puede sostener que sea desleal o traidora a ninguna causa, a las causas que realmente importan, es decir, las que tienen que ver con una vida plena, en libertad, que se mueva entre el respeto y la tolerancia con la diferencia. En la que nadie sea atacado por su condición sexual, su color de piel o su religión, sabelo que sí.

Todo comenzó 18 años atrás, pero el relato es ahora de Azucena, cuando ella tenía a su hijita recién nacida y quien hoy tiene, justo, 18 años: “No sé si fue en bici o porque se trepó a una pick-up preciso a tiempo, allá en Mariló, adonde no le gustaba a Higui hacer la vuelta, pero le alcanzaron a dar tres navajazos en la espalda. Por eso estuvo varios días internada en el hospital. Ella no quiso contar quién ni cómo la habían herido y dijo que habían querido apenas robarle, pero lo que ya se percibe es otra cosa: el anuncio de algo.”

Lo peor vino después, con las señales de los agresores. Cuando volví a la casa, solo quedaban los restos del incendio. Habían atado a Menem, mi perro, a la ventana y prendido fuego a la vivienda, en Mariló, donde había vivido desde el 94, cuando mi Vieja ocupó unos terrenos fiscales y luego la siguió el resto de la familia. Ahí levantó una casita en un lote donde más tarde fue a vivir también Azucena. Una noche, tras una fiesta, fui al kiosco por cerveza, la que tanto me gusta y por la que me dicen ‘Capitana Haddock’, sabelo que sí.

Entonces, una patota de cabronazis me rodeó: “Tortillera, lesbiana”, gritaban y añadían “piruja”, como si estuviéramos en México, con toda la fuerza de su cobardía, la que contrastaba con mi valentía de no tener cojones sino cerebro. Eso, ya se dijo, ocurrió en el 98 y pude escapar en la moto de una amiga, que casi me arranca un brazo cuando me jaló para que me subiera, antes de que fuera atacada a piedras, palos y cuchillos por mis agresores, antes de que esos boludos me trituraran con la mala semilla de sus atavismos.

Y ahora sí, volvamos al 16/oct/2016, domingo para más señas, cuando yo, Eva Analía de Jesús, ‘Higui’, llevé a varios de mis sobrinos a casa de mi hermana Mariana en Lomas de Mariló, Bella Vista, noroeste de Bs. Aires. Era el Día de la Madre y había conseguido fresas para hacer con crema y pollo para empanadas. En Barrufaldi, me conocían y los comerciantes me guardaban lo que sobraba. Comieron y tomaron birra, se divirtieron y al ocaso Mariana me acompañó hasta lo de Jazmín a la que quería saludar en su cumpleaños.

La dejé en la esquina y regresé a casa. Ah, olvidé decir que, finalmente, me fui de Mariló, pero cada vez que volvía la pasaba muy mal. Me lanzaban piedras, imprecaciones, me quitaban la bici. Por eso, cada vez que iba a Mariló llevaba una navaja, sabelo que sí. Ese domingo de octubre, Día de la Madre, qué ironía, en casa de Jazmín, me crucé con Cristian Rubén Espósito y otro tipo. La situación era de calma chicha, tensa, aterradora. Espósito era parte de la patota que me hostigaba, la misma de la que yo ya veía desprender una tragedia.

Voy a irme porque se va a armar quilombo acá y no quiero que se arruine la fiesta, dije, ya de noche, cerca de las diez. Caminé sola por el pasillo que lleva a la casa de mi amiga Jazmín con la calle Irustia. Aunque estaba oscuro, igual vi venir a Espósito encima de mí a los golpes. “Te voy a hacer sentir mujer, forra lesbiana”. “Pero, si ya lo soy, para qué insistir”, le solté, desde lo más hondo de mi conciencia y me dio risa porque pensé que cuando añadió forra lo había dicho como zorra pero con una notoria pronunciación nasal.

