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Esos pícaros que nunca se olvidan

Thomas Mann
Thomas Mann

Isabella Portilla (*)

Quizá la inconformidad ante su destino y la tendencia a vivir a contracorriente, como si se tratara un salmón, es lo que dota de interés al pícaro. Quizá su visión burlesca de la vida y de sí mismo, su sentido anárquico y rebelde y sus múltiples aventuras de desenlaces inesperados constituyen su mayor atractivo.

Lo cierto es que el encanto que su personalidad encierra ha logrado que literatos y cineastas, inspirados en personajes de carne y hueso e –– incluso–– en ellos mismos, inmortalicen pícaros extraordinarios cuyas vidas podrían brevemente resumirse en una sucesión de episodios colmados de acción.

A algunos genios creadores sólo les ha bastado repasar su propio historial para perpetuar al pícaro que llevan dentro. Truman Capote, por ejemplo, casi de manera autobiográfica dejó consignada en Plegarias Atendidas la historia de P.B. Jones: jovenzuelo bisexual, perspicaz y encantador que se escapa a los 13 años del orfanato para después dedicarse a masajear ricos y famosos y revelar, por medio de su confesión, infidencias de las descabelladas vidas de diferentes personajes del jet set americano.

Es ese también el caso de Thomas Mann, Nobel de Literatura en 1929, quien en Las Confesiones de Félix Krull deja al descubierto, en sentido trasfigurado, el dandismo libertino de un pícaro elegante y superficial del que podría pensarse, es él mismo; como si fuera Mann un impostor realizado en la impostura de su escrito.

La vida de este pillo inicia con el arte del engaño. De niño Krull imita la caligrafía de su padre para excusarse ante sus maestros de las frecuentes ausencias en su escuela. Años más tarde, falsea dolores en su cuerpo con increíble verosimilitud, tanto así que su madre y un médico que lo visita asiduamente empiezan a creer que el joven sufre de una terrible enfermedad. Después de su inicio sexual, Félix Krull se convierte en un galán refinado, capaz de arrebatar el corazón de cualquier muchacha. “Mi talento para el placer amoroso linda con lo sobrenatural,” dice en sus confesiones.

A diferencia de otros pícaros, el personaje que quedó inconcluso a raíz de la muerte de Mann, en 1955, está dotado de un extraño don de la empatía con el que puede entender los deseos y sentimientos de los demás y por el que, como es lógico, actúa como mejor le conviene.

El sentido romántico que envuelve a Félix Krull, hace pensar en el que podría llamarse el pícaro enamorado: Giacomo Casanova. Desde pequeño es educado  en la filosofía y en la política, lo que lo conduce más tarde a dejar un amplio legado literario. Sin embargo, la obra que logra elevar su nombre es en la que rememora su propia vida de pícaro.

Desde que pierde la virginidad a los dieciséis años con Nannette y Marton, dos hermanas huérfanas, el joven revela su disposición vital a los placeres y al mundo sensorial. Dice Casanova en el prólogo de sus memorias: “Mi ocupación principal fue siempre cultivar el goce de mis sentidos (…) Como consideraba que había nacido para el bello sexo, lo he amado siempre y me he hecho amar por él cuanto he podido”.

Por eso, gracias al “bello sexo” y como condenado por Cupido, llega a hacerse digno al perdurable y reconocido título de seductor. No se sabe exactamente el número de sus romances, él mismo ––vagamente–– afirma en su libro que se trataron de más de 132. Sin embargo, bien sabido es que su libertinaje termina por convertirlo en un pícaro cínico y vitalista (con todo y su contradicciones).

Así describe el escritor austriaco Stephen Zweig al seductor más grande de todos los tiempos: “Es un diletante en todas las artes creadas por Dios: escribe versos riposos, filosofa del modo más soporífero, rasca el violín y, cuando conversa, en el mejor de los casos, lo hace como un enciclopedista. Mas entendido es ya en los juegos que inventó el diablo. Faraón, biribí, dados, dominó, timos, alquimia y diplomacia. Pero maestro, verdadero maestro, mago indiscutible lo es solamente en una cosa: en el amor”.

El sentido juguetón y accidental con que contempla su vida le permiten “dejarse llevar por el viento que sopla” como suele advertir. Nada en él está premeditado, quizá por eso aprovecha la libertad brindada por el azar, que indiscriminadamente le ofrece penas y glorias.

