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El último tango de Salvador Allende

Roberto Ampuero

Fernando Araújo Vélez

La orden se había impartido desde la clandestinidad en un reguero de voces bajas que recorría casi todos los barrios de Santiago. Si se daba un golpe de Estado, habría que encender una fogata y quemar tarjetas de identificación, cartas, libretas, apuntes, libros, cualquier cosa que les sirviera a los militares después.

Y él, Roberto Ampuero, la cumplió al pie de la letra el 11 de septiembre de 1973, cuando llegó a la universidad y le informaron que algunos uniformados, aún desconocidos, se habían tomado el poder a la fuerza. Que el Palacio de la Moneda ardía, le dijeron, le gritaron. Que Salvador Allende había muerto, le sollozaron. Que no había salida. Que quemara todo, todo, todo. Que no dejara vestigios. Ni una huella, ni una letra ni un dibujo. Nada.

Luego saltó muros. Muros visibles e invisibles, y se perdió entre callejuelas vacías y huyó de todo y de todos. Luego se exilió en la entonces Alemania Democrática. “El exilio me obligó a escribir, a ser escritor. El exilio me condujo a relatar la historia que alguien tendría que leer”, diría muchos años más tarde. La noche del 11 de septiembre fue tenebrosa. Él logró salvar su identidad. A otros, poetas, escritores, músicos, filósofos, antropólogos o panaderos, los requisaron y los voltearon. Se los llevaron al Estadio Nacional y al de Chile y allí vieron el rostro del terror.

Allí se apretujaron. Se dieron calor el uno contra el otro y el otro contra el de más allá. Se dieron fuerza, fe, todas esas palabras que les sonaban a paraíso porque la vida se les podía ir en cualquier instante con la orden de un capitán, “ejecútelo”, por la rabia de un teniente, “al calabozo”, por las ansias de venganza de un soldado, “arrodíllese”. Se apretujaban en sus miedos. Se murmuraban “mañana salimos, tranquilo, mañana”, y callaban cuando aparecía el hombre de la máscara que iba a señalar a alguno. “Ya sabíamos que a quien ése señalara no amanecía vivo”, recordaría con el tiempo un poeta que se salvó.

Ahí mataron a Víctor Jara, Te recuerdo Amanda. Ahí desaparecieron a cientos. Ahí, al Estadio Nacional, barrio de Ñuñoa, Santiago de Chile, el 12 de septiembre de 1973 comenzaron a llevar a todos los ‘sospechosos’ de allendismo que hubiera en la ciudad. Allende había fallecido junto a varios de sus amigos médicos en medio de un bombardeo insaciable, infinito, imborrable. Se suicidó, dijeron. Lo asesinaron, replicaron. “Sí, se suicidó, esa fue la verdad. Se suicidó y murió en medio de la más triste de las soledades”, confirmaría años y años más tarde Ampuero.

La historia del golpe había comenzado a escribirse a finales de los 60. Salvador Allende, socialista, demócrata, carismático, se había transformado en el enemigo número uno de las facciones de derecha en Chile, de los radicales de izquierda que pretendían más la lucha armada que el consenso, y del gobierno de los Estados Unidos, liderado por Richard Nixon y Henry Kissinger. “Lo cierto es que (Allende) ya perdió el control del país por la desobediencia civil de la derecha, la escasez y el mercado negro, la presión de Nixon y las exigencias de la ultraizquierda de profundizar el proceso y armar al pueblo. Mientras la oposición de centro y derecha exige la intervención militar, la de ultraizquierda reclama armas para imponer el socialismo ”, escribiría Ampuero en su última novela, El último tango de Salvador Allende.

El último tango fueron cientos de tangos de Enrique Santos Discépolo, de Gardel y Lepera, de Homero Manzi, porque a Allende le parecía que los tangos retrataban mejor que nada la realidad y al ser humano, “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé”; el amor y sus miserias, “¡Tango! Piel oscura, voz de sangre. ¡Tango! Yuyo amargo de arrabal”. Los tangos eran una especie de retrato de su vida. De sus amores truncos y tristes, La Tencha, La Payiya, Gloria Gaitán. De sus intentos por seguir persiguiendo la grandeza, la Historia.

Allende era parte de la aristocracia chilena. Le gustaban el Chivas Regal, el vino, las corbatas de seda y las mancornas de oro. Jamás vivió como pobre, pero se empeñó en conocer a la gente humilde de su país desde sus tiempos adolescentes. Según Ampuero, se citaba todas las tardes con un anarquista de apellido Demarchi y con algunos obreros de su edad. Jugaban ajedrez, tomaban vino y cerveza y hablaban de Lenin, de Marx y de la revolución. Pasados los años, ya como presidente, uno de ellos, panadero, respondón y tanguero, de nombre Rufino, se convirtió en su confidente.

Con él discutía sobre la situación de Chile, sobre el hombre y el hambre, el capitalismo, los soviéticos que lo habían abandonado, sobre Fidel Castro y Augusto Pinochet, quien lo visitara en su residencia de la calle Tomás Moro antes de traicionarlo. Desde la ficción, Rufino escribió la intimidad de Salvador Allende durante sus últimos días. Sus obsesiones, sus gustos, sus miedos, la muerte, el idealismo, las utopías. Ese texto, manuscrito, le llegó veintitantos años más tarde a un exagente de la CIA que en los 70 trabajó con otros en la desestabilización de Chile y del gobierno de Allende. Su hija, poco antes de morir, se lo entregó con una petición: que buscara a un tal Héctor Aníbal y le diera sus cenizas.

El 11 de septiembre de 1973 todo explotó. Allende se dio un tiro con un fusil que le había obsequiado Fidel Castro. Pinochet se tomó el poder. Los militares lo rodearon. Nixon celebró. Los idealistas intentaron exiliarse. Unos lo lograron, otros acabaron en manos de la dictadura. Torturados, desaparecidos, muertos o perseguidos. Los poetas siguieron escribiendo. Como sentenció Jorge Teillier, “Hubo que crear nuevos códigos, nuevas estrategias de convivencia en un país donde la delación llegaría a ser una virtud”.

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