Enseguida, me tiraron al piso. Sentí que eran varios pendejos los que me atacaban. Sentí muchas patas dándome duro contra el piso. Me volvieron flecos el pantalón y el bóxer, pero eso no era nada frente al reflejo de mi dignidad deteriorada en el espejo de la conciencia, sabelo que sí. Aun así hoy no maldigo a ninguno de esos desnaturalizados; soy defensora de la vida, hacedora y dadora de vida, así sea lesbiana, no gestora de muerte: que a ellos les caiga el peso de la ley, como se dice en medios, que los juzgue el tribunal de la memoria.

En medio de los golpes, que iban y venían como pelotas de tenis, solo que con sevicia, intenté cubrirme con una mano mientras con la otra trataba, con desesperación, de sacar la navaja que llevaba entre los senos. Levanté el brazo izquierdo para defenderme, pero a la vez segura de que iban a violarme. Un rato después, no sé cuánto, no recuerdo, una linterna me iluminó el rostro, deformado por los piñazos que en generosas pero mezquinas cantidades recibí. Estaba semi inconsciente: las luces del bonaerense titilaban a la distancia.

Ya no estaba en el pasillo o sea que alguien, supuse, me movió. Unos pasos más adelante, vi el cadáver de Espósito apuñalado en el tórax. Lo metieron en el platón de una camioneta para llevarlo al hospital. Y yo pensaba en Sócrates, por aquello de la última… mientras me detenían. 72 horas después, Azucena fue la primera persona que pudo entrar a verme en la comisaría segunda de Bella Vista. Con su celu sacó un par de fotos en las que se ve mi rostro aún hinchado por los tiestazos, con varios hematomas como manchas en el cuerpo.

Lloraba, sin parar, por el muerto y por mí. “Hermanita, le dije a Azucena, no sé de dónde saqué fuerzas, pero me defendí”. Y enseguida, en una suerte de asilo mental, me acordé de la historia de una mujer a la que unos paracos colombianos metieron en un sótano y le soltaron ocho, óigase bien, no cinco ni siete, sino ocho perros Rottweiller para que la devoraran. Pero, contra todo pronóstico, de pronto alguno de ellos, conmovido, le tiró un facón de seis pulgadas y con él ella se defendió, como yo, y mató a los ocho cuasi asesinos.

Luego, sin pausa visible, se desmayó. La sorpresa vino más tarde. Los paracos la sacaron del sótano y, creyendo que estaba muerta, la tiraron a la basura. Pero ella, por esas cosas del eterno combate vida/muerte, de pronto se paró, cual Dead Man Walking, y huyó del lugar. Los imposibles, gracias al poder mental, se vuelven posibles. Lo que estuvo a punto de pasarme fue, en términos legales, una violación correctiva, eufemismo por violación de lesbianas por los hombres con el supuesto fin de cambiar el rumbo sexual de la víctima.

En tal sentido, van dos ejemplos: en las llamadas clínicas de deshomosexualización ecuatorianas, la violación es uno de las técnicas usadas para curar la homosexualidad. El caso más conocido es el de Paola Concha, quien fue secuestrada con 24 años y llevada a una clínica al sur de la capital del país. Allí se le retuvo por 18 meses, durante los cuales fue esposada, encerrada sin comida varios días, forzada a vestir de hombre y violada. Mientras tanto, la madre de Paola pagaba 500 sucres al mes por el “tratamiento correctivo”.

El otro es el de la nica María, cuya madre cuenta que después de haber sido violada a su hija le quitaron alimentos 72 horas y que conoció el caso cuando salió: estuvo detenida 17 días. La noche previa a ser violada, el jefe policial la sacó adonde requisan a los detenidos y le preguntó: “¿Así que sos lesbiana?” mientras la tiraba contra la pared, le repetía groserías y la regresaba a la celda. Al otro día, la volvió a sacar y abusó de ella. “No sé qué pasó, es horrible, me narró llorando”. Su hija “está destruida, no puede dormir ni quiere comer”.