Casanova obra varios “milagros” como salvar de un infarto a un patricio veneciano, viéndose favorecido con una gran cantidad de dinero; practica magia y es diestro con la cábala, siendo por ese motivo encarcelado varias veces;  entiende que debe ser precavido en los asuntos carnales, por lo que le introduce a muchas de sus amantes una canica de 60 gramos en la vagina y evita así hijos no deseados. Llega a ser amigo de varias personalidades de su época: Voltaire, Luis XV, Clemente XII, Catalina la Grande y Federico II de Prusia, entre quienes es distinguido como persona honrosa; como si fuera poco, le cuenta sus aventuras a Mozart, quien en su honor compone la ópera “Don Giovanni”.

Bribón, amante compulsivo, estafador de amigos ricos, marrullero, Giacomo Casanova fue un pícaro hambriento de locuras hedónicas. Quizá el aforismo de Epicuro: “Comamos y bebamos que mañana moriremos” estuvo enraizado en la filosofía de vida de este  personaje real, quien de manera excepcional supo registrar sus aventuras en Histoire de ma vie, libro que ha servido para que nueve cineastas, entre ellos, Federico Fellini, hayan llevado su historia a la pantalla grande.

Otro pícaro de estirpe literaria llevado al celuloide es Barry Lyndon. A diferencia de los anteriores, este personaje nada tiene que ver con el carácter de su creador, William Makepeace Thackeray: novelista inglés, exponente de la literatura veneciana y competidor intelectual de Charles Dickens.

Debido a su actitud humorística y a su estilo realista, Thackeray retrató a varios personajes del siglo XIX apelando a un tipo de sátira e ironía corrosiva empleada ya en la literatura picaresca. Además de Vanity fair, su más importante obra (llevada también al cine en numerosas ocasiones), de Henry Esmond y Los recién llegados, entre otras, Thackeray escribió la vida de un caballero, que aunque se denomina en la novela “un hombre de mundo” (entiéndase: habilidoso en disciplinas como la música, la filosofía o la biología y otras ciencias en menor grado intelectuales) no deja de ser un pícaro.

Tanto en el libro, como en el magnífico filme de Stanley Kubrick (1975), Redmond Barry tiene al azar como el mejor de sus cómplices durante los primeros años de su vida. Aunque su linaje es pobre y es huérfano de padre ––y por eso su infancia se hunde en la miseria–– una serie de situaciones lo obligan a tomar atajos inesperados que lo llevan a alcanzar su gran sueño: escalar posición social y convertirse en millonario.

La primera situación en la que se ve amparado por la casualidad es cuando se enfrenta a duelo por el amor de su prima con el Capital John Quin Barry, a quien cree haber matado; por esa razón, escapa de su casa sin otro remedio que ingresar al ejército inglés. “Y cabalgué carreteras adelante, no pensando tanto en la buena madre y el hogar dejado a mis espaldas, como en el porvenir y en las maravillas que contendría”

En el ejército su agilidad mental y la habilidad para cometer picardías se desarrolla de manera extraordinaria. Después de una serie de maltratos a los que es sometido siendo soldado inglés, Barry se une a las filas del ejército prusiano en donde el destino otra vez se muestra a su favor ofreciéndole la oportunidad de salvarle la vida al Capitán Potzdorf. Éste, en un gesto de agradecimiento lo convierte en espía de “Le Chevalier”, un jugador de cartas a quien el pícaro termina confiándole su identidad y como recompensa, “Le Chevalier” le enseña los mejores trucos y se lo lleva consigo a crear fortuna.

De esa manera el pícaro obtiene su propósito, pero su codicia lo lleva a enamorarse de la condesa Lady Lyndon, de quien toma su apellido, su prestigio y su dinero, convirtiéndose por fin en el hombre opulento que siempre quiso ser. Al eminente triunfo lo acompaña un descenso vergonzoso después de que Barry Lyndon derrocha su fortuna y termina de nuevo pobre, en espera de la redención de sus pecados.

Otro pillo proveniente de las letras y exaltado siete veces  en la pantalla grande, una de ellas en 2005 por el cineasta francés Roman Polánski, es el niño Oliver Twist. Huérfano de nacimiento y aventurero de vida cruel, Oliver parece ser pícaro casi por obligación. Primero, nace sin el derecho propio de tener padres. Inmediatamente es recluido en un orfanato en donde crece soportando las crueldades de la señora Monn.

A la edad de nueve años, se convierte en aprendiz de un enterrador de tumbas: el señor Sowerberr. Pero tras pelearse con uno de sus compañeros de trabajo, se ve obligado a huir a Londres donde es acogido ––engañosamente––  por una banda de delincuentes, por lo que no le queda más alternativa que sumergirse en el bajo mundo del hampa. Durante esos años logra sortear toda clase de vicisitudes y trampas tendidas por Jack Dodger  y su banda de ladrones y, para poder alimentarse,  se hace diestro en el turbio arte de hurtar. Cansado de su vida de penurias, Oliver encuentra salvación en el señor Brownlow, un acomodado escritor que le ayuda a liberarse de su mundo pícaro y a revelar el significado de su propia vida.