Como dice Raquel Hermida Leyenda, quien es mi abogada desde enero 2017 y miembro de la Red de Contención contra la Violencia de Género, la mayoría de los testigos en la causa es partícipe del hecho, como pasa con los testigos/cómplices de La mujer del animal, ese tan terrible como necesario filme del colombiano Víctor Gaviria que vi en copia pirata, pero que resulta más auténtico que mi cuento/historia, no obstante que es ficción. La causa, anillada, parece un cuadernillo de apuntes universitarios, con sus poco menos de 150 folios.

Dice mi abogada que cuando vio el tamaño del expediente, se dio cuenta de que los peritos del caso no habían hecho ningún esfuerzo. A mí se me ha imputado homicidio simple y prisión preventiva. La madrugada del lunes 17/oct/16 llegué a la comisaría con el pantalón y el bóxer, hechos jirones, como si me acabara de lanzar desde las cataratas del Iguazú. Otro detenido me prestó ropa y la que yo tenía me fue retirada para la pericia penal, pero el informe de la policía científica aún no está listo. Lo que al día de hoy no sorprende a nadie.

Se trata de plazos y vaivenes típicos de una causa sin abogados particulares. Aunque, agrego, si los hubiera los líos serían mayores por mi falta de recursos y, cómo no, por la falta de ética de los abogados. Los que junto a los médicos, dice Marechal en Adán Buenosayres, son las plagas del siglo XX… y XXI, señalo. Ambos, junto con los políticos, se creen dueños de las vidas de los demás. Aunque una versión dice que mi ropa estuvo perdida, eso no le consta a mi abogada, así como tampoco la cadena de custodia de la ropa.

Si en la ropa había ADN o algo que hubiera confirmado lo que dije en la indagatoria, habría servido para dejarme en libertad. La cadena de custodia implica tener las cosas selladas, la firma de los testigos sobre cómo se guarda esa evidencia. Si todo eso no se cumple, ¿qué garantías podemos tener como acusados, aun siendo inocentes, como creo que lo soy? O como soy. Y si titubeo es porque a través de la historia, contada por los hombres, la mujer ha resultado culpable aun después de ser violada, torturada, empalada y otras porquerías.

Creo que los feminicidios tomarán otro rumbo el día que el mundo cambie el chip machista, patriarcal, falocentrista y misógino y sean mujeres no falocráticas las que juzguen y sancionen los casos en que ellas mismas sean víctimas de violación. En cuanto al homicidio que se me imputa, aunque el Código Penal, en su Art. 34, hable de legítima defensa con respecto a la propiedad, creo que la legítima defensa también debe aplicarse a la principal propiedad que tenemos, nuestro cuerpo. Lo que ya Foucault nos enseña en su biopolítica.

Ahora, si no se encuentran restos en mi ropa, ¿qué seguridad tenemos, como en el caso de la niña colombiana Yuliana Samboní, de que la ropa no haya sido lavada? Son muchas las anomalías en la causa. El acta de procedimiento que levanta el bonaerense que nos halla a Espósito y a mí, tras llamado al 911, es demasiado escueta y no cita mi estado ni los golpes ni la ropa destrozada. En mi declaración indagatoria, el lunes 17 a las 3:00 p. m., dije claramente que durante la agresión intentaron violarme, pero eso se ignora por completo.

Por contraste, la imputación da por hechos, ciertos, la declaración de uno de los testigos principales, en el sentido de que yo me le fui, sin motivos, jejeje, encima a Espósito y que él, ya agonizante por la herida en tórax, había sido capaz de desfigurarme de un trompadón. Eso, ni Monzón cuando estrelló su coche contra un árbol. Mi familia y yo denunciamos que tal testigo, Z, en griego, aún vive, era parte de la pandilla que me asediaba en Lomas de Mariló y me atacó el domingo 16 en horas de la noche, esa cuasinatural aliada del crimen.

Como estamos en la era de las NTCI, zánganas que tanto dinero produce a otros, no puedo evitar decir que el celu de mi abogada Hermida no para de recibir mensajes de Whatsapp. Y aquí, como en Ciudad de Dios y el caso del feminicida Paraíba, interviene la prensa: gran parte de las consultas que recibe son por otras causas o por invitaciones a reality-shows, como los que dirigía el misógino Trump antes de ser presidente del país más mierdiático de la Tierra, o a programas de TV para hablar de violencia de género o del caso Micaela.

Micaela García, por si alguien lo ignora, es la valiente y combativa defensora de DD.HH asesinada en Gualeguay el 1°/abr/17, día de su desaparición, por estrangulamiento: a su agresor, Sebastián Wagner, el juez Carlos Alfredo Rossi, a cargo del Juzgado de Ejecución de Penas de Entre Ríos, le otorgó la libertad condicional el 1°/jul/16, aun habiendo sido condenado ya antes a nueve años de prisión por dos violaciones. Para completar el cuadro clínico, el de la justicia, Rossi solicitó, el 10/abr/17, una licencia médica por “depresión”.

Pidió, qué bosta, una licencia de 20 días ante las autoridades judiciales. No obstante, permítaseme la licencia pero creo que no es “por depresión” sino “por marica”, sabelo que sí. Aunque mi familia, mis amigas y varias organizaciones formaron una mesa de trabajo que se reúne cada tanto y busca difundir mi situación a través de festivales, colectas y movilizaciones, mi causa aún no tiene mucha difusión por fuera de las redes sociales ni en ciertos medios masivos, lo cual a estas alturas no debe sorprender ni al más audaz tímido.

El 8/mar/17 la Asamblea Lésbica Permanente marchó con una bandera que pedía mi liberación y hoy mi causa, la causa ‘Higui’, por el Loco Higuita, obvio, es uno de los más fuertes reclamos del movimiento feminista. Mi abogada suelta una idea inquietante: si Micaela García se hubiera defendido igual que yo hoy estaría viva, sí, pero detenida. Así, ¿de qué sirve el Art. 34 del CP que habla de la legítima defensa con respecto a la propiedad, material, económica, pero no defiende por ningún lado esa suprema otra propiedad que…?

¿Esa suprema otra propiedad —y disculpen mi llanto irreprimible—  que es nuestro cuerpo, el que ha sido impunemente mancillado a lo largo de la historia, y de la histeria, por hombres de todas las pelambres y que solo las mujeres respetamos y defendemos como debe ser, cuerpos que jamás ultrajamos como los torturadores de todo tiempo y lugar lo hacen, cuerpos que nuestras maltrechas leyes pero antes nuestros deshonestos jueces y nuestros ensimismados ciudadanos tanto desprecian, como si el de ellos fuera uno mejor?

¿Servirá de algo que ahora mi defensa, la hecha por una mujer, presente un psicodiagnóstico compatible con mi declaración indagatoria, en el que se consigna que sufrí un abuso sexual en grado simple y que me defendí del abuso sexual agravado de unos cabronazis, esto es, el de la penetración: la misma penetración que tanto les gusta a los opresores o a los curas pedófilos o a los milicos cacorrinos ver cumplida, para saciar así su nunca bien completada sed de venganza en contra de los casi siempre inocentes oprimidos?

“Higui nunca nos contó —dice Azucena— el hostigamiento que sufría, las penas que la minaban, el dolor que la consumía, después supimos todo aquello por lo que pasaba. Más tarde nos enteramos de que la acosaban por ser lesbiana y por, como dice ella, ‘tener tantas minas, sabelo que sí’. Lo que de por sí, a mi modo de ver, habla más de un caso de envidia que de otro relativo a la sexualidad u otras tantas cosas más que la gente siempre tiene en cuenta para no meterse con la nuez de un problema que atañe a todos, no sólo a nosotras.”

   

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