Aunque la novela más autobiográfica de Dickens es David Copperfield, las vidas del personaje pícaro y la del escritor comparten ciertos rasgos: el niño sufre la crueldad y la explotación en Londres, junto a Dodger y sus secuaces al igual que Dickens, quien a la edad de doce años tiene que trabajar en Warren’s boot-blacking factory, una fábrica de betún en la que se ve obligado a soportar malos tratos. Así mismo, la vida penosa de Dickens en su niñez, a causa del encarcelamiento de su padre es otro rasgo en común con el pícaro.

Como los anteriores, son muchos los personajes de la picaresca que saltan de las letras a la pantalla o que son creados directamente desde el celuloide para que el público se deleite con su belleza argumental y con el pathos de sus personajes. Este último es el caso del que quizá podría llamarse, el pícaro latinoamericano por excelencia: Cantinflas.

La condición de pillo se hace  presente en los primeros años de  vida de Fortino Mario Alfonso Moreno, quien años más tarde encarna a la figura picaresca. Al principio de su vida se ve obligado a enfrentar diversas situaciones peligrosas en el delictivo barrio de Santa María la Redonda, donde nace. En ese lugar aprende varios trucos callejeros y mañas que más tarde emplea en el papel de su vida como actor. Después de ser boxeador y trabajar en el circo, decide entrar al ejército, pero su papá envía una carta a la institución para que le den de baja a Mario, quien tiene sólo 16 años, y no 21, como  pretende falsear. Años más tarde, después de pasar por varias obras de teatro, conoce a Jacques Gelman con quien forma una compañía cinematográfica privada. Desde ese momento nace el comediante.

Si bien el personaje nace encarnando la figura de un vago de los barrios pobres de Ciudad de México, en las películas que Mario Moreno realiza diversifica sus interpretaciones: Cantinflas es sacerdote, doctor, diplomático, profesor, barrendero y  patrullero, entre otros oficios. Lo común a todos los personajes (que siguen siendo uno solo), se basa en su personalidad pícara: Cantinflas corteja mujeres, se escabulle de sus prestamistas y confunde a menudo a sus interlocutores con una forma peculiar de hablar: el albur, un juego de palabras empleado en México, generalmente, en las clases populares. En palabras de Ismael Diego Pérez, escritor mexicano: “Cantinflas es la picaresca española, y al mismo tiempo es el hidalgo que quiere la liberación de los pícaros; es un hidalgo surgido de la entraña misma de la picardía; quiere que el pícaro se haga noble, y el noble dé muestras de su nobleza con la comprensión y ayuda del  pícaro. Y todo con las mejores armas: la risa y la ironía”.

El pícaro mexicano entonces se convierte en un representante del pueblo sufrido, de una raza pobre, proletaria, necesitada, siendo uno de los mejores vehículos de la expresión colectiva. Como diría Pérez: “Es el mejor intérprete de un pueblo que ha llorado”.

No es posible describir cada uno de los pícaros que han hecho carrera por la ficción. En esta breve selección se escapan por ejemplo, Pinocho: el pícaro de madera de Carlo Collodi (también llevado a la pantalla en numerosas ocasiones, siendo la más recordada la versión animada de Walt Disney en 1940); Frank Abángale, personaje real a quien Steven Spielberg a manera de homenaje realiza “Atrápame si puedes” en el año 2002; Monsieur Verdoux pícaro nihilista al que Charles Chaplin personifica de manera magistral en una película del mismo nombre en 1947; Leonard Zelig, el pícaro camaleónico de la película de Woody Allen de 1984 que era capaz de mimetizar la personalidad de quienes lo rodeaban, entre muchos otros.

De todas maneras, estos vividores de cadenas de aventuras. De cunas pobres, quebradas. De padres errantes. De fugas. De pillajes. De extorsiones inocentes, de hipotecas no pagadas. De amistades convenientes. De timos y galanteos, de abundantes adulaciones. De azares; de encuentros y desencuentros, de inicio abyecto y final confeso, han sido referentes de un tiempo y espacio determinados, han servido como radiografías sociales de ciudades coloreadas de exclusión e hipocresía y han dejado entre quienes conocen sus historias quizá una moraleja de la sátira social que es cada una de sus vidas.
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(*) Periodista de El Espectador.

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